miércoles, 22 de julio de 2020

Quedan Liberados, de Joe Hill

 


GREGG HOLDER, CLASE PREFERENTE

Holder va por su tercer whisky y aguanta el tipo ante la mujer famosa que ocupa el asiento contiguo cuando todos los televisores de la cabina se funden en negro y en las pantallas aparece un aviso en letras mayúsculas blancas. MENSAJE A BORDO EN EMISIÓN.
De la megafonía brota un siseo de estática. El piloto tiene una voz joven, la voz de un adolescente inseguro que se dirige a una multitud en un funeral.
—Amigos, les habla el comandante Waters. He recibido un mensaje de nuestro equipo de tierra y, tras meditarlo, me parece apropiado que se lo transmita. Se ha producido un incidente en la base de las fuerzas aéreas de Guam y…
El mensaje se corta. Un largo silencio crea un cierto suspense.
—… me han dicho —prosigue Waters de repente—, el Mando Estratégico ha perdido el contacto con nuestras fuerzas allí y con la oficina del gobernador regional. Se han recibido informes desde la costa de… de que se ha visto un destello. Algún tipo de destello.
Holder se aprieta inconscientemente contra el asiento, como en respuesta a una turbulencia. ¿Qué coño significa eso de que «se ha visto un destello»? ¿Un destello de qué? En este mundo, pueden verse destellos de muchas cosas. El destello de una pierna bajo una falda. El destello del billetero de un derrochador. El destello de un relámpago. El destello de toda una vida que pasa ante tus ojos. ¿Puede destellar Guam? ¿Una isla entera?
—Pero hable claro, por favor. Un misil nuclear —murmuró la famosa sentada a su izquierda con aquella voz suya tan educada, adinerada, melosa.
El comandante Waters continúa:
—Siento no saber más y que lo poco que sé sea tan… —Su voz se extingue poco a poco.
—¿Sobrecogedor? —sugiere la famosa—. ¿Descorazonador? ¿Desalentador? ¿Devastador?
—Preocupante —concluye Waters.
—Estupendo —dice la famosa, con cierta insatisfacción.
—Es lo único que sabemos por ahora —dice Waters—. Les daremos más información conforme la recibamos. En estos momentos volamos a once mil metros y estamos a mitad de trayecto. Deberíamos aterrizar en Boston un poco antes de la hora prevista.
Se oye un sonido áspero y un clic agudo y en los televisores se reanudan las películas. En preferente, la mitad de los pasajeros están viendo el mismo film de superhéroes, al Capitán América lanzando su escudo como un disco volador de filo metálico, liquidando criaturas grotescas que parecen haber salido arrastrándose de debajo de la cama.
Una niña negra de unos nueve o diez años que está sentada al otro lado del pasillo mira a su madre y dice, con una voz que se proyecta lejos:
—¿Dónde está Guam exactamente?
El hecho de que haya usado así la palabra «exactamente» produce un cosquillo en Holder, por su tono profesoral, tan impropio de un niño.
La madre de la niña dice:
—No lo sé, cariño. Creo que está cerca de Hawái.
No mira a su hija. Movía los ojos de un lado a otro, con expresión desconcertada, como si leyera un texto invisible para obtener instrucciones: Cómo hablar de un incidente nuclear con tu hija.
—Está más cerca de Taiwan —dice Holder, inclinándose hacia el pasillo para dirigirse a la niña.
—Al sur de Corea —añade la mujer famosa.
—Me pregunto cuánta gente vivirá allí —dice Holder.
La celebridad arquea una ceja.
—¿Se refiere a ahora mismo? Según las noticias que acabamos de oír, me atrevería a decir que muy poca.
ARNOLD FIDELMAN, CLASE TURISTA
El violinista Fidelman tiene la impresión de que la adolescente sentada a su lado, muy guapa y de aspecto muy enfermizo, es coreana. Cada vez que se ha quitado los auriculares —para hablar con un auxiliar de vuelo o para escuchar el reciente aviso— ha oído lo que parece música K-Pop brotando de su Samsung. Durante varios años, el propio Fidelman estuvo enamorado de un coreano, un hombre diez años menor que él, que disfrutaba leyendo cómics y tocaba una brillante aunque quebradiza viola, y que se suicidó plantándose delante de un tren de la Línea Roja. Se llamaba So, como cuando uno dice «¡so!» o «so cabrón» o «so pena de». El aliento de So siempre olía a dulce, como a leche de almendras, sus ojos eran siempre tímidos y le incomodaba ser feliz. Fidelman nunca lo había creído una persona deprimida hasta que saltó como un bailarín de ballet al camino de una locomotora de cincuenta y dos toneladas.
Fidelman quiere consolar a la chica y, al mismo tiempo, no desea contribuir a su ansiedad. Entabla una lucha mental sobre qué decir, si es que pronuncia algo, y al final la empuja suavemente. Cuando ella se quita los auriculares, él pregunta:
—¿Necesitas beber algo? Me queda media lata de Coca Cola que no he tocado. No tiene gérmenes, he utilizado el vaso.
La chica le dirige una sonrisilla asustada.
—Gracias. Tengo un nudo en las entrañas. —Coge la lata y toma un trago.
—Si tienes el estómago revuelto, el gas te vendrá bien —asegura él—. Siempre he dicho que, en mi lecho de muerte, lo último que quiero probar antes de abandonar este mundo es una Coca-Cola fría. —Fidelman ha repetido esto mismo muchas veces antes, pero en cuanto las palabras le brotan de la boca, desea poder recuperarlas. En estas circunstancias, le parece un comentario bastante desafortunado.
—Tengo familia allí —dice la chica.
—¿En Guam?
—En Corea —aclara ella, y le dirige una nueva sonrisa nerviosa. El piloto no mencionó en ningún momento Corea, pero cualquiera que haya visto la CNN en las últimas tres semanas sabe de qué va el asunto.
—¿Qué Corea? —pregunta un hombre corpulento al otro lado del pasillo—. ¿La buena o la mala?
El hombretón lleva un jersey de cuello vuelto de un rojo insultante que le resalta el color en el melón verde de su cara. Es un tipo enorme, que desborda de su asiento. Su vecina —una mujer menuda de cabellos negros con la nerviosa intensidad de un galgo de crianza endogámica— se ha apiñado contra la ventanilla. El hombre luce en la solapa de la chaqueta un pin esmaltado de la bandera de Estados Unidos. Fidelman ya sabe que nunca podrían ser amigos.
La chica le dirige una mirada de asombro y se alisa el vestido sobre los muslos.
—Corea del Sur —dice ella, rehusando entrar en el juego de «buenos» contra «malos»—. Mi hermano acaba de casarse en Jeju y ahora vuelvo a la universidad.
—¿Qué universidad? —pregunta Fidelman.
—El MIT.
—Me sorprende que hayas podido entrar —dice el hombretón—. Tienen que reclutar a un cierto número de chicos no cualificados de los barrios pobres del centro para cumplir con su cuota. Eso deja muchas menos plazas para gente como tú.
—¿Gente como qué? —pregunta Fidelman, pronunciando lenta y pausadamente. «Gente. Como. ¿Qué?». Casi cincuenta años siendo gay le han enseñado que supone un error dejar que ciertas declaraciones queden sin respuesta.
El hombretón es inverecundo.
—Gente cualificada. Gente que se lo ha ganado. Gente que domina las matemáticas, porque no vale con saber contar el cambio cuando alguien te compra dos gramos. Muchas de las comunidades inmigrantes modelo han sufrido a causa de las cuotas. Sobre todo las orientales.
Fidelman se ríe; es una risa forzada, seca y cortante, de incredulidad. Pero la chica del MIT cierra los ojos y guarda silencio, y él abre la boca para abroncar al hijoputa y se lo piensa mejor. Sería cruel para ella que montara una escena.
