jueves, 16 de julio de 2020

La sonrisa internacional, de Brian W. Aldiss

 


La habitación, con caricaturas de espías y óleos de los potentados, colgados sobre la campana de la chimenea, como la promesa de un mundo mejor, ofrecía un desordenado confort. Los dos hombres se arrellanaron en unos sillones; estaban cansados. La mujer también se sentía cansada pero su torso erguido y su coiffure no le permitían acomodarse. Sirvió el té con tanta autoridad como había mostrado frente a las cámaras de televisión.

Cuando oyeron sonar la puerta y aparecer a Tarver, los dos hombres se incorporaron en sus asientos, como si se sintieran culpables de algún delito.

El Primer Ministro frunció el ceño detrás de su taza y dijo:

—¿Qué ocurre, Tarver? ¿No podemos pasar cinco minutos en paz?

El mayordomo del n.º 10 de Downing Street dijo apesadumbrado:

—El coronel Quadroon ha venido a verle, señor.

—El gobernador de la cárcel de Pentonville. Más fugas, supongo… más preguntas en la Cámara de los Lores. Hágalo pasar.

El Primer Ministro se volvió hacia Lady Elizabeth y el Secretario de Asuntos Exteriores con una mueca de resignación.

—¿Recuerdas que ayer lo citaste, Herbert? —dijo Lady Elizabeth.

Manejaba a los hombres con la misma facilidad con que se desenvolvía ella misma.

—El coronel dijo que era un asunto de gran importancia nacional —añadió.

—No dudo que lo dijera. Quadroon presume demasiado, querida. Y sólo porque me ha puesto en apuros un par de… Oh, coronel, buenas tardes. Pase.

El Primer Ministro se atusó el bigote y se dirigió con gesto irritado hacia una butaca mientras Quadroon entraba. El gobernador de Pentonville era un hombre alto y fornido, y estaba condecorado con las órdenes de Hai-leybury y de la Reina. Se inclinó respetuosamente ante Lady Elizabeth y estrechó la mano a Ralph Watts-Clinton, el Secretario de Asuntos Exteriores.

—Señor Primer Ministro, no le hubiera molestado de no tratarse de un asunto de máxima importancia —dijo.

—Espero que así sea. Supongo que no se tratará de más motines.

—He oído decir que la oposición le puso a usted en un buen aprieto esta tarde.

El Primer Ministro sonrió.

—Perdone, coronel. Ofrécele una taza de té al coronel, ¿quieres, querida? Bien, ¿qué podemos hacer por usted?

—Sin azúcar, por favor, Lady Elizabeth. En este caso, señor, se trata de qué podemos hacer nosotros por usted. Hace un momento mencioné a la oposición. ¿Nunca se le había ocurrido pensar que la oposición está constituida por gente infeliz?

Watts-Clinton soltó una carcajada.

—Se nos ha ocurrido a menudo, coronel. Considere, por ejemplo, el debate acerca de la Ley de Restricción de la Inmigración de esta tarde: la oposición estaba verdaderamente triste y abatida. Harold Gaskin estuvo a punto de verter lágrimas de cocodrilo al hablar de aquellos a los que él llamó «explotados y desprotegidos en las tierras menos afortunadas».

El coronel balanceó la taza y el platito «Spode» de Lady Elizabeth sobre su rodilla y dijo:

—Precisamente. Todo esto puede cambiar mañana.

El Primer Ministro emitió un ruido que se le había oído en más de una ocasión en la Cámara de los Lores.

—No tengo ni idea de qué clase de subterfugio político puede tener usted en mente, coronel, pero permítame anticiparle que nada puede alterar las ideas preconcebidas de Gaskin acerca de las claras medidas que nosotros proponemos.

—Polianamina. Ella podría —dijo el coronel. Tras una fría pausa, Lady Elizabeth dijo:

—Me temo que nos ha dejado a los tres muy impresionados con su aire de misterio y, por supuesto, claro… oh, cuidado, no vierta su té, coronel. Tal vez resultara más positivo que nos expusiera su idea. Estoy convencida de que Herbert puede dedicarle cinco minutos antes de irse a preparar su discurso de Berlín.

Reunía todas las cualidades ideales para ser la esposa de un Primer Ministro: firmeza, mano izquierda, tacto e insolencia.

El coronel resopló con energía y, a modo de preámbulo, dijo:

—Ustedes sabrán que siempre he sido un hombre muy leal. Pocos serán en este país los que no recuerden la famosa alocución de reclutamiento que hice en East Moulton, cuando acababa de ser derrotado en las elecciones del 45. Por eso he venido directamente a usted, señor Primer Ministro, como hombre leal, a poner la polianamina a sus pies.

—Conozco su historial —dijo el Primer Ministro—. Prosiga.

—Bien, para ir directamente al grano, quizá recuerden los desafortunados motines que tuvimos en Pentonville hace un par de años. La Beaverbook Press organizó un buen alboroto al respecto… les gustan las historias de prisiones. Murieron dos convictos y otros tres resultaron heridos de gravedad. Uno de los heridos era Joseph Branksome. ¿Recuerdan el nombre?

—Creo que todos recordamos el nombre —dijo Watts-Clinton—. Era el diputado por Dogsthorpe East en los tiempos de Edén.

—Eso es. Siete años por malversación de fondos públicos… pero, en el fondo, un buen hombre. Un buen hombre público. Ustedes quizá no le conocieron. Era un tipo firme y valiente. Recuerdo que, cuando lo de Suez, él…

—Sí, sí, usted estaba diciendo que él resultó herido, coronel.

—Sí, eso es. Él lo estaba. Herido en el riñón; mal asunto. Estaba grave y salió por unos días. Lo transferí a la clínica Bart. Le hicieron un injerto en el riñón; era la primera vez que se hacía algo semejante en la clínica Bart, según me dijeron. En cualquier caso, parecía que todo iba bien, y en un abrir y cerrar de ojos pudimos volver a Branksome a la prisión. Seguía muy débil, pero parecía muy contento. Fui a visitarlo. Nunca había visto a un hombre más feliz y optimista. Era el alma y la vida de aquella sala del hospital penitenciario. Por eso, cuando llegó Navidad…

—Branksome está muerto, ¿verdad? —dijo el Primer Ministro.

—¿Qué? ¿Muerto? Oh sí. A eso iba. Su alegría general nos engañó a todos. Creímos que se había recuperado, aunque había perdido bastante peso. Volvió a su antiguo trabajo: tenía un trabajo cómodo en la biblioteca de la prisión. Entonces, una mañana, hará un año, sufrió un colapso en la sección de Hágalo-Usted-Mismo y murió al cabo de una hora. Pobre Branksome, ¡murió riéndose!

Al término de la narración de esa tragedia, Quadroon se sentó en su sillón con aire pesaroso. Lady Elizabeth rescató su taza.

Con cierto tono terminante, el Primer Ministro dijo:

—Muchas gracias, coronel Quadroon, por venir y…

El coronel alzó una mano larga y huesuda, que los demás contemplaron con curiosidad y perplejidad.

