viernes, 11 de septiembre de 2020

El margen, de Orson Scott Card

 


El trabajo que LaVon había hecho sobre el libro era una tontería, por supuesto. Carpenter lo sabía incluso antes de preguntarle. Después de la advertencia de Carpenter la semana anterior, sabía que LaVon lo haría, pues su padre nunca hubiera permitido que el muchacho suspendiera. Pero LaVon era demasiado obstinado y muy descarado, y era líder en la actitud desafiante de los alumnos del sexto grado; su desacato a la autoridad no permitiría que Carpenter obtuviera una victoria completa.

—A mí me ha gustado mucho, me ha encantado «Los hombrecitos» —dijo LaVon—. Me puso piel de gallina.
La clase se rió. Una pausa cómicamente perfecta, dijo Carpenter para sus adentros. Pero el único lugar donde la comedia es provechosa aquí, en el país Nueva Tierra, es en los carros de los comediantes gitanos. Para eso te estás preparando tú, LaVon, para una carrera como parásito ambulante, que vive de sorber la risa de los cansados agricultores.
—En este libro todos los buenos tienen un nombre que empieza por D. Demi es un dulce muchachito que nunca hace nada malo. Daisy es tan buena que podría tener siete hijos y seguir siendo virgen.
Se estaba pasando de la raya. A mucha gente no le gustaba que se mencionaran temas sexuales en la escuela, y si algún bobalicón decidía denunciarlo, alguien podría tergiversar el asunto de tal manera que pudiera utilizarse contra Carpenter. Aquí, junto al margen, la gente necesitaba con gran urgencia entretenerse en algo. Una cruzada para echar a un profesor por corromper la moral de los jóvenes podría ser algo más divertido que un espectáculo ambulante, porque cuando se hubiera ido podrían considerarse justos y a salvo. Carpenter ya conocía eso. No era que él tuviese miedo como los otros profesores. Él tenía una carrera, no importaba cuál. A la universidad le encantaría volver a acogerlo; de hecho pensaron que estaba loco cuando se fue a dar clases a enseñanza media. Mi situación es segura, completamente segura, pensó. No pueden destrozar mi carrera. No voy a hacerme el remilgado por una palabra perfectamente aceptable como virgen.
—Dan parece un grandullón malvado, pero tiene un corazón de oro, aunque a veces diga palabras feas, como diablo.
LaVon hizo una pausa, esperando que Carpenter reaccionara. Así que Carpenter no reaccionó.
—Lo más triste es el pobre Nat, el hijo del violinista callejero. Se esfuerza por integrarse, pero en el libro nunca consigue nada porque su nombre no empieza por D.
Fin. LaVon dejó su hojita, su trabajo, en la mesa de Carpenter y luego volvió a su asiento. Andaba con la cuidadosa elegancia de una araña, moviendo sus largas piernas como si estuvieran desconectadas del resto de su cuerpo, de tal manera que ni siquiera se alteraba su perfecta armonía. El chico conduce su cuerpo igual que yo conduzco mi silla de ruedas, pensó Carpenter. Con suavidad, sin dejarse alterar por su propio movimiento. Pero él es grácil y hermoso; con quince años, ya es un experto en ganarse la veneración de los mentecatos que lo rodean. Él es el enemigo, el torturador, el hombre fuerte y hermoso que necesita reafirmar su perfección depredando a los débiles. Pero yo no soy tan débil como tú crees.
El trabajo de LaVon era arrogante, demasiado breve y flagrantemente rebelde. Y todo eso era deliberado, estaba calculado para enfadar a Carpenter. Por eso mismo no daría la más mínima muestra de enfado. Pero al mismo tiempo también era inteligente, irónico y gracioso. El muchacho, con toda su máscara de languidez y estulticia, tenía cerebro. Se merecía algo mejor que esta ciudad agrícola; podía hacer algo más importante en el mundo que conducir un tractor, trazando toda su vida interminables círculos por los campos. Pero, por la forma en que llevaba siempre colgada a la hija de los Fisher, no cabía duda: tendría un bebé y una esposa y se quedaría aquí para siempre, convertido en un pez gordo como su padre, quizá, pero nunca dejaría una huella en el mundo que atestiguara su paso por él. Una pérdida trágica y estúpida.
Pero nada de mostrar cólera. Los chicos lo interpretarían mal, pensarán que estoy enfadado por el descaro de LaVon, y eso sólo serviría para hacerlo más héroe a sus ojos. Los chicos eligen a sus héroes con indefectible estupidez. A los catorce, quince, dieciséis años, sólo conocen de la vida clases frías y sin libros, interrumpidas de vez en cuando por un año o dos de lucha con esta tierra pedregosa; siempre odian a cualquier adulto que los obligue a trabajar, siempre adoran al primer tonto que les haga creer que son libres. Los chicos no estáis acostumbrados a sobrevivir entre las ruinas de vuestros propios errores. Los adultos, que conocimos el mundo antes de que se derrumbara, sentimos el peso de sus escombros sobre nuestras espaldas.
Ellos estaban esperando la respuesta de Carpenter. Alargó la mano hacia el teclado del ordenador, unido a su silla de ruedas. Sus manos golpearon como zarpas las descomunales teclas. Tenía los dedos demasiado torpes para poder usarlos de uno en uno. Cuando intentaba moverlos se le tensaban, se agarrotaban en un puño, un pequeño martillo con el que aporrear, destrozar o defenderse; no podía emplearlas para agarrar, ni siquiera para sostener nada. La mitad de los verbos del mundo son imposibles para mí, pensó como tantas otras veces. Los aprendo tal como el ciego aprende las palabras relativas a la vista, de memoria, sin esperanza de llegar a conocer nunca lo que significan verdaderamente.
El sintetizador de habla zumbó las palabras que había tecleado.
—Una composición brillante, señor Jensen. De una ironía acerada, de una fuerza sorprendente. Lamentablemente, también revela la pobreza de su espíritu. El libro de Alcott es irónico, porque lo que ella quería demostrar es que, a pesar de su pequeña estatura, los muchachos de su libro son generosos. Usted, sin embargo, a pesar de su tamaño, tiene el corazón verdaderamente muy pequeño.
LaVon le clavó los ojos, tenía los párpados entornados con dureza. ¿Odio? Sí, eso es lo que había en ellos. Ódiame, chico. Aborréceme hasta el punto de demostrarme que puedes hacer todo lo que te pida. Así te dominaré, así podré sacar algo decente de ti, y finalmente te devolveré a ti mismo convertido en un ser humano merecedor de estar vivo.