—Es Guam, no Seúl —le dice a la chica—. Y no sabemos qué ha pasado. Podría ser cualquier cosa. Quizá ha habido una explosión en una central eléctrica. Un accidente normal y no… una catástrofe de algún tipo. —La primera palabra que se le ocurrió fue «holocausto».
—Una bomba sucia —dice el hombretón—. Le apuesto cien dólares. No le sentó bien que falláramos en Rusia.
Se refiere al Líder Supremo de la República Popular Democrática de Corea. Corren rumores de que alguien le disparó durante una visita de Estado a la parte rusa del lago Jasán, una masa de agua en la frontera entre las dos naciones. Hay informes no confirmados de que una bala lo alcanzó en el hombro, de que lo alcanzó en la rodilla, de que ni siquiera lo rozó; de que murió un diplomático que se encontraba a su lado; de que asesinaron a uno de los dobles del Líder Supremo. Según internet, el asesino era un anarquista radical anti-Putin, un agente de la CIA que se hacía pasar por miembro de Associated Press o una estrella del K-pop llamada Extra Value Meal. El departamento de Estado de EE.UU. y los medios norcoreanos, en un raro caso de complicidad, insisten en que no se produjo ningún tiroteo durante la visita del Líder Supremo a Rusia, ningún intento de asesinato. Como otros muchos al tanto de la noticia, Fidelman lo interpreta como una prueba de que el Líder Supremo estuvo muy cerca de morir.
También es cierto que, hace ocho días, un submarino estadounidense que patrullaba el mar de Japón derribó un misil en pruebas en el espacio aéreo norcoreano. Un portavoz de la RPDC lo calificó de acto de guerra y prometió represalias: pagarían con la misma moneda. Bueno, no. En realidad prometió llenar de cenizas las bocas de todos los norteamericanos. El Líder Supremo no dijo nada. Nadie lo ha visto desde el intento de asesinato que no tuvo lugar.
—No serían tan estúpidos —le dijo Fidelman al hombretón, hablando por encima de la chica coreana—. Piense en las consecuencias.
La mujer menuda y enjuta de cabellos oscuros contempla al hombretón sentado junto a ella con orgullo servil y, de pronto, Fidelman comprende por qué tolera que la panza de él invada su espacio personal. Están juntos. Ella lo quiere. Tal vez lo adore.
—Cien pavos —replica el hombretón con serenidad.
LEONARD WATERS, CABINA DE VUELO
Dakota del Norte se encuentra en algún lugar por debajo de ellos, pero lo único que Waters divisa es una extensión montañosa de nubes que se pierde de vista en el horizonte. Waters nunca ha visitado Dakota del Norte y, cuando trata de imaginárselo, le vienen a la cabeza máquinas agrícolas antiguas y herrumbrosas, actos furtivos de sodomía en los silos de grano y Billy Bob Thornton. En la radio, el controlador de Minneapolis da instrucciones a un 737 para que ascienda al nivel de vuelo tres-seis-cero y aumente la velocidad a mach cero siete ocho.
—¿Has estado alguna vez en Guam? —pregunta su primera oficial, con un ánimo falso y frágil.
Waters nunca había volado con una mujer de copiloto y apenas soporta mirarla: posee una belleza desgarradora. Con un rostro como el suyo, debería estar en las portadas de las revistas. Hasta el momento en que la conoció en la sala de reuniones del LAX, dos horas antes del vuelo, solo sabía de ella que se llamaba Bronson. Se había imaginado a alguien como el tipo de El justiciero de la ciudad.
—He estado en Hong Kong —dice él, pensando que ojalá ella no fuera tan terriblemente hermosa.
Waters tiene cuarenta y tantos, pero aspecto de diecinueve; es un hombre delgado, con el pelo rojo, cortado a cepillo, y un mapa de pecas en la cara. Acaba de casarse y pronto será padre: ha fijado al cuadro de instrumentos una foto de su esposa embarazada en un vestido de verano. No quiere sentirse atraído por nadie más. Se avergüenza incluso de observar a una mujer guapa. Pero, al mismo tiempo, no quiere mostrarse frío, formal, distante. Está orgulloso de que su aerolínea contrate a más mujeres piloto que ninguna otra, quiere dar su aprobación, su apoyo. Todas las mujeres preciosas le afligen el alma.
—En Sidney. Y en Taiwan. Pero no en Guam.
—Mis amigas y yo solíamos practicar buceo a pulmón libre en la playa de Fai Fai. Una vez me acerqué lo bastante a un tiburón punta negra como para poder acariciarlo. Bucear desnuda es lo único que hay mejor que volar.
La palabra «desnuda» lo traspasa como la descarga de un vibrador de mano. Esa es su primera reacción. La segunda es que naturalmente que ella conoce Guam; estuvo en la armada, donde aprendió a pilotar. La observa de reojo y se sorprende al advertir lágrimas en sus pestañas.
Kate Bronson le atrapa la mirada y le dirige una sonrisa torcida y avergonzada que muestra la pequeña brecha entre los dos incisivos frontales. Trata de imaginársela con la cabeza rapada y placas de identificación. No le resulta difícil. A pesar de su aspecto de chica de portada, en ella subyace algo levemente fiero, algo nervudo y temerario.
—No sé por qué lloro. Hace diez años que no voy. Tampoco es que tenga amigos allí.
Waters evalúa posibles afirmaciones tranquilizadoras y las descarta una a una. No hace ningún favor diciéndole que quizá no sea tan malo como piensa cuando, en realidad, lo más probable es que sea mucho peor.
Se oye un golpe en la puerta. Bronson se incorpora de un salto, se enjuga las mejillas con el dorso de la mano, echa un vistazo a través de la mirilla, gira los pestillos.
Es Vorstenbosch, el auxiliar de vuelo de más antigüedad, un hombre rollizo y afectado, con aire quisquilloso, ondulados cabellos rubios y unos ojos pequeños tras unas gafas gruesas con montura de oro. Es una persona tranquila, profesional y pedante cuando está sobrio, y una verdulera con pluma cuando prueba el alcohol.
—¿Han tirado una bomba nuclear sobre Guam? —pregunta sin preámbulos.
—No he recibido nada de tierra salvo que hemos perdido contacto —dice Waters.
—¿Qué significa eso concretamente? —inquiere Vorstenbosch—. Tengo a un montón de gente asustada y no sé qué decirles.
Bronson se golpea en la cabeza al agacharse para volver a sentarse a los mandos. Waters finge no verlo. Finge no darse cuenta de que le tiemblan las manos.
—Significa que… —arranca Waters, pero salta una señal de alerta y entonces el controlador empieza a transmitir a todos los aparatos en el espacio del Centro de Control de Tráfico Aéreo del Área de Minneapolis.
La voz procedente de Minnesota es arenosa, fluida, sosegada. Podría estar hablando de algo sin más importancia que una región de altas presiones. Los enseñan a entonar de esa forma.
—Aquí el Centro de Minneapolis con instrucciones de alta prioridad para todas las aeronaves en esta frecuencia. Les informamos de que hemos recibido órdenes del Mando Estratégico de Estados Unidos de despejar este espacio aéreo para permitir operaciones desde Ellsworth. Empezaremos a redireccionar todos los vuelos al aeropuerto más cercano disponible. Repito: vamos a hacer aterrizar todos los aviones comerciales y de recreo dentro del espacio aéreo del CCTA de Minneapolis. Permanezcan a la escucha y listos para responder con prontitud a nuestras instrucciones. —Se produce un silbido momentáneo y luego, con lo que parece auténtico pesar, Minneapolis añade—: Lamento la situación, damas y caballeros. El tío Sam necesita el cielo esta tarde para una guerra mundial no programada.