—En la investigación post-mortem, emergió un hecho notable. Debido a la herida que había sufrido, el riñón de Branksome había —¿cómo dirían ustedes?— funcionado mal. Por lo que pude deducir de las explicaciones de nuestro especialista de la prisión, Mark Miller —un hombre muy capaz— en lugar de producir nuevo tejido o lo que fuera que debía producir, aquel riñón había estado segregando una sustancia hasta ahora desconocida por la ciencia. Miller bautizó a aquella secreción con el nombre de polianamina. Aparentemente, había circulado hasta las glándulas endo… ¡ah! endocrinas de Branksome, y allí; había producido una especie de desequilibrio. En cualquier caso, ese desequilibrio tuvo el efecto de mantenerlo a él feliz, incluso cuando se acercaba dolorosamente a la muerte.

—Hmm —hizo el Primer Ministro, con un gesto que resultaba familiar a millones de televidentes, mientras encendía su pipa y se sentaba, con la nariz casi dentro del hornillo—. ¿Y esa sustancia ha sido sintetizada, coronel?

A modo de respuesta, sacó un pequeño tubo de plástico de uno de sus bolsillos. Adornó su ademán con lo que, en uno de los mejores actores, hubiera resultado una gran fioritura.

—Aquí hay bastante polianamina sintética, según me informó Miller, para mantener feliz a toda vuestra oposición por el resto de sus vidas.

El Primer Ministro dirigió una mirada de sorpresa a Watts-Clinton, y éste se la devolvió.

—Creo que el discurso de Berlín deberá posponerse hasta que hayamos visto a Miller. A mi viejo electorado no le gustaría que dejara crecer la hierba, ¿verdad, Ralph? Elizabeth, querida, crees que…

—¡Oh! Herbert, realmente no puedo, ¡otra vez no! No sabría qué decir.

—Sinsentidos, tópicos. Cosas usuales acerca del progreso acelerado, devolviendo el mando a Adenauer. Solidaridad occidental, y todo eso, incluyendo la cláusula de seguridad que establece que mantendremos la lucha por la paz con todos los medios a nuestro alcance, etc. Por ahora lo puedes hacer tan bien como yo. Tarver, el Bentley, por favor.

El tráfico era denso frente a la lóbrega fachada de la cárcel de Pentonville.

—Hoy hay visita nocturna —dijo Quadroon tenebrosamente—. Siempre se producen aglomeraciones.

—Debo decirle cuánto admiro sus avanzadas reformas; el Secretario del Interior me hablaba de ellas justamente el otro día —dijo Watts-Clinton intentando congraciarse con el coronel; no sentía especial simpatía hacia él, pero quedar incluido en uno de sus aciertos no iba a ser mala cosa.

—Esta noche tocan Johnny Earthquake y los Four Corners. Mantienen al personal feliz.

El Primer Ministro pareció sorprendido.

—Pero, M. «el Carnicero», ¿cómo se llama?, McNoose, va a ser ejecutado mañana. Seguro…

—Por eso viene toda esa gente esta noche. Métase delante de ese Volkswagen despistado, chofer. Hemos permitido que McNoose pida a Johnny Earthquake una última canción, para su papá y su mamá y todos sus familiares en el 78 de Montpelier Road, en Camden Town.

—Me parece algo de un gusto muy dudoso —dijo el Primer Ministro.

—Usted fue el primero en querer que las prisiones siguieran sus propias iniciativas, señor.

—No es hora de sacar a relucir viejas promesas electorales.

Los tres hombres se sumieron en un profundo silencio. Al cabo de un rato se abrió un claro en el tráfico y el coche se dirigió hacia la plaza que se encontraba enfrente y giró bajo los toldos y los carteles luminosos hacia la casa del alcaide. Mientras subían apresuradamente las escaleras, pudieron oír la música y una voz atronadora por los altavoces.

Eva Bardy lo está haciendo, lo está haciendo, lo está haciendo.

Eva Bardy lo está haciendo…

Se sintieron mejor en el interior. Quadroon los introdujo en un despacho y envió a un empleado a buscar a Mark Miller.

Impaciente, el Primer Ministro se puso a observar la sólida y sombría habitación. Trofeos, fotografías de hombres con rostros amenazantes, esposas, un retrato a lápiz hecho por un aficionado de John Reginald Halliday Christie, certificados, mapas, una mascarilla mortuoria, y una leyenda grabada con las palabras «Las paredes de piedra no hacen una cárcel», rodeando todo el recinto de la pieza a la altura del cielo raso. De mala gana, el Primer Ministro escogió la menos acrinada de las dos butacas que allí había y tomó asiento.

—Interesante lugar —dijo Watts-Clinton a modo de información gratuita.

El propio coronel miró a su alrededor con cierta repugnancia.

—Lo haría arder —dijo. Tosió, entrelazó las manos y añadió:

—Señores, tengo que advertirles que Miller se inyectó a sí mismo la sustancia que sintetizó; en principio lo encontrarán un poco… ¡ah, ah, ah, ah, Miller, ahí, ah, ahí está! Pase.

Miller entró. Y lo hizo con los brazos abiertos, con una amplia sonrisa en el rostro, y estrechó las manos a todos sin presentación previa.

—Señores, están asistiendo ustedes al nacimiento de una nueva nación, en la planta baja de un nuevo edificio, ¿eh? De hecho, están asistiendo al preparto, en el sótano de ese nuevo edificio, habría que decir. Aquí estamos, unidos para comenzar la tarea de transformar el país, gracias a la polianamina, la nueva maravillosa droga que hace que el cuerpo de cada cual trabaje en favor de uno y no en contra.

Con algún retraso se hicieron las presentaciones. Miller volvió a estrechar con exuberancia las manos de los presentes, resaltó lo cansado que parecía el Primer Ministro y admiró la calidad del traje de Watts-Clinton. Era un hombre alto y delgado, casi tan propenso a las protuberancias óseas como el coronel, con copetes de pelo sobre los dedos y las manos. Tenía alrededor de cincuenta años y contemplaba cadavéricamente el mundo desde el fondo del espeso follaje de sus cejas. Nadie hubiera dicho que era un hombre entregado a la alegría; no obstante, su genialidad fluía por toda la habitación como champagne dentro de una zapatilla.

—El Gobierno está muy interesado en su fórmula, señor Miller —dijo el Primer Ministro—, pero, naturalmente, deberíamos realizar una prueba concluyente de su descubrimiento bajo supervisión adecuada.

Miller hizo un guiño con aire de conspirador.

—Ya está en el bote. Se está usted riendo… ¿Por qué no me deja que le ponga una inyección? ¿Qué le parecería pasar a la historia como Sir Herbert MacClesfield, el sonriente Primer Ministro… no, el ebrio Primer Ministro? No me haga caso, sólo bromeo. Créame, nunca me sentí mejor. ¿Pies planos? Sigo teniéndolos; no me preocupan. ¿Facturas, impuestos? Siguen amontonándose; no me preocupan. Simplemente no permito que los problemas me preocupen, gracias a la polianamina.

—¿Puede usted controlar su obvio entusiasmo lo suficiente, como para decirnos aproximadamente de qué manera trabaja el producto?

—¿Decírselo aproximadamente? Ca, señor, como corresponde a un caballero de la Orden del Imperio Británico, se lo explicaré con cuidado y detalle. Mi receta puede ser aplicada oralmente, o por vía intravenosa, o por inhalación; 10 c.c. son suficientes. ¡Infalible! Garantizado hasta para animar a un cómico de televisión. Sin efectos secundarios. No disminuye la inteligencia… siempre he parecido así de estúpido, ¡ja, ja!