Carpenter empujó las dos palancas hacia afuera, y la silla de ruedas retrocedió. La jornada estaba acabándose y sabía que por la noche se iba a producir un hecho doloroso en la ciudad de Reefrock. Porque en cierto sentido los arrestos serían culpa suya, porque el encarcelamiento de un padre causaría trastornos en la familia de algunos de esos chicos, consideraba deber suyo prepararlos, lo mejor posible para que entendieran por qué tenía que ocurrir aquello, por qué a la larga era positivo. Era demasiado pedir que hoy lo comprendieran de verdad; pero algún día podrían recordarlo y perdonar lo que les había hecho y que pronto descubrirían.
Así que de nuevo dio un zarpazo a las teclas.
—Economía —dijo el ordenador—. El señor Jensen ha marcado el final de la clase de literatura por hoy.
Algunas teclas más, y la conferencia empezó. Carpenter grababa todas sus conferencias y las archivaba en la memoria, de manera que podía estar sentado en su silla, inmóvil como el hielo, pudiendo así vigilarlos uno a uno, como desafiándolos a que se distrajeran. Dejar que una máquina hablara por él tenía sus ventajas; hacía muchos años que había aprendido que a la gente le asustaba que una voz mecánica pronunciase sus palabras sin que él moviera los labios. Era monstruoso, le hacía parecer peligroso y extraño. Cosa que, por otra parte, era preferible a lo que de hecho parecía: débil como un gusano, con el cuerpo flaco, retorcido, paralizado, rígido en su silla; a pesar de resultar tan extraño, su cuerpo inspiraba compasión. Sólo cuando el sintetizador emitía sus palabras ácidas se ganaba el respeto de la gente, que siempre, siempre, tenía que bajar la vista para mirarle.
—Aquí, en los asentamientos, junto al margen —empezó su voz—, no nos podemos permitir el lujo de una economía libre. Las lluvias barren este antiguo desierto y sólo encuentran unas pocas plantas cultivadas en la arena. Hace treinta años, aquí no había nada vivo; hasta los lagartos tenían que vivir donde hubiera alimento para los insectos y agua que beber. Entonces los fuegos que encendimos levantaron una cortina en el cielo y el hielo se desplazó hacia el sur, y las lluvias, que siempre habían caído al norte de nosotros, recorrieron e inundaron por fin el desierto. Fue nuestra oportunidad.
LaVon sonrió afectadamente al ver a Kippie hacer toda una exhibición del despertar sobresaltado. Carpenter tecleó una interrupción en la conferencia.
—Kippie, ¿qué tal dormirás si te mando continuar la siesta en tu casa?
Kippie dio un respingo y se puso rígido, simulando un miedo terrible. Pero la simulación a su vez era también una simulación; tenía miedo, y así, para ocultarlo, simulaba estar simulando tener miedo. Muy complicado; la vida interior de los chicos es muy compleja, pensó Carpenter.
—A medida que los viejos asentamientos iban quedando anegados por la crecida del Great Salt Lake, vuestros padres y madres empezaron a introducirse en el desierto para ganarle terreno. Pero no iban solos. Aquí no podemos hacer nada solos. Los marginios siembran sus pastos. Los pastos dan de comer a los rebaños y echan raíces en la arena. Las raíces se hacen mantillo, rico en nitrógeno. A los tres años un fino cordón de tierra fértil atraviesa el margen. Si los marginios dejan de plantar en algún punto, si en algún punto el cordón se rompe, entonces las lluvias abren canales bajo la tierra y quiebran el margen, y corroen las tierras de labrantío que hay detrás. Y por consiguiente los marginios son todos ellos responsables unos de otros, y de nosotros. ¿Qué pensaríais de un marginio que no plantara?
—Lo mismo que pienso de un marginio que planta — dijo Pope.
Era el más joven de la clase, sólo tenía trece años y le hacía la pelota a LaVon sin ninguna gracia.
Carpenter golpeó tres palabras.
—¿Y qué es? —preguntó su voz mecánica.
El valor de Pope se desvaneció:
—Lo siento.
Carpenter no desaprovechó la oportunidad.
—¿Cómo llamáis a los marginios? —le preguntó.
Los miró uno por uno, pero no encontró los ojos de ninguno. Excepto los de LaVon.
—¿Cómo los llamáis? —repitió.
—Si lo digo me echarán de la escuela —dijo LaVon—. ¿Es que quiere que me echen de la escuela?
—Los acusáis de fornicar con el ganado, ¿no?
Se oyeron unas risitas tontas.
—Sí, señor —dijo LaVon—. Nosotros los llamamos for- nicavacas, señor
Carpenter tecleó su respuesta mientras reían los alumnos. Cuando se callaron la conectó.
—El pan que coméis se cultiva en la tierra que ellos hicieron fértil, y el estiércol de sus ganados es la energía de vuestros cuerpos. Sin marginios os estaríais ganando a duras penas una vida miserable a orillas del mar Mormón, comiendo pescado y bebiendo té de artemisa. No lo olvidéis.
Durante el discurso fue bajando progresivamente el volumen del sintetizador, de manera que al final todos tenían que esforzarse por oír lo que decía. Continuó con la conferencia.
—Después de los marginios vinieron vuestras madres y vuestros padres y sembraron las cosechas siguiendo un método científico: dos hileras de manzanos, luego seis metros de trigo, luego otros seis de maíz, seis metros más de pepinos, y así sucesivamente; año tras año, avanzando seis metros por año por detrás de los marginios, ganando más tierra, más comida. Si uno no plantaba lo que le decían y lo cosechaba el día adecuado, si no trabajaba hombro con hombro en los campos cuando era necesario, las plantas se morían, la lluvia se las llevaba. ¿Qué pensáis
del agricultor que no cumple con su deber o que no da ni golpe?
—Escoria —dijo un chico.
Y otro:
—Es un revolcadero, eso es lo que es.
—Para que esta tierra esté viva de verdad debe plantarse de acuerdo con un estricto plan de dieciocho años de duración. Sólo entonces vuestras familias se podrán permitir el lujo de decidir qué cultivo sembrar. Sólo entonces podréis hacer el vago si os apetece, o trabajar mucho más duro y beneficiaros de ello. Entonces, puede que algunos os hagáis ricos y otros pobres. Pero de momento, hoy por hoy, lo hacemos todo juntos, equitativamente, y, por lo tanto, compartimos equitativamente el fruto de nuestro trabajo.
LaVon murmuró algo.
—¿Sí, LaVon? —preguntó Carpenter.
Puso muy alto el volumen del ordenador. Los chicos se sobresaltaron.
—Nada —dijo LaVon.
—Has dicho «excepto los profesores».
—¿Y qué si lo he dicho?