—¿El aeropuerto de Ellsworth? —pregunta Vorstenbosch—. ¿Qué tienen en el aeropuerto de Ellsworth?
—El 28.º Escuadrón de Bombarderos —dice Bronson, frotándose la cabeza.
VERONICA D’ARCY, CLASE PREFERENTE
El avión se inclina de manera abrupta y Veronica D’Arcy se encuentra mirando de frente el edredón arrugado de nubes que tienen debajo. Los rayos cegadores del sol traspasan las ventanillas del otro lado de la cabina. El hombre guapo y ebrio a su lado —le cae un mechón de cabello negro sobre la frente que le recuerda, o bien a Cary Grant, o bien a Clark Kent— estruja inconscientemente los reposabrazos. Se pregunta si tendrá pánico a volar o si es un mero alcohólico. Se tomó el primer whisky en cuanto alcanzaron la altitud de crucero, hace tres horas, poco después de las diez de la mañana.
Las pantallas se funden en negro y emiten otro MENSAJE A BORDO EN EMISIÓN. Veronica lo escucha con los ojos cerrados, concentrándose como en una lectura de guion mientras otro actor lee sus frases por primera vez.
COMANDANTE WATERS (VOZ EN OFF)
Señoras y señores pasajeros, les habla de nuevo el comandante Waters. Siento comunicarles que hemos recibido una solicitud imprevista del control de tráfico aéreo para desviarnos hacia Fargo y tomar tierra en el aeropuerto internacional Hector. Nos han ordenado despejar el espacio aéreo, con efecto inmediato… (pausa incómoda) a causa de unas maniobras militares. Es evidente que la situación en Guam ha creado…, eh, complicaciones para todos los que nos encontramos hoy en el aire. No existen motivos para alarmarse, pero vamos a tener que aterrizar. Esperamos tomar tierra en Fargo dentro de cuarenta minutos. Les mantendré informados en cuanto sepa algo más. (pausa)
Mis más sinceras disculpas, amigos. Esta no es la tarde que ninguno de nosotros deseaba.
Si se tratara de una película, el comandante no sonaría como un muchacho que está atravesando la peor parte de la adolescencia. Le habrían dado el papel a alguien rudo y autoritario. A Hugh Jackman, quizá. O a un británico, si quisieran sugerir erudición, una insinuación de sabiduría adquirida en Oxford. Tal vez a Derek Jacobi.
Veronica ha actuado con Derek de manera intermitente durante casi treinta años. La sostuvo tras las bambalinas la noche en que murió su madre y le habló en susurros tiernos y tranquilizadores. Una hora después, ambos estaban vestidos de romanos ante cuatrocientas ochenta personas y, Dios, qué bien estuvo él esa noche, y qué bien estuvo ella también, y aquel día supo que podría superar cualquier cosa actuando, y superaría esto del mismo modo. Ya nota cómo crece la calma en su interior y la aligera de toda preocupación, de toda inquietud. Han pasado años desde la última vez que sintió algo que no hubiera decidido antes sentir.
—Pensaba que usted había empezado a beber demasiado pronto —le dice al hombre sentado a su lado—. Pero resulta que he sido yo la que ha comenzado demasiado tarde. —Levanta la copita de plástico con el vino que le sirvieron en el almuerzo y dice «chin-chin» antes de vaciarla.
El hombre le brinda una sonrisa encantadora y natural.
—Nunca he estado en Fargo, aunque he visto la serie. —Entorna los ojos—. ¿Usted salió en Fargo? Me suena que hiciera algo relacionado con la investigación forense y que luego Ewan McGregor la estrangulase hasta matarla.
—No, querido. Está pensando en Contrato: Asesinato y fue James McAvoy con un garrote.
—Es verdad. Ya sabía yo que la había visto morir una vez. ¿Le pasa mucho?
—Oh, continuamente. Hice una película con Richard Harris y tardó todo un día en matarme con un candelero. Cinco montajes, cuarenta tomas. El pobre hombre quedó agotado al final.
Los ojos de su compañero de asiento parecen salírsele de las órbitas y comprende que ha visto la película y se acuerda de su papel. Ella tenía veintidós años a la sazón y salía desnuda en todas las escenas, sin exageración. En cierta ocasión, su hija le preguntó: «Mamá, ¿cuándo descubriste exactamente que existía la ropa?». A lo que Veronica respondió: «Justo después de que nacieras, cariño».
Su hija posee la belleza suficiente como para salir en películas pero, en vez de eso, se dedica a diseñar sombreros. Cuando Veronica piensa en ella, el pecho le duele de alegría. Nunca se ha merecido tener una hija tan sana, feliz y con los pies en la tierra. Cuando Veronica se juzga a sí misma —cuando considera su egoísmo y su narcisismo, su indiferencia hacia la maternidad, su preocupación por su carrera—, le parece imposible que haya una persona tan buena en su vida.
—Me llamo Gregg —dice su vecino—. Gregg Holder.
—Veronica D’Arcy.
—¿Qué le traía a Los Ángeles? ¿Un papel? ¿O vive allí?
—Tenía que asistir al apocalipsis. Interpreto a una sabia anciana de las tierras baldías. Bueno, supongo que serán tierras baldías. Lo único que veía era una pantalla verde. Espero que el verdadero apocalipsis se aplace el tiempo suficiente para que se estrene la película. ¿Cree que lo hará?
Gregg contempla el paisaje de nubes.
—Por supuesto. Es Corea del Norte, no China. ¿Con qué pueden atacarnos? No habrá apocalipsis para nosotros. Para ellos, quizá sí.
—¿Cuánta gente vive en Corea del Norte? —Es la niña del otro lado del pasillo, la que lleva unas gafas de un tamaño tan grande que parece cómico. Los ha estado escuchando con atención y ahora se inclina hacia ellos con un ademán muy de adulto.
La madre dirige a Gregg y Veronica una sonrisa tensa y le da a su hija una palmadita en el brazo.
—No molestes a los demás pasajeros, cariño.
—No me molesta —replica Gregg—. Pues no lo sé, cielo. Pero mucha gente vive en granjas, que están dispersas por el campo. Solo hay una ciudad grande, creo. Pase lo que pase, estoy seguro de que a la mayoría no les ocurrirá nada.
La niña se recuesta y medita sobre esta información unos momentos; al cabo se gira en su asiento para susurrarle algo a su madre, que aprieta los ojos y sacude la cabeza. Veronica se pregunta si la mujer es consciente de que sigue palmeando el brazo de su hija.
—Tengo una niña de la misma edad —dice Gregg.
—Y yo tengo una chica de la misma edad que usted —replica Veronica—. Ella es para mí lo mejor del mundo.
—Sí. Para mí también. Me refiero a mi hija, claro, no a la suya, aunque estoy seguro de que ella también es estupenda.
—¿Vuelve usted a casa para reunirse con ella?
—Sí. Mi mujer me llamó para preguntarme si podía acortar un viaje de negocios. Se ha enamorado de un hombre que conoció en Facebook y quiere que cuide de la niña para poder viajar a Toronto para conocerlo.
—Ay, Dios, no habla en serio. ¿No percibió ninguna señal?
—Pensaba que pasaba demasiado tiempo en internet pero, para ser justos, ella pensaba que yo pasaba demasiado tiempo borracho. Supongo que soy alcohólico. Y supongo que debería hacer algo al respecto ya. Creo que empezaré terminándome esto. —Y se bebe de un trago el whisky que le queda.
Veronica se ha divorciado dos veces y siempre ha sido muy consciente de que era ella el agente primario de la ruina doméstica. Cuando piensa en lo mal que se portó, en cómo utilizó a Robert y a François, se avergüenza y se enfada consigo misma, de modo que experimenta una alegría natural por poder ofrecer su compasión y solidaridad al hombre agraviado que se sienta junto a ella. Un acto de expiación, por pequeño que sea.