—Tengo que hacerle una pregunta, señor Miller —dijo Watts-Clinton, como si la presentara clavada en su dedo—. Usted está ensalzando mucho este… hmmm, medicamento. Personalmente, le estaría muy agradecido si quisiera explicar cuáles son las diferencias apreciables entre su producto y los tranquilizantes y euforizantes que han existido en el mercado durante años.

Miller apretó las mejillas y la boca, y puso una cara agriada que imitaba las facciones del Secretario de Asuntos Exteriores con un éxito considerable.

—Tengo una respuesta para usted, señor Clotts-Winton… hmm, Witts-Clunt… hmm, Watts-Clinton, que creo que responderá a su pregunta. ¡La polianamina es permanente! No actúa directamente sobre las endocrinas. Va directa al riñón y allí establece un área receptora que comienza inmediatamente a segregar su propia provisión de polianamina. A partir de entonces, el proceso es irreversible. Pasa a formar parte de las funciones naturales del riñón. Sin que se produzca ninguna disminución en sus otras funciones, el riñón continuará segregando polianamina hasta la muerte, y esa polianamina no cesa de actuar sobre las endocrinas. En otras palabras, sólo se necesita una inyección de la solución sintética, para toda la vida.

—Comprendo —dijo Watts-Clinton, esbozando una ligera sonrisa—. Por Dios, Herbert, si eso es verdad…

—Justamente lo que estaba pensando… —dijo el Primer Ministro—. Mañana por la mañana tenemos que presentar a la oposición la segunda parte de la Ley de Pena de Muerte. Si sólo…

Inclinándose un poco, Miller extrajo un pequeño objeto de un bolsillo de su chaleco. Parecía un bulbo de anémona, un cojín con una pequeña púa encima. Era de cristal y contenía un líquido claro.

—Si le entiendo bien, señor, usted necesita unas cuantas docenas de éstos. Si uno se sienta encima, recibe una inyección de polianamina… no hay problema.

El Primer Ministro miró a Watts-Clinton. Luego a Quadroon, y después el dibujo a lápiz de Christie, para volver a mirar otra vez a Miller.

—Esto vale un título —dijo en voz baja. Quadroon se movió desasosegado.

—Dos títulos —corrigió.

—Dos títulos —aceptó el Primer Ministro. Regresaron todos al automóvil. Un grupo de convictos en traje de noche estaban atentos a la voz de Johnny Earthquake.

En el grande y ancho mundo estoy solo,

se fueron y me dejaron a solas.

Estoy llorando a lágrima viva porque soy un adolescente divorciado.

El Primer Ministro miró el lento movimiento de la gris atmósfera que cubría Londres.

—Bonita noche —dijo—. Hermosa noche. El panorama es francamente prometedor.

Al día siguiente, Lady Elizabeth, con un vestido de confección italiana, que la ceñía con exactitud matemática, permaneció en su acogedora habitación en Downing Street mirando pensativa al presentador de televisión.

El presentador, cuyos ojos eran de un azul irreprochable, miró, a su vez, a Lady Elizabeth y dijo:

—… caso de caballos drogados en Newmarket. Ha sido reclamada la presencia de Scotland Yard. Esta mañana, el llamado M. «el Carnicero», Gulliver McNoose, ha sido ejecutado en la prisión de Pentonville. Gracias a la nueva normativa penitenciaria, su novia pudo permanecer con él en la celda de los condenados; estuvieron cogidos de las manos hasta el final, cantando Rock of Ages Rock, la nueva canción religiosa popular, que era la melodía favorita de McNoose. Esperamos poder ofrecerles imágenes en el próximo boletín informativo. Entretanto, esta mañana, la pena capital era debatida en la Cámara de los Comunes.

Mientras desaparecía en fundido el rostro del presentador, aparecía en la pantalla una vista del Parlamento; aquello no le impidió continuar:

«El Gobierno intentaba conseguir que se estableciera la pena de muerte para los huelguistas ilegales, y se esperaba que el proyecto encontrara una fuerte oposición. No obstante, el señor Gaskin, que era quien debía atacar la moción, pareció mostrarse de un humor excepcionalmente genial, según nos informa nuestro corresponsal en Westminster, Geoffrey Dee. Se levantó y dijo que se veía obligado a admitir que las huelgas ilegales eran un poco molestas; añadió que, si el país tenía que ir adelante, era mejor perder a unos pocos. La risa, particularmente en el ala de la Cámara en que se halla el señor Gaskin, se prolongó durante varios minutos, tras lo cual, el proyecto del Gobierno fue aprobado sin más discusión. Su Majestad la Reina, que se encuentra en visita de buena voluntad, en la Isla de Man…»

Lady Elizabeth apagó el receptor. Su rostro no se distendió en una sonrisa.

—No pareces muy satisfecha —dijo poniendo mala cara su hermana Nancy, la honorable señora Lyon-Bowater—. A mí me parece muy divertido. Aunque ya sé que sólo soy una perfecta tonta.

—Claro —asintió Lady Elizabeth. No le gustaban las visitas de su hermosa hermanita menor. Desde un lejano día, aún en edad escolar, en que se habían peleado por un poney palomino, nunca se habían vuelto a mirar cara a cara—. La aprobación de esta ley es un triunfo para Herbert… una recompensa por todo lo que ha luchado. Por desgracia, ha de considerarse como un triunfo menor. Quizá no te des cuenta de ello, Nancy, pero estamos al borde de una tercera guerra mundial.

—Oh, sí. ¿No es terrible? Pero, hay para años, ¿no? Towin siempre habla de eso y de sus horribles acciones pasadas.

Lady Elizabeth se sentó de la manera más grácil en el mismo borde de su meridiana y dijo:

—Nancy, querida, esta vez es bastante distinto. Esta madrugada se ha producido un serio incidente fronterizo en Berlín.

—La política es asunto tuyo, querida, no mío; yo prefiero los chihuahuas.

—Éste es asunto de todos, querida. Recordarás que los alemanes orientales construyeron un muro alrededor de su sector, hace cuatro o cinco años… Tal vez no lo recuerdes. Entonces, en el sector americano se construyó una enorme torre, la torre New Brandemburg. Nosotros proclamábamos que era para una nueva oficina de los Estados Unidos; Alemania Oriental proclamaba que se trataba de una central para espiarles. Como contrapartida, ellos construyeron enormes pantallas detrás del muro, de forma que nadie pudiera ver lo que ocurría en su sector.

—Aunque nadie quería ver lo que ocurría en su sector —dijo Nancy, mientras encendía un cigarrillo con los cuidadosos gestos de un camarero que prepara un crepé suzette en un restaurante de lujo.

—Aunque así fuera, Nancy, las pantallas se construyeron. Las Potencias Occidentales coincidieron en considerar aquello como un gesto agresivo y, conjuntamente, prepararon, un aviso.

—Ah, sí, si lo hacen ellos, es una amenaza; si somos nosotros quienes lo hacemos es un aviso. Hasta ahí entiendo la política.

—Bien, nuestro aviso tomó la forma de una gran estatua, de doscientos cinco pies de alto, que, además, era la más alta del mundo…

—¡Oh, quieres decir Buster!