—Tienes razón —dijo Carpenter—. Los profesores no labran ni siembran nada en los campos junto a vuestros padres. A los profesores se les da una tierra mucho más estéril que trabajar, y la mayor parte de las veces las pocas semillas que sembramos se las lleva el primer chaparrón primaveral. Vosotros sois la prueba viviente de la futilidad de nuestra labor. Pero lo intentamos, señor Jensen, por insensato que sea el esfuerzo. ¿Nos deja continuar?
LaVon asintió con la cabeza. Se había ruborizado. Carpenter estaba satisfecho. El muchacho no era irrecuperable; todavía se avergonzaba de haberse reído del medio de subsistencia de un hombre.
—Entre nosotros hay algunos —prosiguió la conferencia— que consideran que deberían sacar más partido que otros del trabajo de todos. Son los que roban del almacén comunitario y venden las cosechas fruto del trabajo de todos. En el mercado negro se pagan precios elevados por el grano robado y los ladrones se enriquecen. Cuando son lo bastante ricos se van del margen, y vuelven a las ciudades de los valles altos. Sus mujeres llevarán buenos trajes, sus hijos tendrán relojes, sus hijas tierra propia y se casarán bien. Y, entretanto, los amigos y vecinos que confiaron en ellos no tendrán nada, seguirán en el margen, cultivando la comida que alimenta a los ladrones. Decidme, ¿qué pensáis de los estraperlistas?
Observó sus caras. Sí, lo sabían. Advirtió que echaban una mirada subrepticia a los nuevos zapatos de Dick, al reloj de pulsera de Kippie. A la nueva blusa de Yutonna, comprada en la ciudad, a los pantalones de LaVon. Lo sabían, pero se callaban por miedo. O quizá no fuera miedo. Quizá fuera la esperanza de que también sus padres fueran lo bastante inteligentes para robar de la cosecha, de forma que pudieran irse en lugar de desperdiciar esos famosos dieciocho años.
—Algunas personas creen que esos ladrones son inteligentes. Pero yo os digo que son iguales que los bandoleros de los llanos. Son los enemigos de la civilización.
—¿Esto es civilización? —preguntó LaVon?
—Sí —Carpenter tecleó una respuesta—. Aquí vivimos en paz, y vosotros sabéis que lo que hoy es trabajo mañana es pan. Los de la pradera no lo saben. Un bandolero se les comerá mañana el pan, si es que no los mata. No hay confianza en el mundo excepto aquí. Y los estraperlistas se alimentan de esta confianza. La confianza de sus vecinos. Cuando se lo hayan comido todo, chicos, ¿de qué os alimentaréis vosotros?
No lo comprendieron, por supuesto. Cuando se trataba del problema de «un camión se acerca a otro a sesenta kliters y tardan una hora en cruzarse, ¿qué distancia los separa? », entonces esto sí que estaba al alcance de los niños, podían resolverlo laboriosamente con lápiz y papel, entre rezos y blasfemias. Pero las cuestiones importantes les cruzaban por delante como breves remolinos de arena: sus endebles y egocéntricas cabecitas les advertían, pero se quedaban impasibles.
Como deberes les endosó un cuestionario de historia y treinta palabras para buscar en el diccionario, y luego los mandó a casa.
LaVon no se marchó. Se quedó junto a la puerta, la cerró y le dijo:
—Era un libro estúpido.
Carpenter tableteó en el teclado.
—Eso explica por qué hiciste un trabajo estúpido.
—No fue estúpido, sino gracioso. He leído el dichoso libro, ¿no?
—Y yo te he puesto un notable.
LaVon se quedó callado un momento, y luego dijo:
—No me haga favores.
—Nunca lo haré.
—Y deje de hablar con esa maldita voz mecánica. Usted también puede hablar. A mi prima le dio una parálisis y aúlla bajo la luna.
—Ya puede irse, señor Jensen.
—Un día de éstos conseguiré oírle hablar con su voz, señor Máquina.
—Haría mejor en irse en seguida, señor Jensen.
LaVon abrió la puerta para marcharse, pero dio media vuelta bruscamente y se acercó al estrado con doce largas zancadas. Ahora sus piernas parecían bien formadas y poderosas, como las patas de un caballo, y sus brazos fuertes y ágiles. Carpenter lo observó y sintió que se apoderaba de él el viejo miedo de siempre. Si Dios había permitido que naciera de esa forma por lo menos podía mantenerle protegido de torturadores.
—¿Qué quiere, señor Jensen?
Pero antes de que el ordenador hubiera acabado de pronunciar sus palabras, LaVon alargó la mano y sujetó a Carpenter por las muñecas, oprimiéndolas con fuerza. Carpenter no intentó resistirse; de haberlo hecho, se habría quedado encogido y enroscado en la silla, como una babosa en una pala caliente. Que el muchacho le viera retorcerse habría sido una humillación excesiva para su orgullo. Sus manos colgaban inertes de los poderosos puños de LaVon.
—Usted ocúpese de sus asuntos —dijo éste—. Sólo lleva aquí dos años y no sabe nada, ¿entendido? No ve nada, no sabe nada, ¿entendido?
O sea que no tenía nada que ver con su trabajo. LaVon había entendido realmente la conferencia sobre la civilización y el mercado negro, y sabía que su propio padre, más que ningún otro en la ciudad, era culpable. Nephi Delos Jensen, mayoral, pez gordo de Reefrock Farms. ¿Ya han arrestado los alguaciles a tu padre? Mejor será que vuelvas a casa y te enteres.
—¿Entendido?
Pero Carpenter no estaba dispuesto a hablar. No sin su ordenador. Ese muchacho nunca oiría el sonido de su voz, ese quejido, ese balido, como de un perro que forzara la lengua intentando articular sonidos humanos. Tú nunca oirás mi voz, muchacho.
—Intente expulsarme por esto, señor Carpenter, y diré que nunca ha sucedido. Diré que usted la tiene tomada conmigo.
Le soltó las manos y salió de la habitación con un andar majestuoso. Sólo entonces las piernas de Carpenter se envararon, levantándole de la silla de tal modo que, de no ser por el ordenador que tenía en el regazo, se habría caído. Los brazos se le tensaron en forma de cruz, se le torció el cuello y la mandíbula se le abrió al máximo. Así reaccionaba su cuerpo cuando sentía miedo y rabia; por eso intentaba por todos los medios evitar esas emociones. Era más: las evitaba todas. Desapasionado, eso era él. Vivía la vida de la mente, ya que la vida del cuerpo le estaba vedada. Estaba tieso en su silla de ruedas, como la parodia de un crucifijo, odiando su cuerpo y obligándose a creer que estaba esperando tranquilamente calmarse, relajarse. Y lo consiguió, por supuesto. Tan pronto como recuperó el control de sus manos, sacó al ordenador de la modalidad de «habla» y pidió los datos que había solicitado a Zarahemla la mañana anterior: las previsiones de cosecha para tres años y el peso final del trigo y el maíz, de los pepinos y las bayas, de las manzanas y las judías cosechados. Las previsiones para los dos primeros años estaban dentro del dos por ciento del peso total; para el tercer año las previsiones eran más elevadas, y sin embargo la cosecha seguía siendo la misma. Era sospechoso. Y encima estaban los libros de cuentas del obispo. Era una comunidad enferma. Si hasta el obispo se dejaba tentar por esa clase de cosas, eso significaba que la corrupción llegaba hasta el último rincón de la vida del pueblo. Reefrock Farms parecía no diferir en nada de los cien pueblos restantes que había a ese lado de la orilla, pero estaba envenenado. ¿Sabía Kippie que hasta su padre se dedicaba al estraperlo? Si uno no podía confiar ni en el obispo, ¿en quién podía hacerlo?