—Cuánto lo siento. Le ha debido de caer como una bomba.
—¿Qué ha dicho? —pregunta la niña del otro lado del pasillo, volviéndose a inclinar hacia ellos. Tras las gafas, los ojos marrón oscuro parecen no parpadear nunca—. ¿Que vamos a lanzarles una bomba nuclear?
Suena más curiosa que asustada pero, como consecuencia de esto, a su madre se le escapa un aterrado jadeo asmático.
Gregg se inclina hacia la niña, con una sonrisa tan amable como irónica, y Veronica de repente lamenta no ser veinte años más joven. Podría haber sido buena para un tipo como él.
—No conozco cuáles son las opciones militares, así que no podría asegurarlo, pero…
Antes de que pueda terminar, la cabina se llena de un aullido sónico de infarto.
Un avión hiende el aire, seguido de dos más volando en tándem, uno de los cuales pasa tan cerca del ala de babor que Veronica alcanza a vislumbrar al piloto en la carlinga, con un casco y una especie de equipo de respiración que le enmascara el rostro. Estos aparatos guardan escasa semejanza con el 777 que los transporta hacia el este… Son inmensos halcones de hierro, con la tonalidad gris de las puntas de bala, el color del plomo. Su potencia zarandea el avión de línea. Los pasajeros gritan, se agarran unos a otros. El ruido de los bombarderos al cruzarse en su trayectoria castiga las entrañas, es visceral. Al cabo de un instante han desaparecido, tras haber arado en el azul brillante del cielo unas largas estelas de condensación.
Un silencio sobresaltado y terrorífico estremece la cabina.
Veronica D’Arcy mira a Gregg Holder y ve que ha aplastado el vaso y lo ha reducido a una pelota resquebrajada de la que brotan esquirlas de plástico. El hombre se da cuenta al mismo tiempo, se ríe y deja los restos en el reposabrazos.
Luego se vuelve hacia la niña y concluye la frase como si no se hubiera producido ninguna interrupción.
—Pero diría que todas las señales apuntan a que sí.
JENNY SLATE, CLASE TURISTA
—Aviones B-1 —le dice su amor, en un tono de voz relajado, casi complacido—. «Lanceros». Antes transportaban cargas útiles nucleares, pero el Jesucristo negro las restringió. Todavía tienen suficiente potencia de fuego a bordo para freír a todos los perros de Pyongyang. Lo cual tiene su gracia porque, normalmente, si quieres comer perro frito en Corea del Norte, necesitas hacer una reserva antes.
—Deberían haberse sublevado —dice Jenny—. ¿Por qué no lo hicieron cuando tuvieron la oportunidad? ¿Es que querían campos de trabajo? ¿Querían morirse de hambre?
—Esa es la diferencia entre la mentalidad occidental y la visión oriental del mundo —dice Bobby—. Allí, el individualismo se ve como algo aberrante. —En susurros, añade—: Hay una cierta cualidad de colonia de hormigas en su forma de pensar.
—Disculpe —interviene el judío de la fila central, que está sentado junto a la chica asiática. No podría ser más judío aunque llevara la barba y los cabellos en tirabuzón y el talit sobre los hombros—. ¿Podría bajar la voz, por favor? Mi compañera de asiento está alterada.
Bobby ya lo había hecho; sin embargo, incluso cuando procura contenerse, tiene tendencia a hablar con un vozarrón atronador. No sería la primera vez que sus bramidos les causan problemas.
—No debería —dice Bobby—. Mañana por la mañana, Corea del Sur podrá por fin dejar de preocuparse por los psicópatas al otro lado de la zona desmilitarizada. Las familias volverán a reunirse. Bueno. Algunas familias. Las bombas de destrucción masiva no discriminan entre población civil y militar.
Bobby habla con la certeza despreocupada de un hombre que ha pasado veinte años produciendo bloques informativos para una empresa de comunicación que posee unas setenta canales locales de televisión y que se especializa en la distribución de contenidos libres del sesgo de los medios convencionales. Ha estado en Irak, en Afganistán. Viajó a Liberia durante el brote de ébola con el fin de investigar un complot del Estado Islámico para utilizar el virus como arma. Nada asusta a Bobby. Nada le pone nervioso.
Jenny era una madre embarazada soltera, sus padres la habían expulsado de casa y dormía entre turnos en el almacén de una gasolinera el día en que Bobby le compró un menú extragrande y le dijo que no le importaba quién era el padre. Le aseguró que querría al bebé tanto como si fuera suyo. Jenny ya había programado el aborto. Bobby le dijo, con calma, en voz baja, que, si se iba con él, les proporcionaría a ambos una buena vida y serían felices, pero que si acudía a la clínica, mataría a un niño y perdería su alma. Se había ido con él, que había cumplido sus promesas, todas ellas. La había amado bien, la había adorado desde el principio; él era su milagro. No necesitaba los panes y los peces para tener fe. Bobby le bastaba. A veces, Jenny fantaseaba con que un progresista —un activista radical, quizá, o alguien del equipo de Bernie— trataba de asesinarlo y ella se las apañaba para interponerse entre Bobby y el arma para recibir el disparo. Siempre había querido morir por él. Besarlo con el sabor de su propia sangre en la boca.
—Ojalá tuviéramos teléfonos —dice de repente la bonita chica asiática—. Algunos de estos aviones disponen de teléfonos. Ojalá hubiera una manera de llamar… a alguien. ¿Cuánto tardarán en llegar los bombarderos?
—Aunque pudiéramos hacer llamadas desde este avión —dice Bobby—, sería difícil realizarlas. Una de las primeras cosas que hace Estados Unidos es cortar las comunicaciones en la región, y es posible que no se limiten solo a Corea. No querrán arriesgarse a la presencia de agentes en el sur (un gobierno durmiente) para que estos coordinen un contraataque. Además, todos cuantos tengan familia en la península de Corea estarán ahora mismo intentando ponerse en contacto con ellos. Sería como probar a llamar a Manhattan el once de septiembre, solo que esta vez es su turno.
—¿Su turno? —dice el judío—. ¿Su turno? Debo de haberme perdido el informe que declaraba a Corea del Norte culpable de derribar las Torres Gemelas. Pensaba que fue Al Qaeda.
—Corea del Norte les vendió armas e información durante años —le explica Bobby—. Está todo conectado. Corea del Norte lleva décadas siendo el exportador número uno de la Fiebre de Destrucción de América.
Jenny arrima el hombro a Bobby e interviene:
—Por lo menos así era antes. Creo que los ha sustituido la gente de Black Lives Matter.
En realidad, solo repite algo que Bobby comentó a sus amigos hace tan solo unas noches. A ella le pareció ingenioso y sabe que a él le gusta oír sus mejores frases en boca de otros.
—¡Hala, hala! —exclama el judío—. Es lo más racista que he escuchado en la vida real. Si millones de personas están a punto de morir, es porque millones de personas como usted pusieron a un puñado de imbéciles ineptos y llenos de odio a cargo de nuestro gobierno.
La chica cierra los ojos y se recuesta en el asiento.
—¿Que mi mujer es qué clase de persona? —pregunta Bobby, alzando una ceja.
—Bobby —le previene Jenny—. Estoy bien. No me ha molestado.
—No he preguntado si te había molestado. Le he preguntado a este caballero de qué clase de personas cree que está hablando.
Unas manchas rojas que revelan agitación salpican la mejilla del judío.
—Personas crueles, engreídas e ignorantes.
Se da la vuelta, temblando.
Bobby besa a su mujer en la sien y se desabrocha el cinturón.