—Su nombre oficial es la Estatua de la Libertad. Es tan grande que incluso los pobres alemanes orientales pueden verla, especialmente cuando, por la noche, se encienden los ojos de aquélla.

—Es muy bonita, Elizabeth. Towin y yo la vimos cuando estuvimos allí el año pasado; creo que entonces estaban padeciendo una especie de crisis. Estaba preciosa… mucho más que la triste Torre Eiffel, sobre todo con esa absurda corona en la cabeza que decía «Coca-Cola».

—Sí. Las Potencias Occidentales tuvieron, al respecto, algunos problemas entre sí. La crisis a la que te referías estaba causada, desde luego, por los rusos, que insistían en considerar a Buster… hmm, a la Estatua de la Libertad como un acto de provocación. Si entonces no tuvimos una guerra se debió a la intervención personal de Herbert. Cogió el avión y fue a entrevistarse con el Primer Ministro ruso, Nikita Molochev. En lugar de declarar la guerra, Alemania Oriental construyó también una estatua.

Nancy se echó a reír y se puso a toser sobre su cigarrillo.

—Yo también sé algo de eso, querida. En aquella ocasión me hice procomunista. ¡Fue una deliciosa humorada!

—En realidad, Nancy, eres demasiado frívola. No sólo se trata de una estatua que representa a un trabajador muy feo, sino que es más alto que Buster; y domina a Buster con su gesto. Como dijo con mucho acierto el Presidente Kennedson, no sólo es un acto de agresión… sino también una amenaza al espacio aéreo Occidental.

—Al menos fue idea suya llamarle Nikko.

—La noche pasada, Nancy, a las tres, hora de Europa central, una audaz banda de berlineses occidentales hizo volar la cabeza de Nikko con cargas explosivas.

—¡Caramba, nunca lo hubiera creído posible!

—Bien, Nikko perdió la nariz. Todavía no se ha podido calcular la totalidad de los daños; hay noticias confusas. Desgraciadamente, los alemanes orientales y los rusos han decidido considerar este inocente suceso como una amenaza para su seguridad.

—Así que… volvemos a estar al borde de la guerra. Hmmm. ¿Y qué está haciendo al respecto el querido Herbert?

—Está pronunciando un discurso de conciliación en el Guildhall, en el simposio bienal de la Antigua Orden de Cisnes-Altos y Bajos-Plumadores —dijo Lady Elizabeth. Se levantó con una gracia que hacía honor a su esmerada educación y comenzó a pasear por la habitación con aire melindroso—. Lo malo es que está leyendo un discurso que yo le escribí. Incluí en él varios fragmentos de sus antiguos discursos, pero, básicamente, es mío. Siento el futuro del mundo en mis manos… los rusos y los americanos parecen estar ansiosos de que se produzca esa guerra.

—Quizá crean que sería mejor terminar cuanto antes. Para nosotros resulta delicado hablar de ello porque estamos en medio. Bien, querida, tengo que irme. Espero que los Cisnes-Altos ofrezcan a Herbert un buen banquete.

—Desearía no haberte aburrido. Ya sabes, es tan difícil ser una mujer y ocupar un puesto de responsabilidad…

Lady cogió de las manos a su hermana menor y la miró a los ojos.

—Qué suerte que seas una mujer decidida —dijo Nancy desasiéndose y yendo a recoger sus guantes— como lo demostraste hace tiempo con lo de palomino.

Un rumor de voces en el vestíbulo las interrumpió. Lady Elizabeth esbozó una mueca burlona frunciendo el ceño.

—Parece que haya un regimiento ahí fuera.

—¡Un regimiento además de Herbert!

Lady Elizabeth fue a ver qué ocurría. Tarver estaba extrayendo de su abrigo al Primer Ministro; por la emoción de su mirada, ella podía adivinar que le banquete había sido bueno y televisado. Lady Elizabeth conocía la calidad y la abundancia de las bodegas de Guildhall y decidió preparar un café bien cargado. Ralph Watts-Clinton y Lord Andaway, Secretario del Interior, estaban luchando por deshacerse de sus propios abrigos; ambos lucían claramente en las mejillas la enseña de los Cisnes-Ascendentes.

Sorprendentemente, Miller también estaba allí, sonriéndose de cualquier cosa que ocurría. Balanceando una cajita, saludó cordialmente a Lady Elizabeth agitando una mano.

—Aquí tiene Su Señoría a su muchacho errante —dijo—. Me lo encontré en el umbral cuando iba a entregar los comestibles encargados.

—¿Quién es? ¿No encontró la entrada de mercancías? —preguntó la honorable señora Lyon-Bowater, con un tono vaporoso, sotto voce, al oído de su hermana.

Detrás de Miller, alineados como lápidas sepulcrales, había tres hombres de aspecto tenebroso y solemne. En uno reconoció a Bernard Brotherhope, el secretario de la Unión de Trabajadores Eventuales. Con sus collares y su aire de piedad indescriptible era fácil de reconocer a los compañeros de Brotherhope como líderes sindicales. Permanecieron inmóviles, pacientes, erguidos, sin pestañear, con sus sombreros en la mano, en posición de firmes; cuando Brotherhope hizo una inclinación brusca por encima de la cabeza de los otros hacia Lady Elizabeth, a ésta le surgió impertinentemente el recuerdo de una línea de Hilarie Belloc acerca de lo odioso de las Midlands, que son húmedas y desagradables.

—Haga pasar a estos caballeros a la sala de visitantes, Tarver —dijo el Primer Ministro—. En seguida estaré con ustedes. Oh, Miller, le necesito.

—¡Qué dulce es Herbert! —exclamó Nancy desde su rincón, mientras los demás entraban en la habitación de enfrente, ofreciéndose el paso ansiosamente los unos a los otros.

—Oh, estás aquí, Nancy —dijo el Primer Ministro con aire, sombrío.

—Debe resultar divertido ser Primer Ministro. Te encuentras con gente que nunca habrías conocido, ¿no?

—Por cierto, ¿cómo está tu marido? Nancy respondió con desenfado:

—Sigue vivo, supongo.

El Primer Ministro empujó la puerta de la confortable habitación privada y se arrellanó lentamente en la tumbona, dejando que sus pesados párpados se cerraran.

—Ahora te traigo café, querido —dijo Lady Elizabeth—. ¿Para usted también, señor Miller? ¿O no se queda?

Los ojos de Miller se retiraron, como pequeños animalillos, detrás de sus pestañas y se rió admitiendo la derrota.

—Ya sabe, no quiero entrometerme en el círculo de la vieja familia. ¡Es uno de esos círculos en los que nada es bastante para que sea redondo! De todos modos, y como prometí, aquí tengo una dosis de polianamina. ¿Por qué no pincha a su marido? Parece necesitarlo.

—Gracias por su consejo. Tarver le acompañará hasta la puerta.

—Es muy amable por su parte. Debo confesarle que admiro cada vez más esa puerta. Algún día, debería usted ir a ver la mía, Lady Elizabeth.

Cuando pasaba por su lado, pensó por un instante que intentaba besarla. No obstante, se limitó a susurrarle algo al oído. Sus facciones se relajaron; sonrió y meneó la cabeza. Una vez hubo salido de la habitación de puntillas, como un conspirador, Lady Elizabeth fue a arrodillarse junto a Herbert. Sin ser advertida, Nancy fue a ver el contenido de la cajita de Miller.