Las palabras de sus propios pensamientos le supieron amargas en la boca. Envenenada. No están tan enfermos, Carpenter, se dijo. La civilización siempre ha tenido parásitos y, pese a todo, sobrevive. Pero sobrevive porque se los extirpa cada cierto tiempo, se les elimina y se desinfecta el cuerpo. Y sin embargo, erige en héroes a los ladrones y desprecia a quienes los denuncian. Nadie me va a agradecer lo que he hecho. No es amor lo que voy a conseguir. Siento que no es amor. ¿Acaso puedo pretender que no soy más que un cuerpo enfermo y deforme, que se venga de los que son lo suficientemente sanos como para engendrar familias, lo suficientemente sanos como para tratar de conseguir todos los privilegios posibles para ellas?
Tiró hacia sí de la palanca y la silla empezó a rodar. Sorteó los pupitres con habilidad, pero tardó casi un minuto en llegar a la puerta. Soy un caracol. Un gusano que vive en un caparazón de metal. Un caracol de agua que se arrastra por el borde de una pecera, intentando que los excrementos de los peces no le ensucien. Yo soy el aborrecible; ellos, los peces dorados que brillan en el agua espumosa. Ellos son aquéllos cuya muerte se llora. Pero sin mí morirían. Yo soy tan responsable de su belleza como ellos. Más, porque yo trabajo para sustentarla y ellos simplemente... son.
Siempre que trataba de encontrarle una justificación a su vida, llegaba a la misma conclusión. Fue rodando por el pasillo hasta la puerta principal de la escuela. Tenía clara conciencia de que su trabajo en la rotación y coordinación de cultivos había sido la llave que abrió los vastos Campos de Tierra Nueva, aquí, en la parte oriental del desierto de Utah. ¿No habían inventado una medalla civil para él? Aún más, ¿no le habían dado la misma medalla que concedieron a los «jinetes de la libertad» por conseguir traer sin percance las caravanas de inmigrantes hasta las montañas? Yo, este gusano en su casa-silla de ruedas, era un héroe, eso dijeron. El gobernador Monson le había mirado con unos ojos distantes y compasivos. También él vio al gusano; Carpenter podía ser un héroe, pero no por ello dejaba de ser Carpenter.
Le habían construido una rampa de hormigón para la silla cuando los estudiantes destrozaron por segunda vez la rampa de madera y le obligaron a pedir auxilio a través de la red de conexiones aéreas computerizadas. Se recordaba sentado en el saliente del porche, mirando hacia las cabañas del pueblo. Si es que alguien lo vio, dejó que se quedara confinado allí, porque no acudió a ayudarlo nadie. Pero Carpenter lo comprendió perfectamente. Era miedo a lo extraño, a lo desconocido. No se sentían cómodos cerca del señor Carpenter, con su voz mecánica y su silla eléctrica rodante. Él lo comprendía. Lo comprendía perfectamente; también él era humano, ¿o no? Incluso estaba de acuerdo con ellos. Haz como si no estuviera Carpenter, y a lo mejor se larga.
El helicóptero llegó cuando ya iba rodando por el asfalto de la calle. Aterrizó entre el almacén y la capilla. Bajaron cuatro alguaciles y se dispersaron por toda la ciudad.
Sucedió que Carpenter pasaba por delante de la casa del obispo Anderson cuando el alguacil llamó a la puerta. No esperaba que lo arrestaran mientras él estaba bajando la calle. Su primer impulso fue acelerar para no presenciar la detención. No quería verla. Le gustaba el obispo Anderson. En cualquier caso, se había acostumbrado a él. No le deseaba ningún mal. Si el obispo no hubiera metido las manos en la cosecha, si no hubiera traicionado su confianza, no se habría asustado al oír llamar a la puerta y ver la placa en la mano del alguacil.
Carpenter oyó llorar a la hermana Anderson cuando se llevaron a su marido. ¿Estaría Kippie mirando? ¿Se dio cuenta de que el señor Carpenter pasaba por la calle? Carpenter sabía lo que todo eso suponía para aquella familia. No sólo vergüenza, aunque pasaran mucha. Lo peor sería que perderían a sus padres durante años, y que los hijos tendrían mucho más trabajo. Destrozar una familia era algo terrible, porque el hijo inocente tendría que pagar un precio tan alto como el culpable, su padre, y eso no era justo para ellos, pues no habían hecho nada malo. Pero era una necesidad de fuerza mayor para que la civilización sobreviviera.
Carpenter redujo la velocidad de su silla de ruedas, forzándose a quedarse a escuchar los llantos en la casa del obispo, dejando que lo miraran con odio, si es que sabían que había sido él. Y lo sabrían: él había rehusado explícitamente el anonimato. Si puedo castigarlos en virtud de un imperativo de fuerza mayor, entonces no debo eludir las consecuencias de mis propios actos. Soportaré todo lo que tenga que soportar, como ellos: el dolor, el resentimiento y la rabia de las pocas familias a las que he perjudicado en beneficio de las demás.
Antes de que la silla de Carpenter llegara a casa de éste, el helicóptero había despegado, chisporroteando por encima de su cabeza y desapareciendo entre las primeras nubes. Mañana otra vez lluvia, desde luego. Tres días secos y tres días húmedos: ése había sido el clima de toda la primavera. La lluvia empezaría a caer rabiosamente por la noche. Cuatro horas hasta que oscureciera. Quizá la lluvia no empezara a caer hasta entonces.
Levantó la vista del libro. Había oído pasos fuera de la casa. Y cuchicheos. Fue rodando hasta la ventana y miró al exterior. El cielo estaba más oscuro. El ordenador marcaba las cuatro treinta. Se estaba levantando viento. Pero los ruidos que había oído no eran del viento. Cuando los alguaciles llegaron eran las tres treinta. Ahora eran las cuatro treinta, y se oían pasos y cuchicheos fuera de la casa. Sintió que se le envaraban los brazos y las piernas. Tranquilo, se dijo: No hay nada que temer. Tranquilo, quieto. Sí. Se relajó. El corazón le latía con fuerza, pero el ritmo se iba haciendo más lento.
