lunes, 20 de julio de 2020

Vera, de Auguste Villiers de L'Isle Adam


El Amor es más fuerte que la Muerte, ha dicho Salomón; sí, su misterioso poder es ilimitado.

Era un atardecer de otoño, en estos últimos años, en París. Algunos vehículos, ya iluminados, rodaban rezagados después de la hora del Bois hacia el sombrío barrio de Saint-Germain. Uno de ellos se detuvo ante el pórtico de un amplio palacete señorial rodeado de jardines seculares; la cintra estaba rematada por el escudo de piedra con las armas de la antigua familia de los condes de Athol a saber: campo de azur, con la estrella en abismo de plata, con la divisa «PALLIDA VICTRIX», bajo la corona recogida de armiño en el principesco gorro. Los pesados batientes se apartaron. Se apeó un hombre de treinta y cinco años, de luto, de rostro mortalmente pálido. En la escalinata, taciturnos criados levantaban unas antorchas. Sin mirarlos, subió los escalones y entró. Era el conde de Athol.

Vacilante, ascendió por las blancas escaleras que llevaban a la habitación donde, aquella misma mañana, había acostado en un ataúd de terciopelo y envuelto en violetas, entre olas de batista, a su dama de placer, a su pálida esposa, Vera, su desesperación.

Arriba, la suave puerta giró sobre la alfombra; apartó el cortinaje.

Todos los objetos estaban en el lugar donde la condesa los había dejado la víspera. La Muerte, súbita, había fulminado. La noche anterior, su bienamada se había desvanecido en goces tan profundos y se había perdido en abrazos tan exquisitos que su corazón, roto de delicias, había fallado: sus labios se habían mojado bruscamente con un púrpura mortal. Apenas había tenido tiempo de dar a su esposo un beso de despedida, sonriendo, sin una palabra. Luego, sus largas pestañas, como crespones, habían descendido sobre la bella noche de sus ojos.

La jornada sin nombre había pasado.

Hacia mediodía, el conde de Athol, tras la horrible ceremonia del panteón familiar, había despedido en el cementerio a la negra comitiva. Luego, encerrándose solo con la sepultada, entre los cuatro muros de mármol, había atrancado a su espalda la puerta de hierro del mausoleo. Ardía incienso sobre un trípode, delante del féretro; una corona luminosa de lámparas, a la cabecera de la joven difunta, la constelaba.

Él, de pie, pensativo, con el único sentimiento de una ternura sin esperanza, había permanecido allí, todo el día. Hacia las seis, con el crepúsculo, había salido del lugar sagrado. Al cerrar el sepulcro, había arrancado de la cerradura la llave de plata y, de puntillas sobre el último escalón del umbral, la había arrojado suavemente dentro de la tumba. La había lanzado sobre las baldosas interiores a través del ornamento trilobulado que remataba el pórtico. ¿Por qué?… Con toda seguridad, tras alguna misteriosa resolución de no volver jamás.

Y ahora contemplaba de nuevo la habitación viuda.

La ventana, bajo las amplias colgaduras de cachemira malva recamada de oro, estaba abierta. Un último rayo de la tarde iluminaba, en un marco de madera antigua, el gran retrato de la difunta. El conde miró a su alrededor la ropa arrojada la víspera sobre un sillón; encima de la chimenea, las joyas, el collar de perlas, el abanico medio cerrado, los pesados frascos de perfume que Ella no volvería a aspirar. Sobre la cama de ébano de columnas retorcidas, que seguía deshecha, junto a la almohada, donde la huella de la cabeza adorada y divina seguía siendo visible en medio de los encajes, vio el pañuelo enrojecido por gotas de sangre en el que su joven alma había aleteado un instante; el piano abierto mantenía una melodía inacabada para siempre en el atril; las flores indias que ella recogió en el invernadero, y que se marchitaban en viejos jarrones de Sajonia; y, al pie del lecho, sobre una piel negra, las pequeñas chinelas de terciopelo oriental sobre las que brillaba una divisa risueña de Vera, bordada de perlas: «Quien vea a Vera la amará». Los pies desnudos de la amada aún jugaban en ellas ayer por la mañana, besados a cada paso por el plumón de los cisnes. Y allí, allí, en la sombra, estaba el péndulo cuyo resorte había roto él para que no volviera a dar más horas.