—¿Cómo fue el discurso, Herbert? —preguntó con ternura Lady Elizabeth.

El Primer Ministro frunció el ceño y se lamentó:

—Ese maldito Oporto… O yo soy demasiado viejo para soportarlo a él, o él es demasiado viejo para que yo lo soporte. Y para colmo, llego aquí y me encuentro con la delegación del Sindicato esperándome. He de entrevistarme con ellos. ¿Dónde está el café?

—Ya está a punto… Ahí lo tienes. Gracias, Jane, yo lo tomaré aquí. ¿Cómo fue el discurso?

Mientras ella comenzaba a servir el café, Nancy dijo:

—No es asunto mío, Herbert, pero ¿podrías acabar con los chicos del Sindicato? ¿Qué sentido tiene ser Primer Ministro si no tienes poder?

—No tiene ningún sentido ni ninguna gracia… —Cogió la taza con manos temblorosas y sorbió el café por entre sus bigotes—. Estamos metidos en un lío, Elizabeth. No puedo comprender cómo he sido tan miope. Esta mañana, nos llevamos el gato al agua con la ley sobre la Pena de Muerte, gracias a la polianamina de Miller, pero naturalmente los sindicatos se nos van a echar encima como fieras. Han amenazado con convocar una huelga general si no nos echamos atrás… Tengo que ver a Brotherhope. El café estaba excelente.

Se atusó el bigote, se levantó y la asió con fuerza por el antebrazo. Lady Elizabeth había aprendido a contener su disgusto ante aquella actitud machista, y se limitó a decir:

—Llévate esta cápsula de polianamina; Miller me lo aconsejó por si acaso tenías problemas. ¿Cómo está tu cabeza?

—Mejor, gracias a tu café, querida. Toma uno tú también.

Guardó la cápsula en el bolsillo, se ajustó la corbata y salió de la habitación.

Elizabeth suspiró profundamente, se pasó una mano por la frente y se volvió hacia su hermana.

—Nancy, tengo que dejarte, a menos que hubieras venido para algún asunto en particular…

—¿Podrías decirme qué es la polianamina?

—Es una especie de tranquilizante; nada especial. ¿Le digo a Tarver que te acompañe? —Volvió la espalda a Nancy y se dispuso a servirse un café.

—¡Por todos los diablos, no, Elizabeth! Vine por algo muy concreto y también puedes oírlo. Quiero, necesito, divorciarme de Towin.

Lady Elizabeth se olvidó del café.

—Pero ¡Towin es el Secretario de Estado del Ejército del Aire!

—No necesito que me recuerdes los peligros del nepotismo.

—El despecho siempre mejoró tus réplicas. Sabes que por ahora no puedes organizar ningún lío en público, Nancy. Sólo faltan dos años para las Elecciones Generales.

—Pueden estar precedidas por el As de Corazones.

—El As de Corazones escandalizaría al público británico menos que una decree nisi ministerial. Tienes algún lío, ¿no?

—¡Cómo adoras tus eufemismos y tus clichés! ¿Cómo, si no, podrías soportar estar casada con Herbert? Vais a hablar de sacar los trapitos sucios en público.

Lady Elizabeth se irguió y dijo, con la glacial cortesía del enfado:

—Estás metida en algún lío, ¿no?

—Sí, lo estoy, si quieres saberlo. Querida, tengo un asunto bastante cálido con un cantante pop llamado Johnny Earthquake.

Se miraron cara a cara, lívidas, con una mezcla de amor y odio semejante a un batido. Finalmente, Lady Elizabeth se volvió y se dirigió hacia la puerta diciendo:

—La cuñada del Primer Ministro liada con un cantante pop. Por menos de esto han caído otros Gobiernos…

Hábilmente, mientras su hermana se daba la vuelta, Nancy destapó una de las cápsulas de polianamina que se había guardado en el bolsillo y vertió su contenido en el café de Lady Elizabeth. Luego se dirigió hacia la puerta. De nuevo se encontraron cara a cara.

—¡Un cantante pop!

—¡Me hace sentir horriblemente democrática! —Con una mirada de enojo, Nancy salió.

Lady Elizabeth permaneció unos minutos en la habitación apretándose las sienes.

Entonces sonó el teléfono.

Cuando respondió, su voz no permitía adivinar sus sentimientos.

Era un joven secretario de un subsecretario, Rupert Peters, que, muy agitado, llamaba de Whitehall. Lady Elizabeth lo conocía bien y lo admiraba; el sentimiento era recíproco… según había constatado ella.

—Ya sé que ésta es una manera horriblemente informal de dirigirme a usted, como sabrá Su Señoría; sólo puedo disculparme porque se trata de una grave emergencia. ¿Me sería posible hablar un instante con Sir Herbert?

—En este momento está con los de los Sindicatos.

—¡Vaya! Bien, escuche, el embajador en Rusia nos ha comunicado desde Moscú algo escabroso. Acababa de recibir una nota muy abusiva de Nikita Molochev. ¡Vamos a estar en guerra antes de la madrugada, a menos que ocurra algo inmediatamente!

—¡Rupert! ¡Pero no ha habido provocación!

—Según el uso contemporáneo del término, no totalmente —Rupert hizo una pausa. Ella percibió su aturdimiento desde el otro extremo de la línea.

—¿Qué quiere decir «no totalmente»?

—Me temo que se trata de esa puntualización de Sir Herbert en el discurso de Guildhall.

Lady Elizabeth sintió que una garra fría con uñas afiladas le apresaba el corazón. Se sentó en el butacón. El café parecía mirarla con frialdad.

—¿Qué puntualización? —se apresuró a preguntar.

—Sir Herbert dijo —y tenga usted en cuenta que hablo de memoria— que después de largas consideraciones había concluido que el Presidente Molochev resultaba una visión desagradable y debía desaparecer.

Ella hizo un ruido inarticulado con la garganta.

—Hay que admitir que no ha sido la declaración política más diplomática del año —dijo Rupert—. Como le digo, parece que en el estado de tensión en que se encuentra el mundo, esto podría precipitar las hostilidades, de no ser que se retracte rápidamente o varíe la declaración. Me gustaría preguntarle a Sir Herbert si debemos ofrecer un rotundo mentís a los rusos. ¿Sería usted tan amable, en vista de la emergencia del asunto, Lady Elizabeth, de liberar al Primer Ministro de los representantes del Sindicato?

Pálida y horrorizada, Lady Elizabeth se recostó en el asiento. En su mente se reprodujeron con toda claridad las páginas mecanografiadas del discurso que ella había preparado para el Guildhall. La página cinco, que trataba de la cuestión de Berlín, había llevado al Primer Ministro a decir que, tras una detenida consideración, había llegado a la conclusión de que el Presidente Molochev tenía una lógica histórica, pero no una lógica contemporánea, en su demanda de un tratado de paz para Alemania del Este. Esa pequeña idea había sido obliterada en párrafos sucesivos, en los que, al final de la página, había introducido una referencia a las estatuas de Buster y Nikko. Acerca de ellas, el discurso sólo decía que las dos figuras resultaban —y aquí uno pasaba a la página siete— una desagradable imagen que debía desaparecer.