La puerta se abrió estrepitosamente. Al punto se quedó rígido. Ni siquiera pudo llegar con las manos a las palancas para darse la vuelta y ver quién era. Se quedó en su silla, inútil, mientras las fuertes pisadas se aproximaban.
—Ahí está.
Era la voz de Kippie.
Una manos le agarraron por los brazos, tirando de él; la silla osciló hacia un lado. No podía relajarse.
—Hijo de puta. Está tieso como una estatua.
Era la voz de Pope.
—Vete de aquí muchachito, dijo Carpenter, te estás metiendo en algo demasiado peligroso para ti. Pero, naturalmente, ellos no le oyeron puesto que no podía llegar con los dedos al teclado, donde guardaba su voz.
—Quizá sea esto lo que hace cuando no está en la escuela. Se sienta aquí y hace de estatua frente a la ventana —se rió Pope.
—Está tieso de miedo, eso es lo que le pasa.
—Sacadlo, rápido —la voz de LaVon tenía autoridad.
Intentaron levantarle de la silla pero tenía el cuerpo demasiado rígido; al tirar le hacían daño, le apretujaban los muslos contra el ordenador y le retorcían cruelmente los brazos.
—Sacadlo con la silla —dijo LaVon.
Cogieron la silla y lo empujaron hacia la puerta. Los brazos se le atascaron en el marco.
—Es como si estuviera muerto o algo parecido —dijo Kippie—. No suelta prenda.
Él les gritaba, pero lo hacía mentalmente. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Os tomáis una especie de venganza? ¿Creéis que castigarme os devolverá a vuestros padres, idiotas?
Sacaron la silla y la metieron en la furgoneta que tenían aparcada enfrente. La furgoneta del obispo; Kippie no tendría demasiado tiempo para utilizarla. ¿Cuánto grano robado habrían transportado con ella?
—Con la silla podrá volver —dijo Kippie.
—Vuélcalo —propuso LaVon.
Carpenter sintió que la silla salía volando; por suerte aterrizó de tal manera que no le cayó contra el brazo izquierdo. De haber sido así se le habría roto. Tal y como fueron las cosas, el impacto contra el suelo le dobló violentamente el brazo pese a la firmeza de sus músculos, tensados por el espasmo y sintió que algo se desgarraba. De la garganta le salió un sonido extraño, a pesar de sus esfuerzos por soportarlo todo en silencio.
—¿Habéis oído eso? —dijo Pope—. Tiene voz.
—Pero no por mucho tiempo —observó LaVon.
Sólo entonces advirtió Carpenter que no sólo tenía que temer al dolor. Ahora, una hora después de que sus padres hubieran sido detenidos, mucho antes de que el tiempo aplacara su ira, el asesinato ya latía en sus corazones. En la ciudad la carretera era llana pero pronto se hizo desigual y accidentada. Por ello supo Carpenter que se estaban dirigiendo hacia el margen. Sentía contra su cara el metal frío del suelo estriado de la furgoneta; los dolorosos latidos de su brazo se estaban estabilizando. Relájate, tranquilízate, cálmate, se dijo. ¿Cuántas veces en tu vida has deseado morir? La muerte no significaba nada para ti, idiota —eso lo decidiste hace años—, la muerte no supondrá más que liberación de este cadáver. Por lo tanto, ¿de qué tienes miedo? Tranquilízate, cálmate. Por fin logró doblar los brazos, y las piernas se le relajaron.
—Se está ablandando de nuevo —anunció Pope.
En el asiento delantero de la furgoneta, Kippie se rió a carcajadas.
—Pequeño pero retorcido. El señor Chinche. Nosotros siempre te llamamos así, ¿me oyes Chinche? Siempre has sido dos personas. El señor Máquina y el señor Chinche. El señor Máquina era perverso, duro e inteligente, pero el señor Chinche era débil, viscoso y regordete, con las patas colgantes. Nos entraban ganas de vomitar sólo con mirar al señor Chinche.
De pequeño me torturaron auténticos maestros del oficio, Pope Griffith. Tú sólo eres un patético reflejo de su talento. Las palabras de Carpenter fueron inaudibles hasta que sus manos encontraron las teclas. Desde la caída tenía la mano izquierda demasiado débil para utilizarla, así que codificó las palabras torpemente, sólo con la mano derecha.
—Si yo desaparezco el día del arresto de su padre, señor Griffith, ¿no le parece que sospecharán quién me ha secuestrado?
—¡Que no toque las teclas! —gritó LaVon—, No le dejéis tocar la computadora.
En cuanto se salieron de la calzada, la furgoneta dio un bandazo y un bote tremendo. Ahora iban rebotando por un camino mal acabado y lleno de baches. La cabeza de Carpenter rebotaba contra el suelo metálico una y otra vez. El dolor que esto le producía hizo que se pusiera rígido; afortunadamente, los espasmos le torcían la cabeza hacia la derecha, de modo que su misma rigidez impidió que tanto golpe lo dejara inconsciente.
Pronto cesó el traqueteo. El motor se apagó. Carpenter oía susurrar el viento sobre el vasto desierto. Habían dejado atrás los campos y los huertos, habían rebasado los pastizales del margen. Las puertas de la furgoneta se abrieron. Aparecieron LaVon y Kippie y lo sacaron afuera, con silla y todo. Arrastraron la silla hasta el borde de una poza. Todavía estaba seca.
—Tiradle ahí abajo —dijo Kippie—. Rompedle su cue llecito espástico.
Carpenter no había sospechado que la llama de la ira pudiera avivarse tanto en aquellos lánguidos y burlones muchachos.
Pero LaVon no parecía arder. Permanecía sereno y frío como la nieve.
—No quiero matarlo todavía. Primero quiero oírle hablar.
Carpenter alargó la mano para cifrar una respuesta. LaVon se la retiró de un manotazo, agarró el ordenador, puso un pie sobre la silla de ruedas y lo arrancó del soporte. Lo lanzó a la hondonada y se estrelló en el lado opuesto. Luego cayó rodando a la poza. Probablemente, no se habría deteriorado, pero no era el ordenador lo que preocupaba ahora a Carpenter. Hasta ese momento había conseguido aferrarse a la esperanza de que sólo tenían intención de asustarle. Pero si LaVon aún tenía algo de civilizado, resultaba increíble que tratara así a su precioso equipo electrónico.
—Con su voz, señor Carpenter. No con la máquina, con su propia voz.
Usted no lo verá, señor Jensen. No pienso humillarme ante usted.