¡Se había ido!… ¿Adónde?… ¿Seguir viviendo? ¿Para qué?… Era imposible, absurdo.

Y el conde se sumía en desconocidos pensamientos.

Pensaba en toda la existencia pasada. Seis meses habían transcurrido desde aquel matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la había visto por primera vez?… Sí. Ese instante resucitaba ante sus ojos, muy nítido. Ella se le aparecía allí, radiante. Aquella noche, sus miradas se habían encontrado. Íntimamente, se habían reconocido de igual naturaleza, y asumían que debían amarse para siempre.

Las conversaciones decepcionantes, las sonrisas que observan, las insinuaciones, todas las dificultades que suscita el mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen se habían desvanecido ante la tranquila certeza que, en ese mismo instante, tuvieron el uno del otro.

Vera, cansada de los ceremoniosos cumplidos de su círculo, había ido a su encuentro en la primera circunstancia enojosa, simplificando así, de augusta manera, las triviales formalidades en que se pierde el precioso tiempo de la vida.

Desde las primeras palabras, ¡cómo las vanas apreciaciones de los indiferentes sobre ellos les parecieron una bandada de aves nocturnas que vuelven a las tinieblas! ¡Qué sonrisa intercambiaron! ¡Qué inefable abrazo!

Sin embargo, su naturaleza era, en verdad, de las más extrañas. Se trataba de dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrenales. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una inquietante intensidad. Se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. En cambio, ciertas ideas, las del alma, por ejemplo, del infinito, de Dios mismo, estaban como veladas a su entendimiento. La fe de un gran número de personas vivas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que un tema de vagos asombros: carta cerrada de la que no se preocupaban por carecer de calidad para condenar o justificar. Por eso, reconociendo que el mundo les era ajeno, se habían aislado, inmediatamente después de su unión, en aquel viejo y sombrío palacete donde el espesor de los jardines amortiguaba los ruidos del exterior.

Allí, los dos amantes se sepultaron en el océano de esas alegrías lánguidas y perversas en que el espíritu se mezcla con la carne misteriosa. Agotaron la violencia de los deseos, los estremecimientos y las ternuras desenfrenadas. Confundieron el uno en el otro la palpitación de sus seres. En ellos, el espíritu intuía tan bien el cuerpo que sus formas les parecían intelectuales, y los besos, eslabones ardientes, los encadenaban en una fusión ideal. ¡Largo deslumbramiento! De repente, el encanto se rompía; el terrible accidente los desunía; sus brazos se habían desenlazado. ¿Qué sombra le había arrebatado a su querida muerta? ¡Muerta!, no. ¿Acaso el chirrido de una cuerda que se rompe se lleva el alma de los violonchelos?

Pasaron las horas.

Por la ventana miraba avanzar la noche en los cielos: y la Noche le parecía personal; se le antojaba una reina marchando, melancólicamente, al exilio, y el broche de diamante de su túnica de luto, Venus, brillaba, sola, por encima de los árboles, perdida en el fondo del azul.

«Es Vera», pensó.

Ante este nombre, pronunciado en voz muy baja, se estremeció como hombre que se despierta; luego, irguiéndose, miró en torno suyo.

En la habitación, los objetos estaban ahora iluminados por una claridad hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla de noche que azulaba las tinieblas, y que la oscuridad, elevada en el firmamento, hacía aparecer aquí como una estrella más. Era la lamparilla, con fragancias de incienso, de un iconostasio, relicario familiar de Vera. El tríptico, de una vieja madera preciosa, estaba colgado por su cordel ruso de esparto entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los oros del interior caía, vacilante, sobre el collar, entre las joyas de la chimenea.