Sin la menor duda, Lady Elizabeth comprendió lo que había ocurrido. En el trajín de vinos y comidas de Guildhall, a Herbert se le había caído la página seis, y había leído sin percatarse de la omisión.

—Lady Elizabeth, ¿podría usted avisarle?

La lejana voz de Rupert la volvió a la realidad.

—Espere un momento —dijo ella.

Con decisión, se levantó y fue en busca de su marido. Al pasar junto al hediondo daguerrotipo de Gladstone, Lady Elizabeth oyó cantos —¡cantos en el 10 de Downing Street!—, pero ya nada la sorprendía. Abriendo la puerta frontal del estudio, descubrió a Brotherhope que rodeaba con sus brazos a sus dos ayudantes. Llevaban los sombreros ladeados, y ejecutaban con energía algunos pasos de su propia versión de Rule, Britannia.

Eso no era todo. El Secretario de Asuntos Exteriores y el Secretario del Interior estaban dirigiendo el trío, cantando en coro, a voz en grito.

Doce peniques hacen un chelín;

dieciocho hacen uno y seis, y veinticuatro hacen dos.

Ningún Mercado Común dominará al hombre común

mientras con dos chelines nos emborrachamos por el país…

No quiero decir quizá…

Nos emborrachemos por el pa-i-i-i-ís.

Rápidamente volvieron a comenzar sus cantos; nadie prestó atención a Lady Elizabeth, excepto Watts-Clinton que le dirigió una mirada sugestiva. El Primer Ministro estaba sentado junto al bufet de las bebidas, con gesto de abandono, y emitía una risa inconsciente; con un verdadero torrente de simpatía, Lady Elizabeth pensó que allí estaba aquel hombre que había tenido el empuje de la grandeza. Ella le hizo señas y él se le acercó inmediatamente.

—Se acabaron las huelgas —dijo él, mientras salían al pasillo cerrando la puerta tras ellos—. ¿Sabes qué me dijo Brotherhope?: «Entre nosotros, he de decirle que estoy más interesado en el poder que en la gloria». Todo lo que tuve que hacer fue verter polianamina en el coñac.

—Pero, Herbert, ¡también le has dado a Andaway y a Watts-Clinton!

—Lo siento, era una emergencia. Tuve que verter eso en una jarra. Por supuesto yo no bebí. Es una pena por Ralph, pero, después de todo, él es feliz; no tiene preocupaciones, mientras que nosotros tenemos demasiadas.

—No lo sabes bien, querido.

—Se me ha ocurrido que lanzando polianamina pulverizada sobre Londres y otras grandes ciudades podríamos enfrentarnos a las próximas elecciones con ecuanimidad; di las instrucciones oportunas a Miller. ¿Se ha ido el muchacho?

—Sí, y nosotros tenemos problemas, Herbert. La Embajada Británica en Moscú está en un apuro —y le contó lo que había ocurrido.

—¡Dios mío! —dijo él. Inmediatamente se dirigieron al despacho; la versión jazzística de Rule, Britannia quedó silenciada cuando Lady Elizabeth cerró la puerta. El Primer Ministro se hundió en la butaca más próxima y quedó con la vista perdida en el café de Lady Elizabeth.

—¡Qué horrible fatalidad! Sabes, ahora que lo dices, recuerdo que se me cayó algo justamente cuando me levanté para pronunciar el discurso. Debió de ser la página seis, que cayó debajo de la mesa.

—¡Si te hubieras tomado la molestia de leer el discurso antes!

—No tuve tiempo.

—¿No te diste cuenta de lo que estabas leyendo?

Él se cubrió la cara con las manos. A través de los claros de su cabello cano, ella vio pecas en su cuero cabelludo.

—Ya sabes lo que ocurre después de una comida pesada… Creo que leía como un autómata… aunque recuerdo cómo todos aplaudían y reían de un modo inesperado… ¡Oh, mi país!

Lady Elizabeth sólo sintió compasión y le dio unos golpecitos en el hombro.

—Será mejor que hables con Rupert Peters. Todavía no está todo perdido.

—¿Cómo puedo presentarme a alguien después de haber cometido semejante locura?

—Es tu deber —dijo ella. Cogió el teléfono de la mesa que estaba junto a ellos.

—Rupert, ¿sigue ahí?… ¿Rupert?… ¿Whitehall? Me parece que ha colgado. Oh, hola, Rupert; creía que había colgado.

La voz del joven secretario sonaba con una nueva nota de tensión.

—Lady Elizabeth, me temo que la situación es más desesperada de lo que creíamos. Nos han cortado la comunicación con la Embajada de Moscú; no hay línea. Lo último que supimos es que habían rodeado el edificio y se disponían a asaltarlo. Mientras, el Kremlin ha conectado con nosotros por otra línea. ¿Está ahí Sir Herbert?

—Sí, está aquí, ahora se pone al aparato.

—Por favor. Dígale que le voy a poner directamente con Zagravov, Diputado de Molochev. Ese hombre es de temperamento encendido y denuncia que Sir Herbert ha cometido un acto personal de burla, casi equiparable a una declaración de guerra. Hágale saber a Sir Herbert que Zagravov necesita ser tratado con mucha destreza y delicadeza.

—Ya comprendo.

Su rostro estaba pálido cuando se volvió hacia Sir Herbert que acababa de apurar su taza de café frío.

—Con esto me siento un poco más animado —dijo.

—Te hará falta —con gesto serio le explicó lo que había dicho Rupert. El Primer Ministro se levantó y comenzó a pasear por la habitación, mientras escuchaba. Ella añadió al terminar:

—Con el mayor tacto posible, tienes que explicarle a Zagravov lo de la página seis.

Quedó sorprendida cuando el Primer Ministro se echó a reír.

—Todo eso es terriblemente divertido —dijo él—. ¡Y, después de todo, el Presidente Molochev es una persona desagradable y debería ser eliminado! Esos miserables diplomáticos no tienen sentido del humor. Pásame ese teléfono. Voy a intentar que ese viejo Zagravov comprenda que todo es una broma pesada.

—¡Herbert!

Lady Elizabeth quedó horrorizada cuando el Primer Ministro, sonriendo abiertamente, cogió el teléfono y comenzó a explicar a Moscú todo lo que pensaba acerca de los estadistas rusos.

Nancy, la honorable señora Lyon-Bowater, segunda esposa de Towin, el Honorable Lord Lyon-Bowater, Secretario de Estado del Aire, abrazaba vigorosamente a Johnny Earthquake mientras un taxi los conducía a través de las calles mal iluminadas, hacia el sur de Londres.

—¿Cómo estuvo el espectáculo, cariño? —preguntó él al final, luchando por respirar.

—Estuviste estupendo, Johnny. Teenage Divorcee resultó absolutamente trepidante, si ésa es la frase.

—¡Todo el mundo estaba lanzado! ¿Crees que ese nuevo número, Everloviri Friendship, va a ser un éxito?

—Producirá un verdadero estruendo, Johnny, con la fuerza que tú le das. Por un momento creí que ibas a hacer estallar la sala.

Mientras discutían acerca de asuntos de arte, llegaron a uno de los sectores más respetablemente aburridos de Croydon. Johnny saltó fuera del taxi y le dio al taxista un par de billetes del montón de libras que llevaba. Nancy permaneció perpleja: le resultaba fascinante que él nunca pensara en abrirle la puerta; qué maravilloso, reflexionó, ser tan natural.