—Venga —dijo Pope—. Acordaos de lo que hemos hablado. Lo tiramos a la poza y que se quede allí.
—Lo mandaremos por la vía rápida —dijo Kippie.
Empujó la silla y la dejó balanceándose sobre el borde.
—¡Lo vamos a bajar! —gritó Pope—. ¡No a matarlo! ¡Lo habéis prometido!
—Ni que hubiera tanta diferencia —dijo Kippie—. Tan pronto como llueva en las montañas, este mamón se llenará de agua y se dará el baño de su vida.
—No lo vamos a matar —insistió Pope.
—Venga —dijo LaVon—. Déjalo caer.
Carpenter estaba concentrado en no ponerse rígido cuando empezaron a llevar la silla cuesta abajo. Las paredes de la poza no eran demasiado altas, pero sí lo suficientemente escarpadas como para que la bajada no fuera fácil. Intentaba pensar en problemas de matemáticas para que no le entrara pánico, y no darles un segundo espectáculo de ataque espástico. La silla se quedó en el fondo de la poza.
—¿Te crees que puedes decidir quién es bueno y quién es malo, no? —dijo LaVon—. ¿Crees que puedes decidir desde tu pequeño trono qué padre tiene que ir a la cárcel, no es eso?
Las manos de Carpenter descansaban sobre el soporte retorcido que servía para sujetar el ordenador. Sin aquella voz ácida y aterradora con que hacerles entrar en razón a palos, se sentía desnudo, indefenso. LaVon hacía bien en privarle de su voz. Sabía lo que Carpenter podía hacer con las palabras.
—Todos lo hacen —dijo Kippie—. Tú eres el único que no roba de la cosecha, pero sólo porque no puedes.
—Es fácil ser honrado cuando no se tiene forma de conseguir nada bajo cuerda —dijo Pope.
Nada es fácil, señor Griffith. Ni siquiera la honradez.
—¡Mi padre es bueno! —gritó Kippie—. ¡Es el obispo, por el amor de Dios! ¡Y lo has metido en la cárcel!
—Si es que no lo han fusilado —dijo Pope.
—Ya no fusilan a los estraperlistas —intervino LaVon—, Eso era en los viejos tiempos.
Los viejos tiempos. Tan sólo hacía cinco años. Pero ésos eran los viejos tiempos para estos chicos. Los niños son inocentes a los ojos de Dios, tuvo que recordarse Carpenter. Intentaba creer que estos muchachos no sabían lo que estaban hacienco con él.
Kippie y Pope empezaron a remontar la cuesta de la poza.
—Venga —dijo Pope—. Vamos, LaVon.
—Un minuto, —replicó éste.
Se acercó a Carpenter y se puso a hablarle con suavidad y firmeza, echándole el aliento caliente y hediondo a la cara, rociándosela con pequeñas motas de saliva.
—Ruégame —dijo—. Sólo quiero que abras la boca y me lo supliques, hombrecito, y te llevaré otra vez a la furgoneta. Ellos te perdonarán la vida si yo se lo pido, y tú lo sabes.
Lo sabía. Pero también sabía que LaVon no se lo pediría.
—Suplíqueme, señor Carpenter. Pídame que le deje vivir y vivirá. Mire, hasta le devolveré su maquinita de hablar.
—Recogió el ordenador y lo lanzó fuera de la poza. Pasó rozando la cabeza de Kippie en el momento en que éste salía de la hondonada.
—¿Qué coño haces, me quieres matar?
LaVon volvió a susurrarle algo al oído.
—¿Sabes cuántas veces me has humillado tú? Y ahora me voy a pasar toda la vida marcado; gracias a ti, mi padre se ha convertido en un presidiario; tengo hermanos y hermanas pequeños... Aunque a mí me odies, ¿qué tienes contra ellos, dime?
Una gota de lluvia salpicó la cara de Carpenter. Cayeron más.
—¿Lo has notado? —dijo LaVon—. Cuando llueve, el agua de las montañas siempre inunda esta poza. Humíllate ante mí, Carpenter, y te prometo que te sacaré de aquí.
Carpenter no se sentía especialmente valiente, por mucho que mantuviera la boca cerrada. Si hubiera creído que LaVon iba a mantener su promesa de verdad, se habría tragado el orgullo y habría empezado a implorarle. Pero LaVon estaba mintiendo. A estas alturas, ya no podía permitirse el lujo de salvarle la vida a Carpenter, aunque quisiera. Las cosas habían llegado demasiado lejos y las consecuencias serían demasiado desastrosas. Carpenter tenía que morir ahogado accidentalmente, sin testigos, como el desgraciado que era, como el héroe que era. Nadie conocía mejor que él a los tres chicos que lo habían llevado al lugar donde había de morir.
Si le suplicaba y gimoteaba con su voz perruna, gatuna, su voz monstruosa y bestial, LaVon le sonreiría triunfalmente y le llamaría mamón en voz baja. Carpenter conocía al muchacho demasiado bien. Mañana le remordería la conciencia, naturalmente, pero ahora no iba a ablandarse. Solamente quería que su triunfo fuera completo y por eso simulaba concederle una última oportunidad. Quería verlo retorcerse como un gusano, oírle gimotear como un podenco antes de morir. Por esa razón, el silencio de Carpenter era su victoria. Que me recuerde en sus pesadillas de culpable, que recuerde que tuve el valor de no echarme a lloriquear.
LaVon le escupió y el salivazo le dio en el pecho.
—Ni siquiera le he dado en su fea carita de gusano —dijo.
Luego le dio un empujón a la silla y trepó por la ladera de la poza.
Por un momento la silla se mantuvo en equilibrio, pero en seguida volcó. Esa vez Carpenter cayó relajado. Salió a rastras de debajo de la silla sin nuevas heridas. Tenía la espalda contra la ladera de la poza por la que habían trepado los chavales, y no podía ver si le estaban espiando o no. Así que se quedó inmóvil con una pequeña con tración del brazo izquierdo, el que tenía herido. Al cabo de un rato la furgoneta se alejó.
Sólo entonces empezó a alargar los brazos y a dar zarpazos sobre la arena de la hondonada. Las piernas le resultaban completamente inútiles, las llevaba a rastras, pero sin silla no estaba totalmente indefenso. Controlaba los brazos y, extendiéndolos e izando después el cuerpo sobre los codos, podría avanzar un buen trecho. ¿Cómo se imaginaban que se metía en la cama o en el baño? ¿No le habían visto usar las manos y los brazos? Claro que sí, pero suponían que por el hecho de tener los brazos débiles habían de serle inútiles.
Consiguió llegar a la pared de la hondonada y se dio cuenta de que eran inútiles. En cuanto había montículo que salvar, el brazo izquierdo le hacía ver las estrellas.