El nimbo de la madona con hábitos de azul cielo brillaba, rosáceo por la cruz bizantina cuyos finos y rojos trazos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre el oriente así encendido de las perlas. Desde la infancia, Vera compadecía, con sus grandes ojos, el rostro maternal y tan puro de la hereditaria madona, y al no poder consagrarle, ¡ay!, por su temperamento más que un amor supersticioso, se lo ofrecía a veces, ingenua, pensativamente, cuando pasaba ante la lamparilla.

Al verla, el conde, conmovido hasta lo más secreto del alma por dolorosos recuerdos, se levantó, sopló rápidamente la luz santa y, a tientas, en la sombra, extendiendo la mano hacia un cordón, llamó.

Apareció un criado. Era un viejo vestido de negro; sostenía una lámpara que colocó ante el retrato de la condesa. Cuando se volvió, lo hizo con un escalofrío de supersticioso terror al ver a su amo de pie y sonriente como si no hubiera pasado nada.

—Raymond —dijo tranquilamente el conde—, esta noche estamos muertos de cansancio la condesa y yo; servirás la cena hacia las diez. A propósito, hemos decidido aislarnos más aquí desde mañana. Ninguno de mis criados, excepto tú, debe pasar la noche en el palacete. Les entregarás los sueldos de tres años y que se vayan. Luego, echarás la barra del pórtico; encenderás los candelabros de abajo, en el comedor; contigo tendremos suficiente. No recibiremos a nadie desde ahora.

El viejo temblaba y lo miraba atentamente.

El conde encendió un puro y bajó a los jardines.

El sirviente pensó al principio que el dolor, demasiado hondo, demasiado desesperado, había trastornado la mente de su amo. Lo conocía desde la infancia; comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado repentino podía ser fatal para aquel sonámbulo. Su deber, ante todo, era respetar aquel secreto.

Bajó la cabeza. ¿Servicial complicidad con aquel sueño religioso? ¿Obedecer?… ¿Seguir sirviéndoles sin tener en cuenta a la Muerte? ¡Qué extraña idea!… ¿Resistiría una noche?… Mañana, mañana, ¡ay!… ¡Ah!, ¿quién podía saberlo?… ¡Tal vez!… ¡Proyecto sagrado, después de todo! ¿Qué derecho tenía él a reflexionar?…

Salió de la habitación, ejecutó las órdenes al pie de la letra, y esa misma noche dio comienzo la insólita existencia.

Se trataba de crear un terrible espejismo.

El malestar de los primeros días se disipó pronto. Al principio con estupor, luego con una especie de deferencia y de ternura, Raymond se las había ingeniado tan bien para ser natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando se sintió, por momentos, casi víctima de su buena voluntad. ¡Las reservas mentales palidecían! A veces, sintiendo una especie de vértigo, tuvo la necesidad de decirse que la condesa estaba efectivamente difunta. Se entregaba a este fúnebre juego y olvidaba a cada instante la realidad. Muy pronto necesitó más de una reflexión para convencerse y rehacerse. Bien vio que terminaría abandonándose por entero al espantoso magnetismo con que el conde penetraba poco a poco la atmósfera alrededor de ellos. Tenía miedo, un miedo indeciso, suave.

En efecto, De Athol vivía en la más absoluta inconsciencia de la muerte de su amada. No podía sino encontrarla siempre presente, tan mezclada con la suya estaba la forma de la joven. Unas veces, en un banco del jardín, los días de sol, leía en voz alta las poesías que a ella le gustaban; otras, al anochecer, junto a la chimenea, con dos tazas de té sobre un velador, hablaba con la risueña ilusión, sentada, a sus ojos, en el otro sillón.

Pasaron volando los días, las noches, las semanas. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y ahora ocurrían fenómenos singulares en los que resultaba difícil distinguir el punto en que lo imaginario y lo real eran idénticos. En el aire flotaba una presencia; una forma se esforzaba por manifestarse, por urdirse en el espacio vuelto indefinible.