El padre de Johnny Earthquake, el señor Ian Quaker, regentaba una farmacia especializada, si había que juzgar por lo que había en el escaparate, en grandes botellas y paquetes muy pequeños. Mirando a través del cristal, pudieron ver la tonsura del señor Quaker meneándose en el diminuto dispensario.

Por la puerta trasera entraron a la sala de estar, cuyo centro estaba ocupado por un armario de colores. La señora Quaker, segura de la fortaleza de sus músculos, entró de la cocina y les lanzó una mirada escudriñadora a todos; luego les saludó bastante civilizadamente.

—La primera vez que te vemos esta semana —dijo.

—Ya sabes lo que ocurre, mamá. Mi agente publicitario insiste en mantener la leyenda de que soy el hijo de un cocinero de barco que vive en el East End. Es bueno para las ventas. Si mis seguidores descubren que, en realidad, soy un respetable chico de clase media, todo se irá al agua.

—¿Qué tiene que ver todo eso con venir a casa?

—Tengo que cuidar mi reputación. Sólo puedo venir cuando nadie me vea.

La señora Quaker sollozó.

—Ha venido esta noche, señora Quaker —dijo Nancy.

—Sí, eso me alegra. Será mejor que tomemos un jerez, ¡Ian! ¡Ian! Tu padre habrá salido.

Rodeó el armario, se detuvo junto a él y comenzó a escudriñar entre una selección de botellas; una a una, las fue sacando y mirando a contraluz. Su potencial alcohólico, a juzgar por la expresión de la señora Quaker era catastróficamente pobre.

—En realidad, veníamos para que el señor Quaker nos analizara un líquido —dijo Nancy—. No se preocupe demasiado por la bebida, gracias.

La conversación, si ésa no es una palabra demasiado grandilocuente para un cambio de impresiones, fue interrumpida bruscamente por una humeante lámina de formica. Surgió de la tienda como una exhalación y fue a estrellarse contra uno de los paneles del armario, al tiempo que tras ella aparecía el señor Quaker sofocado, quien comenzó a aporrear los bordes del panel como si su vida dependiera de ello.

—Ya sé lo que he de hacer si esta vez no se endereza —dijo con tono pesimista. Su rostro era adecuado para expresar el pesimismo. Su escaso cabello, que dejaba generosamente descubierto su cuero cabelludo, parecía influir en sus facciones: su boca, su bigote, su nariz y sus ojos eran los más pequeños que uno puede imaginar. Todas esas facciones estaban congregadas en el centro de su rostro, en una expresión lóbrega que no quedaba mitigada con la presencia de Johnny y Nancy.

—¿Tú aquí? ¿Sigues liándote con mujeres casadas, un chaval como tú? Deberías estar aprendiendo un oficio, muchacho, como yo lo hice, y no perder el tiempo cantando pop y grabando discos. ¿Me puedes imaginar frente a un micrófono? ¿Puedes?

—No, no puedo —dijo la señora Quaker en tono afable, salpicando jerez—. Y no te metas con el pobre muchacho cuando acaba de llegar.

—¿Qué está usted haciendo, señor Quaker? —preguntó Nancy.

—¿Haciendo? Estoy chapando ese armario, eso es lo que estoy haciendo. Hoy en día nadie quiere esos muebles de nogal. No sé si usted tendrá vista para esas cosas, pero, si consigo pegar esas chapas, quedará estupendo. La cola es una mezcla mía.

—Veníamos por si podía analizarnos una cosa. Es un líquido —Nancy sacó una de las cápsulas de polianamina que había cogido cuando su hermana se había vuelto de espaldas.

—¿Qué es eso? ¿De dónde lo sacó? —los ojos del señor Quaker bizquearon cuando levantó la cápsula para contemplarla a la luz.

—No sabemos qué es, pero se llama polianamina y la encontré en el 10 de Downing Street.

El padre y la madre se miraron con suspicacia. Si algo lamentaban más que la relación de Johnny con Nancy, era la relación de Nancy con el Gobierno.

—Está bien, es inofensivo —dijo Nancy sonriendo—. Alguien había sugerido que el Primer Ministro tomara un poco para animarse, pero hacían tanto misterio en torno a ello que creí que debía saber de qué se trataba.

—¡Diez de Downing Street! —dijo el señor Quaker, en un tono que la prensa nos habría referido como susurrante. Seguía contemplando la cápsula a la altura de los ojos, y luego se dirigió hacia la tienda. Adelantándose a su salida, la lámina de chapado comenzó a despegarse del armario.

—Bueno, al menos contactamos con el mundo —dijo la señora Quaker—. ¡Diez de Downing Street! ¡Eso me gusta!

Sirvió más jerez y, durante el siguiente cuarto deshora, les entretuvo con una explicación detallada de las desventuras matrimoniales de su dentista. Pero Nancy estaba entretenida en pensar lo que, empleando las peores palabras, podría calificarse de nuevos y malos tiempos; durante toda su vida había disfrutado siendo perversa, y no intentaba sentirse arrepentida de esa última perversidad que había cometido hacía unas horas; pero comprendía que, habiendo despechado a su hermana, Lady Elizabeth, sólo se había buscado problemas en el futuro… y además no sabía de qué manera habría afectado a Lady Elizabeth aquel café.

Se excusó y se deslizó a la trastienda de la farmacia para telefonear, y marcó el número de la línea privada del 10 de Downing Street.

Pasó un buen rato hasta que Tarver, muy inquieto, lograra hacer que se pusiera al aparato la no menos inquieta Lady Elizabeth.

—No puedo hablar contigo ahora, Nancy. Herbert se encuentra en un estado terrible.

—¿Muriendo?

—No, por desgracia nunca lo había visto más animado. No sé cómo, pero ha tomado la horrible droga llamada polianamina, y nadie puede…

—¿Tú estás bien?

—Claro que sí, pero estoy inquieta, Nancy, ¡muy inquieta! No puedo quedarme aquí hablando contigo. Herbert ka insultado a Molochev y, a menos que le presente una retractación completa mañana a las dos de la madrugada —seis de la madrugada en Moscú— van a declarar la guerra a Gran Bretaña.

—¡Elizabeth!

—¡El mundo se está volviendo loco! No puedo seguir hablando. Dios te bendiga, Nancy, ocurra lo que ocurra.

La línea quedó cortada.

Acababan de sonar las diez. Los bares estarían cerrando.

Con el rostro totalmente pálido, Nancy, con la mirada perdida, permaneció inmóvil en la oscuridad de la tienda. Lentamente colocó el auricular en su sitio. Y todavía pálida, volvió con paso lento a la sala de estar… donde se encontró con su marido. Lord Lyon-Bowater.

Acompañándolo, en pie junto al armario como un centinela junto a su garita, había un hombrecillo enfundado en una gabardina.

—Ahí la tiene, señor. Es ella —dijo aquel individuo a Lord Lyon Bowater.

—¿Cree usted que tengo alguna duda? Nancy, te hemos estado siguiendo: te vimos a través de la ventana. ¿Qué dices en tu defensa?

—¡Oh, Towin! —dijo rompiendo a llorar. Y mientras sollozaba, vio cómo Johnny intentaba echar a los intrusos; la manga de su chaqueta de satén claro asomó por el armario.