Y la cuesta era muy escarpada. Si no lograba agarrar una artemisa o el brote de un árbol, no tendría la menor esperanza de salir de allí.
Un rayo centelleó a lo lejos. Oyó su trueno. La lluvia era un constante plic, plic, plic sobre la arena, un imperceptible repiqueteo sobre las escasas hojas que había en la poza. En las montañas ya debía de estar lloviendo a raudales. Pronto llegaría el agua hasta la poza.
Se izó un metro más, a pesar del dolor. La arena le arañaba los codos cada vez que los clavaba para auparse un poco más. La lluvia era ahora constante y las gotas más grandes, pero todavía no era un aguacero. Un mísero consuelo para Carpenter. El agua empezaba a caer por las paredes de la hondonada, formando charcos en su cauce.
Se imaginó con amargura diciéndole a Dean Wintz: «Bien pensado, no quiero ir a dar clases de sexto grado. Prefiero enseñar a los que dejan las tareas agrícolas. A los pocos que quieren seguir estudiando después de sexto grado, los que quieren una educación universitaria. Los que aprecian los libros, los números y las lenguas. Los que comprenden qué es civilización y quieren mantenerla viva. Quiero chicos con ganas de aprender en vez de estos pobres rebañatierras que sólo van a la escuela porque la ley les obliga, antes de que cumplan quince años, a pasar seis como cautivos en la prisión de la enseñanza».
¿Por qué salen los valentones a buscar viejos emplazamientos de misiles y arriesgan sus vidas desmontándolos? Para preservar la civilización. ¿Por qué los jinetes de la libertad abandonan la comodidad de sus hogares y se van a conducir a los refugiados desamparados y asustados al abrigo de las montañas? Para preservar la civilización.
¿Y por qué había delatado Timothy Carpenter a los estraperlistas que desenmascaró en Reefrock Farms? ¿Fue, realmente, para preservar la civilización?
Sí, se dijo con energía.
El agua corría ahora por el fondo de la poza. Tenía los pies cerca de la corriente. Se izó dolorosamente un metro más. Tenía que mantener el cuerpo bien pegado a la pared de la poza para que no le arrastrara el río que se estaba formando.
Descubrió que, pataleando a su manera espasmódica e incontrolable, podía hundir la punta de los zapatos en la arena para aliviar un poco la fuerza que hacía con los brazos, aunque sólo fuera por un segundo.
No, se dijo. No era sólo por preservar la civilización. Era por las actitudes arrogantes de sus hijos, por su altanería, la altanería del niño que se siente protegido. Ellos sí que tenían para dar y tomar, mientras que los infelices que los rodeaban andaban angustiados pensando si habría bastante comida para pasar el invierno, si su madre tendría lo bastante para que no le faltara nada al niño que estaba criando, y si los zapatos les durarían otro verano. Los ladrones podían pagarse el billete de tren hasta la distante Price, o incluso hasta Zarahemla, la resplandeciente ciudad que había a orillas del mar Mormón, mientras que los hijos de los hombres honrados nunca verían otra cosa que no fuera el polvo, la arena y las rojas montañas del margen.
Carpenter los odiaba por eso, por todas las diferencias que había en el mundo, por los chicos que tenían piernas y no iban a ningún lugar importante, por los que tenían voz y la usaban para decir estupideces, los que tenían dedos diestros y rápidos y los empleaban para asustar y abusar de los débiles. Los odiaba por todas las desigualdades del mundo y quería que pagaran por ello. No podían ir a la cárcel por tener brazos, piernas y lenguas obedientes, pero se les podía condenar por robar la cosecha duramente ganada por los hombres y mujeres que les otorgaban su confianza. Cualesquiera que fueran los verdaderos motivos de Carpenter, ésa era una razón lo bastante poderosa para considerar su acto como de justicia.
El nivel del agua crecía ahora varios centímetros por minuto. La corriente le tiraba de los pies. Desclavó los codos para ganar un nuevo trecho, para elevarse un poco más por la pared, pero al estirar los brazos resbaló y la corriente tiró de él con mayor fuerza. Le costó un esfuerzo ímprobo regresar al punto de partida. Le ardía el brazo izquierdo, tenía los músculos desgarrados. Pero por lo menos seguía con vida, ¿no? El codo izquierdo le sostenía mientras extendía el brazo derecho y escalaba más alto todavía, y luego otra vez, ganando un poco de altura con cada impulso. Trató de utilizar también los dedos para aferrarse a la tierra, a una rama, a una piedra, pero no consiguió abrir los puños cerrados que aporreaban la arena en vano.
¿Soy vengativo, cruel, rencoroso? A lo mejor. Pero, cualquiera que fuera el motivo que me impulsara a hacerlo, ellos eran unos ladrones y no tenían derecho a seguir entre las personas a las que habían traicionado. Para los hijos era duro, cruel, hacer que las autoridades arrancaran a sus padres del hogar. Pero ¿no sería mucho peor que los padres se quedaran en casa, y que los hijos aprendieran que la confianza es cosa de estúpidos y el honor cosa de débiles? ¿Qué clase de sociedad sería la nuestra si los chicos supieran leer y escribir, pero no fueran capaces de aguantarle el plato a nadie sin robarle comida?
El agua le llegaba a la cintura. La corriente le hacía oscilar ligeramente, empujándole corriente abajo. Ahora las piernas flotaban por detrás de él y el agua caía por la ladera, ablandando la tierra en la que tenía clavados los codos. De manera que los chicos, furiosos, querían verle muerto. Moriría por una buena causa, ¿no?
Al ver que el nivel del agua crecía, que la corriente se hacía más fuerte, decidió que el martirio no era tan bueno como lo pintan. Bien mirado, tampoco la vida era algo a lo que renunciar a la ligera por unos cuantos inconvenientes. Se las arregló para trepar unos cuantos centímetros más, pero topó con un saliente de tierra que le cerraba el paso. Alguien con manos las habría alargado y se habría agarrado a la artemisa que había encima de él.
Apretó los dientes con fuerza y levantó el brazo por encima del saliente de barro. Intentó escarbar un punto de apoyo para el antebrazo, pero la tierra estaba resbaladiza. Al intentar cargar algo de peso sobre el brazo, se deslizó de nuevo.
Ahí estaba, ahí estaba su muerte, lo sentía, y en un repentino ataque de miedo el cuerpo se le envaró. Casi en seguida, los pies se engancharon en el lecho rocoso del río y evitaron que siguiera resbalando. Aunque espásticas, las piernas le servían para algo. Dio manotazos por encima de él, con el brazo derecho, arañándose el puño con el tallo de la artemisa al intentar abrir su mano agarrotada.