MARK VORTENBOSCH, CABINA DE VUELO
Vorstenbosch pasa diez minutos calmando a los pasajeros en clase turista y otros cinco limpiando la cerveza de la cabeza de Arnold Fidelman y ayudándolo a cambiarse de jersey. Advierte a Fidelman y a Robert Slate que, como vuelva ver a cualquiera de los dos fuera de sus respectivos asientos antes de que aterricen, los dos serán detenidos en el aeropuerto. El llamado Slate lo acepta tranquilo, se aprieta el cinturón y apoya las manos en el regazo, mirando con serenidad hacia delante. Fidelman parece que quiere protestar; tiembla de impotencia, tiene mal color y solo se apacigua cuando Vorstenbosch lo arropa con una manta alrededor de las piernas. Al inclinarse hacia el asiento de Fidelman, le susurra que, cuando el avión aterrice, presentarán juntos una declaración y que denunciarán a Slate por una agresión verbal y física. Fidelman le dirige una mirada de sorpresa y aprecio, de un gay a otro, cuidándose entre ellos en un mundo plagado de gente como Robert Slate.
El veterano auxiliar de vuelo siente náuseas y se mete un rato en el servicio para calmarse. La cabina huele a vómito y miedo, de proa a popa. Los niños lloran desconsolados. Vorstenbosch ha visto a dos mujeres rezando.
Se atusa los cabellos, se lava las manos, respira hondo una vez tras otra. El modelo a seguir de Vorstenbosch siempre ha sido el personaje de Anthony Hopkins en Lo que queda del día, una película que nunca ha visto como una tragedia, sino más bien como una alabanza a una vida de servicio disciplinado. Vorstenbosch a veces lamenta no ser británico. En preferente, reconoció enseguida a Veronica D’Arcy, pero su profesionalidad le exige que no lo manifieste de forma abierta.
Una vez que se ha serenado, sale del servicio y se encamina a la cabina de vuelo para comunicar al comandante Waters que van a necesitar a la seguridad del aeropuerto cuando aterricen. Hace un alto en preferente para atender a una mujer que está hiperventilando. Cuando Vorstenbosch la coge de la mano, se acuerda de la última vez que acarició la de su abuela; ella estaba en su ataúd y tenía los dedos igual de fríos, sin vida. Vorstenbosch se siente preso de una indignación trémula cuando piensa en los bombarderos —esos idiotas fanfarrones— volando tan cerca del avión. La carencia de la más simple consideración humana le pone enfermo. Practica la respiración profunda con la mujer, le asegura que pronto pisarán tierra.
La cabina rebosa de sol y calma. No le sorprende. En este oficio, todo está diseñado para convertir incluso una crisis —y esto es una crisis, aunque nunca se haya practicado en simuladores de vuelo— en una cuestión de rutina, de listas de verificación y procedimientos.
La primera oficial es un diablillo de chica que se trajo al avión el almuerzo en una bolsa de papel marrón. Se le había subido la manga izquierda y Vorstenbosch alcanzó a ver parte de un tatuaje, un león blanco, justo por encima de la muñeca. La mira y percibe en su pasado un parque de caravanas, un hermano enganchado a los opiáceos, padres divorciados, un primer empleo en un Walmart, una huida desesperada al ejército. Le cae muy bien, ¿cómo no? Su propia infancia no difirió mucho, pero, en lugar de alistarse, huyó a Nueva York para poder vivir su homosexualidad. Cuando le abrió la puerta de la cabina la vez anterior, ella trataba de ocultar las lágrimas, un gesto que a Vorstenbosch le retuerce el corazón. Nada lo angustia como la angustia de los demás.
—¿Qué está pasando? —pregunta Vorstenbosch.
—Aterrizaremos dentro de diez minutos —dice Bronson.
—Puede —replica Waters—. Hay media docena de aviones por delante de nosotros.
—¿Alguna noticia del otro lado del mundo? —quiere saber Vorstenbosch.
Por un momento ninguno responde. Luego habla Waters, con voz distraída y forzada:
—El Servicio Geológico de Estados Unidos informa de que se ha registrado un evento sísmico en Guam de magnitud seis coma tres en la escala de Richter.
—Equivaldría a doscientos cincuenta kilotones —especifica Bronson.
—Ha sido una ojiva nuclear —dice Vorstenbosch. No es una pregunta.
—También ha ocurrido algo en Pyongyang —continúa la copiloto—. Una hora antes de lo de Guam, la televisión estatal dejó de emitir. Parece que han asesinado a un montón de oficiales de alto rango con pocos minutos de diferencia entre uno y otro. Así que, o bien se trata de un golpe de palacio o hemos intentado socavar su liderazgo con varios asesinatos quirúrgicos y no se lo han tomado muy bien.
—¿Qué podemos hacer por ti, Vorstenbosch? —pregunta el comandante.
—Ha habido una pelea en clase turista. Un hombre le tiró una cerveza por encima a otro…
—Me cago en la puta —suelta Waters.
—Han sido advertidos, pero quizá nos vendría bien tener a mano a la policía de Fargo cuando descendamos. Creo que la víctima querrá presentar cargos.
—Avisaré por radio, pero no te prometo nada. Tengo la sensación de que el aeropuerto va a ser un manicomio. La seguridad podría estar desbordada.
—También hay una mujer en preferente con un ataque de pánico. No quiere asustar a su hija, pero le cuesta respirar. La tengo resoplando en una bolsa para el mareo. Pero me gustaría que los servicios de emergencia la estuvieran esperando con una bombona de oxígeno cuando aterricemos.
—Hecho. ¿Algo más?
—Están desarrollándose once o doce minicrisis más, pero la tripulación las tiene bajo control. Hay una cosa más, supongo. ¿Os apetece una cerveza o una copa de vino y violar todas las regulaciones?
Los pilotos vuelven la vista hacia él. Bronson sonríe.
—Quiero un hijo tuyo, Vorstenbosch —dice ella—. Tendríamos un niño encantador.
—Ídem —dijo Waters.
—¿Eso es un sí?
Waters y Bronson se miran.
—Mejor no —decide Bronson, y Waters asiente.
Luego el comandante añade:
—Pero me tomaré la Dos Equis más fría que puedas encontrar en cuanto estemos estacionados.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de volar? —pregunta Bronson—. A esta altitud siempre hace sol. Parece imposible que esté sucediendo algo tan espantoso en un día tan soleado.
Todos están admirando el paisaje de nubes cuando el suelo blanco y esponjoso debajo de ellos es sajado en un centenar de puntos. Cien columnas de humo blanco se proyectan hacia al cielo y se erigen desde todas partes. Es como un truco de magia, como si las nubes poseyeran púas ocultas que han emergido de repente. Un momento después, el trueno los alcanza y, con él, las turbulencias, que propinan una patada al avión, lo vapulean, hacia arriba y de costado. Una docena de luces rojas tartamudean en el tablero de instrumentos. Las alarmas chillan. Vorstenbosch lo percibe todo en un instante mientras los pies se despegan del suelo. Por un momento flota, suspendido como un paracaídas, un hombre hecho de seda, lleno de aire. Se golpea en la cabeza contra la pared. Cae rápido y con fuerza, como si una trampilla se hubiera abierto en el suelo de la cabina y lo hubiera arrojado a bastante brazas de profundidad en el cielo brillante que hay debajo.
JANICE MUMFORD, CLASE PREFERENTE
—¡Mamá! —grita Janice—. ¡Mamá, mira! ¿Qué es eso?
Lo que sucede en el cielo es menos alarmante que lo que sucede en cabina. Alguien está gritando: un reluciente hilo plateado de sonido que se cose a la cabeza de Janice. Los adultos gimen de una forma que la lleva a pensar en fantasmas.
El 777 se escora a babor y luego alabea con repentina violencia hacia la derecha. El avión navega a través de un laberinto de columnas gigantescas, los claustros de una catedral de dimensiones imposibles. Janice tuvo que deletrear CLAUSTROS (una fácil) en el torneo regional de Englewood.