De Athol vivía doble, como iluminado. Un rostro dulce y pálido, entrevisto como el relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde tocado al piano, de pronto; un beso que le cerraba la boca en el momento en que iba a hablar, afinidades de pensamientos femeninos que despertaban en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento tal de sí mismo que sentía, como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de la amada a su lado, y, por la noche, entre la vigilia y el sueño, unas palabras oídas en voz muy baja: todo le advertía. ¡Era una negación de la Muerte, elevada, por fin, a una potencia desconocida!

Una vez, De Athol la sintió y la vio tan cerca que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento la disipó.

—¡Pequeña! —murmuró sonriendo.

Y volvió a dormirse como un amante enojado con su querida risueña y adormilada.

El día de su cumpleaños, puso, en broma, una siempreviva en el ramo de flores que dejó en la almohada de Vera.

—Ya que se cree muerta… —dijo.

Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor De Athol, que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en el solitario palacete, aquella existencia había terminado por volverse de un encanto sombrío y persuasivo. El propio Raymond ya no sentía el menor espanto por haberse acostumbrado de manera gradual a aquellas impresiones.

Un vestido de terciopelo negro vislumbrado en el recodo de una alameda; una voz risueña que lo llamaba en el salón; el sonido de la campanilla por la mañana al despertarse, como antes; todo esto se le había vuelto familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba al escondite, como una niña. ¡Se sentía tan amada! Era muy natural.

Había transcurrido un año.

La noche del aniversario, el conde, sentado junto al fuego, en la habitación de Vera, acababa de leerle un cuento florentino: Calímaco. Cerró el libro; luego, mientras se servía un té, dijo:

—¡Duschka!, ¿te acuerdas del valle de las Rosas, a orillas del Lahn, del castillo de las Cuatro Torres?… Esta historia te los ha recordado, ¿verdad?

Se levantó y, en el espejo azulino, se vio más pálido que de costumbre. Tomó una pulsera de perlas de una copa y miró atentamente las perlas. ¿No se las había quitado Vera de su brazo hacía un instante, antes de desvestirse? Las perlas aún estaban tibias y su oriente más suavizado, como por el calor de su carne. ¡Y el ópalo de aquel collar siberiano, que también amaba el bello seno de Vera hasta palidecer, de manera enfermiza, en su engaste de oro, cuando la joven lo olvidaba durante un tiempo! ¡Por eso la condesa amaba tanto en el pasado aquella piedra fiel!… Esa noche el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el magnetismo exquisito de la bella muerta aún lo captase. Al dejar el collar y la piedra preciosa, el conde tocó por azar el pañuelo de batista cuyas gotas de sangre estaban húmedas y rojas como claveles sobre la nieve… Allí, en el piano, ¿quién había pasado la página final de la melodía de antaño? ¡Cómo! ¡La lamparilla sagrada había vuelto a encenderse en el relicario! Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el rostro, de ojos cerrados, de la madona. Y aquellas flores orientales recién cortadas, que se abrían en los viejos jarrones de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas allí? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una forma más significativa y más intensa que de costumbre. ¡Pero nada podía sorprender al conde! Aquello le parecía tan normal que ni siquiera prestó atención a que la hora sonase en aquel péndulo parado desde hacía un año.

Aquella noche, sin embargo, se hubiera dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba adorablemente por volver a aquella habitación totalmente embalsamada de ella. ¡Había dejado allí tanto de su persona! Todo lo que había constituido su existencia la atraía allí. Su encanto flotaba: las largas violencias hechas por la voluntad apasionada de su esposo debían de haber desatado los vagos lazos de lo invisible a su alrededor…

Se la necesitaba. Todo lo que ella amaba estaba allí.