Cinco minutos después, Nancy había controlado sus nervios lo suficiente como para contar su aventura a un público perplejo, a su marido, al detective privado, a la señora Quaker, y a Johnny. Todos ellos escucharon sus explicaciones en silencio; la señora Quaker fue la primera en hablar.

—¡Guerra! Entonces llega, por fin… ¡lo que nosotros, gente inocente, hemos estado temiendo desde la última! —exclamó la señora Quaker.

—Esta vez Inglaterra no tiene ninguna posibilidad —dijo el detective, agarrando su cinturón como para asustar a un enemigo invisible—. Va a ser el final de la mayor parte de nosotros.

—Tonterías —dijo Lord Lyon-Bowater, pero el comentario del detective había producido una estruendosa carcajada. Todos se volvieron para mirar cómo el señor Quaker entraba a trompicones por la puerta. Señaló a Nancy, agitando el dedo índice con alegría, con sus diminutas facciones concentradas en medio de la convulsa área de sus mejillas.

—Eso es lo más divertido que he oído en muchos años, Nancy. Verdaderamente divertido. No puedo recordar la última vez que me reí tatito. Nos hemos pasado años hablando de cuánto nos gustaría decirle a Molochev lo que pensamos de él; resulta increíble que haya sido el Primer Ministro quién finalmente se lo haya dicho. ¡Por todos los diablos, es realmente fantástico! Realmente… sólo se trata de unas cuantas bombas «H». ¡Viva la libertad de expresión!

Johnny lo agarró por los hombros y lo sacudió.

—Vamos, padre, compórtate. No es una broma y tú lo sabes. Estás histérico.

—Oh, no, no estoy histérico, mi querido y divorciado joven. Sólo me he limitado a probar esa solución que tu hermosa acompañante me dio para analizar, y, créeme, es una verdadera cura para cualquier tipo de pena. —Y se abandonó a un ataque de risa. Johnny le abofeteó.

La risa cesó, pero el señor Quaker dijo amablemente:

—Has hecho eso porque eres un infeliz y estás asustado…

—Claro que estoy asustado…

Entretanto, Lord Lyon-Bowater había salido de su ensueño. Volvió a ponerse el sombrero, cogió el bastón y los guantes, y se echó su perilla hacia delante.

—No puedo permanecer aquí por más tiempo. Mi puesto está en el Ministerio del Aire. Todas las fuerzas defensivas del país deben ser movilizadas inmediatamente. Nancy, sería conveniente que vinieras conmigo. Pero Johnny Earthquake se adelantó.

—Si quiere defender el país, Sir, ahí tiene la solución ideal —dijo con excitación—. Eche esa droga sobre Rusia, sobre Moscú, y los tendrá a todos ellos más felices que grillos. Con eso salvaría a todo el mundo sin perjudicar a nadie.

—¡Oh, el chico ha tenido una buena idea! —exclamó su madre.

—¡Es una idea maravillosa! —exclamó Nancy—. ¿Qué te parece, Towin?

El Secretario de Estado de la Sección Aérea miró su reloj.

—¿Dónde podemos conseguir sustancia de ésta?

—Nos la puede proporcionar un hombre llamado Miller —dijo Nancy—. Vive… bueno, según la etiqueta de su cajita, en la cárcel de Pentonville.

—¡Mark Miller! —exclamó Johnny—. Me lo presentaron ayer noche cuando actuábamos en Pentonville. Yo sé donde está su laboratorio. ¡Vamos! ¿Qué estamos esperando?

El Lord lo miró fijamente. Luego le cogió por el hombro en señal de asentimiento.

—¡Por San Jorge! ¿Por qué no? Johnny, muchacho, tienes razón. Tú y Nancy vais y reunís tanta droga como podáis y me la lleváis al Ministerio del Aire. Yo estaré comprobando que el misil tierra-aire esté listo. Podemos meter la solución en la punta y hacerla estallar sobre el Kremlin. ¡Adelante!

—¡Hasta ahora! —dijo Johnny, cogiendo la mano de Nancy; la arrastró hacia la puerta, despidiéndose de su madre con un gesto. El Lord y el detective, que seguía acompañándole, salieron inmediatamente después. En un minuto, el señor y la señora Quaker se habían quedado solos.

—¡Si al menos llegaran a tiempo! —dijo la señora Quaker. Le temblaban las manos. Se volvió decidida hacia el jerez.

—¡El viejo armario parece que ya haya recibido una bomba «H»! —dijo el señor Quaker. Y se echó a reír de nuevo.

Una semana después, Joseph Kennedson, Presidente de los Estados Unidos de América, hizo su histórica visita a Gran Bretaña. Durante sus dos días de estancia en Chequers, ella y Lady Elizabeth MacClesfield se sentaron en el Salón Verde para ver en la pantalla de un monitor cómo Sir Herbert, que estaba en la habitación contigua, mantenía un inenarrable intercambio de insultos, ante las cámaras de televisión, con Nikita Molochev en Moscú. El espectáculo tuvo un fallo parcial, pues hubo de ser interrumpido antes del final porque tanto Molochev como Sir Herbert se habían echado a reír de un modo que impedía continuar.

—¡Oh, qué maravilloso es esto! —exclamó Lady Elizabeth—. Ahora, Joseph, puedes comprender por qué se evitó la guerra. Desde el momento en que nuestro misil estalló sobre Moscú, los rusos han estado demasiado preocupados en ser felices como para pensar en la guerra.

—Lástima que ese joven Johnny Earthquake prendiera fuego al laboratorio de Miller, porque, al quedar destruidas todas las notas, nunca podremos volver a sintetizar polianamina.

Lady Elizabeth se echó a reír de nuevo.

—¿Qué importa? Funcionó. En Pentonville tuvieron una maravillosa hoguera.

El Primer Ministro entró. Sólo vestía camiseta y pantalón, y se estaba secando con una toalla.

—¡Uf! ¡Qué calor hacía debajo de esos reflectores! —exclamó, sonriendo al Presidente—. Hablan de labores mal pagadas, ¿qué nos costó a los Torys?

—Estuviste estupendo, querido —dijo Lady Elizabeth riendo y besándole—. Tendrías que estar en Televisión.

—Ya pensaré en ello, cariño. Primero hemos de ver cómo van las elecciones, ¿verdad, Joseph?

Cuando los MacClesfields se hubieron desfogado, el Presidente dijo:

—Hay un punto de este asunto que me interesa. La felicidad es un estado muy deseable, aunque uno no haya tomado polianamina voluntariamente; es curioso, ¿verdad?

—Ninguno de nosotros quiere cambiar… sólo algún pequeño cambio…

—Quería decir que no sabía —en fin, el resto del mundo no sabe— si envidiarles o no.

El Primer Ministro alzó las cejas hacia su pelo ralo.

—Pronto lo sabrá.

—¿Qué quiere decir?

El Primer Ministro y su esposa se echaron a reír de nuevo.

—Desde luego que no ha podido oír hablar de ello… nosotros lo descubrimos ayer —dijo Lady Elizabeth—: los efectos de la polianamina no sólo son irreversibles: son contagiosos e infecciosos.

El Presidente se quedó perplejo mirando la boca abierta de Lady Elizabeth. Se rascó la cabeza y luego sonrió. Después, también él se echo a reír.

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