Su madre, Millie, no responde. Respira con ritmo regular en una bolsa blanca de papel. Millie nunca ha volado antes, nunca ha salido de California. Janice tampoco pero, a diferencia de su madre, ella lo había estado deseando con impaciencia. Janice siempre ha querido subirse a un avión grande; también le gustaría sumergirse algún día en un submarino, aunque se conformaría con un paseo en un kayak con suelo de cristal.
La orquesta de desesperación y horror se hunde en un suave decrescendo (Janice deletreó DECRESCENDO en la primera ronda de la final del estado y estuvo cerquísima de pifiarla y recibir una humillante derrota temprana). Janice se inclina hacia el hombre guapo que lleva todo el viaje bebiendo té helado.
—¿Han sido los cohetes? —pregunta Janice.
La actriz le responde con su adorable acento británico. Janice solo los ha oído en películas y le encantan.
—Son misiles MBIC —dice la estrella de cine—. Van de camino del otro lado del mundo.
Janice se percata de que la actriz está cogida de la mano del hombre que se ha bebido todo ese té helado, que es mucho más joven que ella. Sus facciones componen una expresión de calma casi glacial. El hombre junto a ella, por otro lado, parece como si quisiera vomitar. Aprieta la mano de la mujer mayor con tanta fuerza que se le han puesto los nudillos blancos.
—¿Sois familia? —pregunta Janice. No se le ocurre por qué si no iban a agarrarse de la mano.
—No —dice el hombre guapo.
—Entonces ¿por qué os cogéis de la mano?
—Porque estamos asustados —admite la estrella de cine, aunque ella no lo parece—. Y nos hace sentir mejor.
—Ah —dice Janice, y luego se apresura a estrechar la mano libre de su madre, que le dirige una mirada de gratitud por encima de la bolsa que no deja de inflar y desinflar como si fuera un pulmón de papel. Janice se vuelve a mirar al hombre guapo—. ¿Quieres cogerme de la mano?
—Sí, por favor —dice el hombre, y entrelazan las manos sobre el pasillo.
—¿Qué significa MBIC?
—Misil balístico intercontinental —explica el hombre.
—¡Esa palabra me salió! Tuve que deletrear «intercontinental» en el regional.
—¿De veras? Yo no creo que fuera capaz así a bote pronto.
—Oh, es fácil —dice Janice, y se lo demuestra.
—Te tomo la palabra. Tú eres la experta.
—Voy a Boston para un torneo de ortografía. Son las semifinales internacionales y, si lo hago bien, puedo ir a Washington y salir en la televisión. No imaginaba que iría alguna vez a alguno de esos sitios. Pero, bueno, tampoco imaginaba que visitaría Fargo. ¿Todavía vamos a aterrizar en Fargo?
—No sé qué otra cosa podríamos hacer —dice el hombre guapo.
—¿Cuántos MBIC han debido de pasar? —pregunta Janice, estirando el cuello para mirar las torres de humo.
—Todos —dice la estrella de cine.
—Me pregunto si nos perderemos el torneo —dice Janice.
Esta vez es su madre quien responde. Tiene la voz ronca, como si le doliera la garganta o hubiera estado llorando.
—Me temo que a lo mejor sí, cariño.
—¡Oh! —exclama Janice—. ¡Ay, no!
Se siente un poco como cuando el año pasado hicieron el amigo invisible y ella fue la única que se quedó sin regalo, porque su Santa Claus secreto era Martin Cohassey, que no estuvo porque tenía mononucleosis.
—Habrías ganado —dice su madre y cierra los ojos—. Y no solo las semifinales.
—No es hasta mañana por la noche —replica Janice—. A lo mejor podemos coger otro avión por la mañana.
—No estoy seguro de que mañana por la mañana vaya a haber vuelos —dice el hombre guapo en tono de disculpa.
—¿Por algo que está pasando en Corea del Norte?
—No —dice su amigo del otro lado del pasillo—. Por algo que va a pasar allí.
Millie abre los ojos.
—Chisss. La asustará.
Pero no es que Janice tenga miedo, sino que no entiende. El hombre del otro lado del pasillo balancea la mano de adelante atrás, de atrás adelante.
—¿Cuál es la palabra más difícil que te ha tocado? —pregunta.
—Antropoceno —responde Janice con prontitud—. Por eso perdí el año pasado, en semifinales. Pensé que había una «i». Significa «en la era de los humanos». Como en la frase: «la era del antropoceno parece muy corta comparada con otros periodos geológicos».
El hombre se queda mirándola durante un instante y luego suelta una carcajada.
—Tú lo has dicho, chica.
La estrella de cine contempla por la ventanilla las enormes columnas blancas.
—Nadie ha visto jamás un cielo así. Estas torres de nubes. El día desgarbado y luminoso, enjaulado en sus barrotes de humo. Parece como si estuvieran sosteniendo el cielo. Qué tarde tan preciosa. Es posible que pronto me vea representar otra muerte, señor Holder, aunque no estoy segura de que pueda prometerle que interpretaré el papel con mi elegancia habitual. —Cierra los ojos—. Extraño a mi hija. No creo que vaya a… —Abre los ojos, mira a Janice y enmudece.
—He pensado lo mismo sobre la mía —dice el señor Holder. Luego vuelve la cabeza y escudriña a su madre por encima de ella—. ¿Sabe la suerte que tiene? —Pasea la mirada entre Millie y Janice y, cuando la niña mira, su madre está asintiendo, un pequeño gesto de agradecimiento.
—¿Por qué tienes suerte, mamá? —le pregunta Janice.
Millie la achucha y le da un beso en la sien.
—Porque hoy estamos juntas, boba.
—Ah. —No logra ver dónde está la suerte. Están juntas todos los días.
En algún momento, Janice se da cuenta de que el hombre guapo le ha soltado la mano y, cuando vuelve a mirar, está abrazando a la estrella de cine, y ella también a él, y están besándose con ternura. Se queda sorprendida, estupefacta, porque la estrella de cine es mucho mayor que su compañero de asiento. Se besan como amantes al final de una película, justo antes de que aparezcan los créditos y todo el mundo se vaya a casa. Es tan raro que Janice se tiene que reír.
A RA LEE, CLASE TURISTA
En la boda de su hermano en Jeju, A Ra creyó ver por un instante a su padre, que lleva muerto siete años. La ceremonia y la recepción se celebraron en un extenso y encantador jardín privado, dividido en dos por un río profundo, fresco y artificial. Los niños arrojaban puñados de pan a la corriente y observaban el agua hervir de carpas arcoíris, un centenar de brillantes peces que reflejaban todos los colores del tesoro: oro rosado, platino y cobre recién acuñado. La mirada de A Ra se desplazó de los niños hacia el puente de piedra ornamental que cruzaba el arroyo y allí se encontraba su padre con uno de sus trajes baratos, apoyado en la pared, sonriéndole, su carota hogareña marcada por profundas arrugas. La visión la sobresaltó tanto que tuvo que apartar la mirada, sin aliento durante unos instantes por la sorpresa. Cuando volvió a mirar, había desaparecido. Durante la ceremonia había llegado a la conclusión de que solo había visto a Jum, el hermano pequeño de su padre, que se cortaba el pelo de la misma forma. Sería fácil, en un día tan emotivo, confundir por un momento a uno con otro… y más teniendo en cuenta su decisión de no ponerse las gafas para la boda.
