martes, 14 de julio de 2020

Arena, de Francisco Urondo

 


Aquellos vascos nunca terminaban de despedirme. Primero, las vueltas de campari, después el vino durante el almuerzo y, por último, el cognac de la sobremesa. Me había estado alojando una semana en el hotel de los vascos, que me apreciaban a pesar de que eran agrios e intolerantes. Es más, podíamos asegurar que ya éramos algo así como amigos; en realidad sería más justo pensar en compinches, en camaradas.

Mientras tomaba el último cognac, antes de irme, pensé que seguramente volvería por esa ciudad perdida en el oeste de la provincia, rodeada de límites, casi integrada a los territorios de Santa Fe, o de Córdoba, o de La Pampa; diluida, como se diluye el tiempo en las conversaciones alentadas por el ocio.

Faltaban pocos minutos para que saliera mi tren y dudaba seriamente de que pudiera alcanzarlo, pese a que mi valija no era demasiado grande y la distancia hasta la estación, muy corta.

—Que lo acompañe el chico —propuso uno de los vascos.

—Lleva la valija del señor: ¡a moverse! —completó el otro: eran hermanos.

—¿Salgo ya? —consultó «el chico», un adolescente de catorce años.

—Espéralo… No sea que se pierda, o que tropiece. Rieron con ganas; incluso yo, que en ese entonces era muy susceptible. Pero en este caso no tenía motivos de prevenciones: si bien era cierto que podía caerme o extraviarme, también lo era que cualquiera de los presentes en aquella sobremesa, podían sufrir ese trance ya que habíamos bebido regular, prolijamente, porciones iguales y abundantes de alcohol durante tres horas.

Liquidamos la última copa, nos abrazamos, nos juramos amistad eterna y nos despedimos sin saber que lo hacíamos para siempre; que nunca volveríamos a vernos. Al salir a la calle tomé conciencia de todo el alcohol que tenía encima. Era muy difícil caminar; las veredas estaban pesadas, opacas, llenas de pus; era el interior del absceso de una picadura.

Penosamente llegué a la estación precedido por «el chico». A cada rato se detenía para constatar de que aún lo estaba siguiendo. Y lo seguía. A duras penas, tropezando un poco. Cuando llegamos, el tren estaba a punto de salir.

«El chico», algo apremiado porque el tren ya atrancaba, tiró mi valija sobre la plataforma y me empujó hacia arriba. La situación era desairada, pero comprendí que «el chico» procedía esa manera, no con el afán de humillarme, sino para que pudiera viajar en ese bendito tren. Una vez que estuvimos arriba, nos empujó, a mí y a la valija, tirando a esta sobre el portaequipaje y dejándome caer a mí sobre el asiento.

El vagón estaba lleno de gente, y creo que no logré pasar desapercibido: vi que comentaban algo, mirándome.

Sin embargo no llegaba a entender lo que decían; pensé que hablaban en otro idioma —un tren de extranjeros, un touring—, o con un volumen de voz demasiado bajo, que yo no alcanzaba a escuchar —un vagón de susurrantes—; hasta que alguien sentado frente a mi asiento, se inclina para decirme algo que tampoco logro entender, aunque pueda descubrir, inmediatamente después, una mirada de complicidad sobradora, entre él y su vecina, cuando ya había desistido en su intento de comentarme vaya a saber qué cosa. Su acompañante era una mujer gorda; su mujer, seguramente. Qué sería de mi mujer, y de nuestra hijita.

Mi viaje era corto: un trecho entre dos estaciones; dos horas de viaje, más o menos. Seguramente ya habíamos ingresado a La Pampa; lo suponía por los médanos, sabía que en esta provincia había mucha arena, como en los desiertos.

Quise leer, pero las letras saltaban como pulgas y resolví guardar el libro en el bolsillo de mi sobretodo. Tenía miedo de dormirme y seguir de largo y aparecer en otra provincia, por San Rafael, o en cualquier otro lugar de Mendoza. Descartaba la posibilidad de conversar para mantenerme despierto; era imposible, nunca hubiese llegado a saber qué me decían o contestaban.