Debía de sentir deseos de ir a sonreírse una vez más en aquel espejo misterioso en el que tantas veces había admirado su rostro de azucena. La dulce muerta, allá abajo, se había estremecido sin duda en sus violetas, bajo las lámparas apagadas; la divina muerta se había estremecido, en el panteón, completamente sola, al mirar la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡También ella quería ir hacia él! Y su voluntad se perdía en la idea del incienso y del aislamiento. La muerte solo es una circunstancia definitiva para los que esperan los cielos; pero la muerte, los cielos y la vida, para ella, ¿no eran su abrazo? Y el beso solitario de su esposo atraía sus labios en la sombra. Y el pasado sonido de las melodías, las palabras embriagadas de antaño, los paños que cubrían su cuerpo y conservaban su perfume, aquellas pedrerías mágicas que la querían, en su oscura simpatía, y, sobre todo, la inmensa y absoluta impresión de su presencia, opinión compartida finalmente por las cosas mismas, todo la llamaba allí, la atraía hacia allí desde hacía tanto tiempo, y de forma tan insensible que, curada al fin de la durmiente Muerte, ¡solo ella faltaba!

¡Ah, las ideas son seres vivos!… El conde había excavado en el aire la forma de su amor, y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que le era homogéneo; de otro modo el universo se habría desmoronado. En ese momento tuvo la impresión, definitiva, simple, absoluta, de que ella debía estar allí, en la habitación. Estaba tan serenamente seguro de ello como de su propia existencia, y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de esa convicción. ¡Se la veía allí! Y, como solo faltaba Vera misma, tangible, exterior, fue preciso que ella se encontrara allí y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese un momento sus puertas infinitas. El camino de resurrección era enviado por la fe hasta ella. Un fresco estallido de risa musical iluminó con su alegría el lecho nupcial; el conde se volvió. Y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdo, acodada de forma ligera sobre la almohada de encajes, con la mano sosteniendo sus espesos cabellos negros, la boca deliciosamente entreabierta en una paradisiaca sonrisa de voluptuosidades, bella hasta morir, la condesa Vera lo miraba un poco adormecida todavía.

—¡Roger!… —dijo con voz lejana.

Él acudió a su lado. Sus labios se unieron en un goce divino —olvidadizo—, ¡inmortal!

Y se dieron cuenta, entonces, de que en realidad no eran sino un solo ser.

Las horas rozaron con un vuelo extraño aquel éxtasis en el que por primera vez se mezclaban la tierra y el cielo.

De repente, el conde De Athol se estremeció, como sobrecogido por una reminiscencia fatal.

—¡Ay, ahora me acuerdo!… —dijo—. ¿Qué me pasa? ¡Pero si tú estás muerta!

En el mismo instante en que pronunciaba esas palabras, la mística lamparilla del iconostasio se apagó. La pálida claridad del amanecer —de un amanecer banal, grisáceo y lluvioso— se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas palidecieron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojas; el fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas; las flores se marchitaron y secaron en unos instantes; la péndola del reloj recuperó gradualmente su inmovilidad. La certeza de todos los objetos se esfumó súbitamente. El ópalo, muerto, ya no brillaba; las manchas de sangre también se habían marchitado en el pañuelo de batista, junto a ella; y, desvaneciéndose entre los brazos desesperados que en vano querían seguir abrazándola, la ardiente y blanca visión volvió al aire y en él se perdió. Un débil suspiro de despedida, nítido, lejano, llegó hasta el alma de Roger. El conde se puso de pie; acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su sueño se había disuelto de improviso; había roto el magnético hilo de su radiante trama con una sola palabra. La atmósfera era, ahora, la de los difuntos.

Como esas lágrimas de vidrio, agrupadas sin ninguna lógica, y sin embargo tan sólidas que un golpe de mazo en su parte más gruesa no rompería, pero que caen en un súbito e impalpable polvo si se rompe su extremidad, más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.

—¡Oh! —murmuró—, ¡se acabó! ¡Perdida!… ¡Completamente sola! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti? ¡Indícame el camino que puede llevarme hacia ti!…

De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico: ¡un rayo de la horrible luz terrestre lo iluminó!… El abandonado se agachó, lo cogió, y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer el objeto: era la llave de la tumba.

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