En tierra, la estudiante de Lingüística Evolutiva del MIT deposita su fe en aquello que puede ser demostrado, documentado, conocido y estudiado. Pero ahora se halla en las alturas y se siente con una mentalidad más abierta. El 777 —sus trescientas y pico toneladas al completo— se precipita a través del cielo, elevado por inmensas fuerzas invisibles. Nada carga con todo a la espalda. Así ocurre con los muertos y los vivos, con el pasado y el presente. El ahora es un ala y la historia lo sustenta desde abajo. Al padre de A Ra le encantaba divertirse; regentó una fábrica de artículos de broma durante cuarenta años, así que la diversión era su verdadero negocio. Aquí en el cielo, ella está dispuesta a creer que no habría permitido que la muerte se interpusiera entre él y una tarde tan alegre.
—Ahora mismo tengo un miedo de cojones —dice Arnold Fidelman.
Ella asiente. También está asustada.
—Y un cabreo de cojones. De tres pares.
A Ra deja de mover la cabeza. No está enfadada, así lo ha elegido. En este momento, más que en cualquier otro, ha escogido no enfadarse.
—Ese hijo de puta —continúa Fidelman—, el señor «Que América vuelva a ser la hostia» de allí. Ojalá pudiéramos recuperar el cepo, solo por un día, para que la gente pudiera tirarle mierda y fruta podrida. ¿Crees que si Obama siguiera en el cargo ocurriría algo de esto, de esta locura? Escucha. Cuando aterricemos, si es que llegamos a hacerlo, ¿te quedarías conmigo en el finger para denunciar lo sucedido? Eres una voz imparcial en este caso. La policía te escuchará. Detendrán a ese gordo espeluznante por tirarme la cerveza encima y podrá disfrutar el fin del mundo desde una celda húmeda, repleta de borrachos de mierda.
Ella ha cerrado los ojos, tratando de regresar al jardín nupcial. Quiere encontrarse junto al río artificial, volver la cabeza y ver de nuevo a su padre en el puente. No quiere tenerle miedo esta vez. Quiere mirarlo a los ojos y devolverle la sonrisa.
Pero no va a poder permanecer en el jardín nupcial de su mente. La voz de Fidelman ha ido subiendo de volumen junto con su histeria. El hombretón del otro lado del pasillo, Bobby, capta lo último que ha dicho.
—Mientras declaras ante la policía —dice Bobby—, espero que no te olvides de la parte en la que llamaste engreída e ignorante a mi mujer.
—Bobby —suplica la esposa del hombretón, la mujercita de los ojos admirativos—. No.
A Ra exhala un largo y lento suspiro.
—Nadie va a denunciar nada a la policía de Fargo.
—Te equivocas —replica Fidelman con voz trémula. También le tiemblan las piernas.
—Para nada —dice A Ra—. Estoy segura de ello.
—¿Por qué estás tan segura? —pregunta la mujer de Bobby. Tiene los mismos ojos brillantes y rápidos ademanes de pájaro.
—Porque no vamos a aterrizar en Fargo. El avión dejó de sobrevolar en círculos el aeropuerto unos minutos después del lanzamiento de los misiles. ¿No os habéis dado cuenta? Abandonamos nuestro patrón de espera hace ya un rato. Ahora nos dirigimos hacia el norte.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta la mujercita.
—El sol está a la izquierda del avión. Por lo tanto, volamos hacia el norte.
Bobby y su mujer miran por la ventanilla. La esposa emite un susurro de interés y apreciación.
—¿Qué hay al norte de Fargo? —pregunta la mujer—. ¿Y por qué vamos hacia allí?
Bobby se lleva la mano a la boca despacio, un gesto que podría indicar que está meditando el asunto, pero que A Ra percibe como freudiano. El hombre ya sabe por qué no van a aterrizar en Fargo y no tiene intención de decirlo.
A Ra solo necesita cerrar los ojos para visualizar en su mente dónde estarán exactamente las cabezas nucleares ahora, fuera de la atmósfera terrestre, superada ya la cresta de su mortal parábola y cayendo en el pozo de la gravedad. Quizá queden menos de diez minutos hasta que impacten en el otro lado del planeta. A Ra contó al menos treinta misiles, que son veinte más de los necesarios para destruir un país más pequeño que Nueva Inglaterra. Y los treinta que todos han visto elevándose en el cielo serán tan solo una fracción del arsenal desplegado. Un ataque semejante solo puede encontrar una respuesta proporcional y sin duda los misiles estadounidenses se han cruzado con cientos de cohetes volando en sentido contrario. Algo ha salido terriblemente mal, como era inevitable cuando se encendió la mecha de esta ristra de petardos geopolíticos.
Sin embargo, A Ra no cierra los ojos para imaginar un intercambio de golpes. Prefiere retornar a Jeju. La revuelta de las carpas en el río. La tarde es fragrante, huele a flores lujuriosas y a césped recién cortado. Su padre apoya los codos en el pretil del puente y sonríe con picardía.
—Este tipo… —dice Fidelman—. Este tipo y su condenada mujer. Llama «orientales» a los asiáticos. Habla de tu gente como de hormigas. Acosa a la gente tirándoles cerveza por encima. Este tipo y su condenada mujer pusieron a unos estúpidos imprudentes iguales que ellos al mando de este país y ahora aquí estamos. Los misiles están volando. —La voz se le quiebra por la tensión y A Ra percibe lo cerca que se encuentra de echarse a llorar.
Una vez más, A Ra abre los ojos.
—Este tipo y su condenada mujer están con nosotros en el avión. Todos estamos en este avión. —Mira a Bobby y a su mujer, que la están escuchando—. No importa cómo hayamos llegado aquí, todos estamos ahora en este avión. En el aire. En problemas. Huyendo a la carrera. —Esboza una sonrisa, que la siente igual que la de su padre—. La próxima vez que tenga ganas de tirar una cerveza, démela a mí. Me vendría bien un trago.
Bobby le clava por un instante unos ojos pensativos y fascinados, y luego se ríe. Su esposa lo mira y dice:
—¿Por qué huimos hacia el norte? ¿De verdad crees que podrían atacar Fargo? ¿De verdad crees que podrían atacarnos aquí, en el centro de Estados Unidos?
Su marido no responde, de modo que dirige su mirada hacia A Ra.
En su corazón, sopesa si la verdad supondría una bendición o solo un asalto más. Su silencio, sin embargo, es respuesta suficiente.
La boca se le contrae. Mira a su marido.
—Si vamos a morir, quiero que sepas que me alegro de estar a tu lado cuando suceda. Has sido bueno conmigo, Robert Jeremy Slate.
El hombre se vuelve hacia su mujer, le da un beso y se reclina.
—¿Bromeas? Aún no me creo que un gordo como yo haya terminado casado con una mujer como tú. Sería más fácil ganar un millón de dólares a la lotería.
Fidelman los observa y luego vuelve la cara.
—No me jodas. No intentes ahora demostrarme tu humanidad.
Arruga una servilleta de papel y se la tira a Bob Slate. Le rebota en la sien. El hombretón vuelve la cabeza y mira a Fidelman… y se ríe. Calurosamente.
A Ra cierra los ojos y apoya la cabeza en el respaldo de su asiento.
Su padre la observa mientras ella se acerca al puente a través de la sedosa noche de primavera.
Cuando sube por al arco de piedra, él estira el brazo, le coge la mano y la conduce hasta un huerto, donde la gente está bailando.
KATE BRONSON, CABINA DE VUELO
Para cuando Kate termina de vendarle la herida en la cabeza, Vorstenbosch refunfuña, tendido en el suelo de la cabina. Ella le guarda las gafas en el bolsillo de la camisa. El cristal izquierdo se ha rajado con la caída.
—En veinte años en este oficio —dice Vorstenbosch— jamás he perdido el equilibrio. Soy el puñetero Fred Astaire de los cielos. No. La puñetera Grace Kelly. Puedo hacer el trabajo de todas las demás auxiliares, pero de espaldas y en tacones.