Pese a los esfuerzos, me quedé dormido cuando justamente andaba en eso de no dormirme. Me desperté zamarreado sin mayores consideraciones: «Aquí se tiene que bajar». Era el guarda. Los pasajeros volvieron a mirarme, a comentar entre ellos. Sin lugar a dudas reprochaban mi situación, casi indignados al ver que no podía bajar mi valija del portaequipaje, y que debía ayudarme el guarda.

Un momento después, estaba solo en el andén desierto de un pueblito que no conocía. Crucé la calle, en dirección a un hotel ubicado frente a la estación y que pude ver desde donde estaba. La recepción era un almacén de piso de madera que crujía bajo mi peso.

Sombríamente, me recibió una mujer. Como no le decía nada, debió preguntarme si andaba buscando alojamiento y, como tampoco le contestara, me dijo, con bastante furia, que estaba todo ocupado y que me fuera al otro hotel del pueblo, que quedaba a unas cuadras de allí yendo por la calle principal y doblando unos metros. Yo no sé por qué no podía hablar, pero de todos modos me alegraba entender lo que me decían, después de haber estado durante dos horas rodeado de extranjeros en aquel vagón.

Caminé por la calle principal y, de tanto en tanto, me detenía a retomar aliento, a cambiar la valija de mano. La poca gente con la que me crucé, se apartaba para no atropellarme; mi trayectoria era en verdad desconcertante, hasta para mí, aunque no lo advirtiera y, mucho menos, pudiera controlar la dirección de esa marcha forzada. Una liebre pasó corriendo en línea recta por el medio de la calle, hasta donde esta terminaba, perdiéndose en el campo.

En el otro hotel, tampoco pude hablar, pero la patrona se dio cuenta y agarrándome de un brazo, cargó la valija y nos llevó, a los dos, hasta una pieza. Dijo que enseguida arreglaría el cuarto y salió dejando la puerta abierta.

Estaba terriblemente cansado. El día anterior, a esa misma hora, había hablado por teléfono con mí mujer: «Hola, hola: ¿qué tal? Sí, soy yo; ¿todo bien? ¿La nena bien? Ninguna novedad, te hablo la semana que viene». Eso había sido todo. La primera noche que estuve sin ella, al comenzar ese maldito viaje, había soñado. En realidad era más que un sueño, era una alucinación: allí estaba su cuerpo que me hablaba y podía tocar.

En la pieza, los relieves del techo estaban deteriorados; más allá el patio, cajones vacíos, la puerta trémula del excusado. En mi habitación había dos camas de bronce con los colchones arrollados sobre las cabeceras. El cotín lleno de manchas, como la mesa de luz.

Hacía casi un mes que andaba viajando y la noche anterior, en ese prostíbulo, la pelea con una mujer que me lanzó, infructuosamente, dos o tres arañazos, me terminaron de agotar. Las mujeres de los viajes: qué caras tendrían realmente, sucedidas, en poco tiempo, unas por otras, superpuestas casi, vistas siempre con los ojos del alcohol y del cansancio. Y los alcahuetes de los hoteles: el sereno que consigue alguna mujer que uno recorre a lo largo de la noche y de su cuerpo, haciéndose ilusiones de que es la mujer que ama.

Decidí no esperar que regresara la dueña y arreglara el cuarto; me tiré nomás sobre un elástico, apoyando la cabeza en el colchón arrollado. Ni siquiera me saqué el sobretodo, tampoco los guantes.

El sol, enclenque, hemofílico de ese invierno, iba descendiendo. Recuerdo borrosamente que algunos se asomaban a la puerta observándome, para luego irse silenciosamente. Después venían otros. No sé si dormía, o deliraba. Si tenía fiebre o estaba borracho.

Era una mala época aquella. Triste y solitaria. Esa tarde, por ejemplo, no sabía cómo reaccionar. Por más esfuerzos que hice, por más recursos que intenté, no podía sacudir mi postración. Pensaba, tratando de concentrarme en la idea, en fijarla: «Tengo que esperar; esperar que se me pase».

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