—Nunca he visto una película de Fred Astaire —dice Kate—. Siempre he sido más una chica Stallone.
—Plebeya —dice Vorstenbosch.
—Has dado en el clavo —conviene Kate, y le aprieta la mano—. No te levantes todavía.
Kate se pone en pie de un saltito y se desliza en el asiento junto a Waters. Cuando se lanzaron los misiles, el radar se llenó de contactos fantasma, cien pinchazos rojos y más, pero ahora solo se detectan los aviones en las inmediaciones. La mayoría se encuentran detrás de ellos, aún sobrevolando Fargo en círculos. El comandante Waters ha virado hacia un nuevo rumbo mientras Kate atendía a Vorstenbosch.
—¿Qué está pasando? —pregunta ella.
Se asusta al ver su semblante, tan céreo que casi se ha tornado incoloro.
—Está ocurriendo —dice él—. Han trasladado al presidente a una localización segura. Las noticias afirman que Rusia también ha lanzado sus misiles.
—¿Por qué? —pregunta ella, como si eso importara.
El comandante se encoge de hombros en un gesto de impotencia, pero luego responde:
—Rusia, o China, o los dos desplegaron sus escudos defensivos para obligar a retroceder a nuestros bombarderos antes de que pudieran llegar a Corea. Un submarino en el Pacífico Sur respondió atacando un portaaviones ruso. Y entonces. Y entonces.
—¿Y? —pregunta Kate.
—No vamos a Fargo.
—¿Adónde? —Kate parece no poder articular más de una palabra a la vez. Siente algo que le oprime el esternón, que le roba el aire.
—Debe de haber algún sitio al norte en el que podamos aterrizar, alejado de… de lo que se nos viene encima. Debe de haber un sitio que no suponga una amenaza para nadie. ¿En Nunavut, quizá? El año pasado aterrizaron un 777 en Iqaluit. Es una pista corta en el fin del mundo, pero técnicamente es posible y puede que dispongamos de suficiente combustible para conseguirlo.
—Tonta de mí —dice Kate—. Me he olvidado el abrigo de invierno.
—Debes de ser novata en vuelos de larga distancia. Nunca sabes adónde te enviarán, así que asegúrate siempre de meter en la maleta un bañador y unos mitones.
Es cierto que no tiene experiencia en vuelos de larga distancia —obtuvo su habilitación de tipo 777 hace solo seis meses—, pero no cree que merezca la pena tomarse en serio el consejo de Waters. Kate no cree que vuelva a pilotar nunca otro avión comercial. Tampoco Waters. No quedará ningún sitio al que volar.
Kate no verá a su madre, que vive en Pennsylvania, nunca más, pero no eso no supone una gran pérdida. Su madre se abrasará, junto con el padrastro que intentó introducir una mano por dentro de sus vaqueros Wranglers cuando Kate tenía catorce años. Se lo contó a su madre, que le echó la culpa a ella por vestirse como una fulana.
Tampoco volverá a ver a su hermanastro de doce años, y eso sí que la entristece. Liam es una dulzura, es tranquilo y pacífico, y es autista. Kate le regaló un dron por Navidad y ahora su afición favorita en el mundo es sacar fotografías aéreas. Ella entiende el encanto. También es desde siempre su parte favorita de volar, ese momento en que las casas se encogen hasta parecer modelos a escala en una maqueta de tren. Camiones del tamaño de mariquitas brillan y destellan mientras se deslizan, sin fricción, por las carreteras. La altitud reduce los lagos al tamaño de espejos de mano plateados. Desde dos mil metros de altitud, una ciudad entera te cabe en la palma de la mano. Su hermanastro Liam dice que quiere ser pequeño, como la gente en las fotos que saca con su dron. Dice que si fuera tan pequeño como ellos, Kate podría metérselo en el bolsillo y llevarlo con ella.
Se elevan sobre la región más septentrional de Dakota del Norte, planeando como cuando una vez hendió las tibias aguas de la playa de Fai Fai hasta cortar el verde cristalino del Pacífico. Qué sensación tan maravillosa, navegar como si fuera ingrávida sobre el mundo oceánico. En su opinión, librarse de la gravedad es experimentar lo que debe de sentir un espíritu puro al escapar de la misma carne.
Minneapolis los llama.
—Delta dos-tres-seis, se han desviado de su curso. Están a punto de abandonar nuestro espacio aéreo. ¿Cuál es su rumbo?
—Minneapolis —responde Waters—, nuestro rumbo es cero-seis-cero, solicito permiso para dirigirnos a Yankee Foxtrot Bravo, aeropuerto de Iqaluit.
—Delta dos-tres-seis, ¿por qué no pueden aterrizar en Fargo?
Waters se inclina sobre los instrumentos durante un rato. Una gota de sudor salpica el cuadro de instrumentos. Mueve un poco los ojos y Kate lo descubre mirando la fotografía de su mujer.
—Minneapolis, Fargo es un objetivo primario. Tendremos más opciones en el norte. Transportamos doscientas cuarenta y siete almas a bordo.
La radio crepita. Minneapolis se lo piensa.
De pronto, un intenso fogonazo de luz los deslumbra, casi cegándolos, como si una bombilla del tamaño del sol hubiera explotado en algún lugar del cielo, detrás del avión. Kate vuelve la cabeza, se aparta de las ventanillas y cierra los ojos. Hay un zumbido sordo y grave, que se siente más que se oye, una especie de estremecimiento existencial en el fuselaje del avión. Cuando Kate vuelve a levantar la vista, persisten en su retina imágenes borrosas de color verde, que se desplazan a la deriva. Es como volver a bucear en Fai Fai; está rodeada de frondas de neón y medusas fluorescentes que se retuercen sin cesar.
Kate se inclina hacia delante y estira el cuello. Algo resplandece bajo la capa de nubes, es posible que a cien o doscientos kilómetros de distancia detrás de ellos. La propia nube está empezando a deformarse y a expandirse, a abombarse.
Cuando vuelve a acomodarse en el asiento, se produce otro crujido ahogado, grave y discordante, otro estallido de luz. El interior de la cabina se convierte por un momento en una imagen negativa de sí misma. Esta vez Kate siente una ráfaga de calor en el lado derecho de la cara, como si alguien encendiera y apagara una lámpara solar.
—Recibido, Delta dos-tres-seis. Póngase en contacto con el centro de Winnipeg uno-dos-siete-punto-tres. —El controlador de tráfico aéreo habla con una indiferencia casi casual.
Vorstenbosch se incorpora.
—Veo destellos.
—Nosotros también —dice Kate.
—Cielo santo —musita Waters. Se le quiebra la voz—. Debería haber llamado a mi mujer. ¿Por qué no intenté llamarla? Está embarazada de cinco meses y está sola.
—No puedes —dice Kate—. No podías.
—¿Por qué no la llamé para decírselo? —continúa Waters, como si no la hubiera oído.
—Ya lo sabe —le consuela Kate—. Ya lo sabe. —Si está hablando de amor o del apocalipsis, Kate no podría asegurarlo.
Otro destello. Otro golpe seco, resonante, significativo.
—Llamen ahora al centro de información de vuelos de la región de Winnipeg —les dice Minneapolis—. Llamen ahora a NavCanadá. Delta dos-tres-seis, quedan liberados.
—Recibido, Minneapolis —responde Kate, porque Waters ha enterrado el rostro entre las manos, solloza de angustia y no puede hablar.
—Gracias. Cuídense, muchachos. Aquí Delta dos-tres-seis. Nos vamos.
JOE HILL
Exeter, New Hampshire
3 de diciembre de 2017
Nota del autor: mi agradecimiento al piloto de aerolíneas Bruce Black, ya jubilado, por explicarme en detalle los procedimientos de cabina. Cualquier error técnico es mío y solo mío.

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