Ydespués de tanto esfuerzo desesperado, lo consiguió.
Todos los dedos de la mano, excepto el meñique, se abrieron lo bastante como para agarrar el tallo. Ahora, el agarrotamiento le servía de ayuda. Usaba su brazo izquierdo sin contemplaciones, haciendo caso omiso del dolor, aupándose un poco más sobre el saliente; todavía tenía los pies en el agua, pero la cintura ya no, y la corriente no ejercía tanta fuerza sobre él.
Era una victoria, pero ¡vaya victoria! El agua ni siquiera tenía todavía un metro de profundidad, la corriente no era aún lo bastante fuerte como para arrastrar su silla de ruedas, pero era suficiente para matarle si no hubiera llegado tan arriba. Con todo, ¿en qué consistía su victoria? En tormentas como ésta, el agua suele llegar hasta el borde; cuando el agua empezara a bajar llevaría una hora muerto.
Oyó, a lo lejos, un vehículo que se acercaba por la carretera. ¿Habían regresado para verlo morir? No podían ser tan estúpidos. ¿A qué distancia estaba esta poza de la carretera? No muy lejos..., después de desviarse de ella habían andado poco trecho de mal camino hasta llegar aquí. Pero eso no significaba nada. Nadie lo vería, ni siquiera el ordenador que estaba tirado entre las plantas rodadoras y la arenisca, en la ladera de enfrente.
Podían oírle. Era posible. Si llevaban las ventanillas abiertas..., ¿en plena tormenta? Si su motor era silencioso... y al mismo tiempo lo bastante ruidoso para saber cuándo los tenía encima. Imposible, imposible. Además, podían ser otra vez los muchachos, que venían a ver si le oían chillar y llorar por su vida; no voy a gritar ahora, después de tantos años de silencio...
Pero sus ansias de vivir, descubrió, eran más fuertes que la vergüenza; la voz le salió espontáneamente de la garganta. Los labios y la lengua y los dientes, que en la infancia habían repetido industriosamente palabras que sólo su familia podía entender, ahora volvieron a construir una palabra: «¡Socorro!». Era una palabra difícil, pues no lograba abrir la boca y, además, estaba demasiado tenso para oír algo. Así que simplemente ladró, sin proferir más que el terrible sonido de su voz.
El vehículo se detuvo con una sacudida y un chirrido largo y ruidoso. El motor se apagó. Carpenter ladró de nuevo. Las puertas del coche se cerraron de golpe.
—Te digo que hay un perro en alguna parte, el perrito de alguien...
Carpenter volvió a ladrar.
—Perro o no, ¿está vivo, no?
Recorrieron el borde de la hondonada y uno de ellos lo descubrió.
—¡Un crío!
—¿Qué estará haciendo ahí abajo?
—¡Vamos, niño, no me digas que no puedes trepar por aquí!
He estado a punto de matarme trepando hasta aquí, idiotas, si pudiera trepar, ¿no os parece que lo habría hecho? ¡Socorro!, gritó de nuevo.
—No es un niño. Tiene barba...
—¡Vamos, sujétate, ya bajamos!
—Hay una silla de ruedas en el agua...
—Debe de ser un tullido.
Eran varias voces, algunas de mujer, pero fueron dos hombres fuertes los que lo agarraron, chapoteando con los pies en el agua. Lo cogieron por debajo de los brazos y lo subieron hasta el borde.
—¿Puede levantarse? ¿Se encuentra bien? ¿Puede levantarse?
Carpenter hizo un gran esfuerzo para arrancarse la palabra «no».
La mujer más vieja tomó las riendas.
—Tiene una parálisis, cualquier idiota se puede dar cuenta. Baja a por su silla de ruedas, Tom, no tiene sentido hacer que espere a que le den otra. ¡Venga, baja! No es tan peligroso, todavía no ha llegado la crecida.
Su voz era vigorosa y clara, su pronunciación perfecta, casi extranjera de tan precisa. Ella y la mujer joven lo llevaron al camión. Era un camión viejo y grande, de plataforma, de los viejos tiempos, y en la parte de atrás había una pila cubierta de lonas con una forma extraña. En las lonas Carpenter leyó las palabras «Prodigiosa Compañía de Sweetwater»; gentes de la farándula, que se apresuraban a llegar a la ciudad huyendo de la lluvia, y que habían oído su llamada como por milagro.
—Pobres brazos —dijo la mujer joven, quitándole la grava y la arena que le habían despellejado los codos—, ¿Ha trepado tanto, sólo con sus brazos?
Los jóvenes salieron de la hondonada enfangados y maldiciendo, pero traían la silla de ruedas. La ataron rápidamente a la parte trasera del camión; uno de ellos había encontrado el ordenador y lo metió en la cabina. Era a prueba de golpes y, para alivio de Carpenter, todavía funcionaba.
—Gracias —dijo su voz mecánica.
—Les dije que había oído algo y ellos me contestaban que estaba loca —dijo la vieja—. ¿Vive usted en Reefrock?
—Sí —contestó su voz.
—Es asombroso lo que pueden hacer estas máquinas; ni con tanta lluvia se ha estropeado —dijo la mujer—. Bueno, ha estado cerca de la muerte, pero ya está a salvo y es cuanto se puede pedir. Lo llevaremos al médico.
—Sólo quiero que me lleven a casa. Por favor.
Eso hicieron, pero insistieron en ayudarle a lavarse y en prepararle la cena. Cuando acabaron, caía una cortina de agua.
—Lo único que tengo es suelo —dijo—, pero pueden quedarse.
—Mejor que intentar plantar las tiendas de campaña con la lluvia que está cayendo.
De manera que se quedaron.
Aunque estuviera exhausto, a Carpenter le dolían demasiado los brazos para poder dormir. Se quedó despierto pensando en la corriente que lo arrastró, imaginando qué le habría podido ocurrir, hasta dónde habría llegado corriente abajo antes de ahogarse, dónde habría acabado su cuerpo. Enganchado en un tronco quizás, o bien columpiándose de una rama o una roca cuando bajara el nivel del agua. La corriente habría dejado su reblandecido cuerpo tirado, secándose al sol. Muy lejos, en algún lugar del desierto quizás. O tal vez lo habría llevado por
la ruta que conducía al Colorado, revoleándolo por los rápidos, haciéndole pasar por los cañones, llevándole más allá de las ruinas de los antiguos embalses para acabar en el Golfo de California. Pasaría por el territorio navajo y el protectorado hopi, y por las zonas que los chihuahuas reivindican, amenazando incluso con ponerse en pie de guerra. Habría visto más mundo que en toda su vida.
Esta noche he visto más mundo, pensó, del que nunca hubiera imaginado. He visto la muerte y he visto cuánto la temía.
Y se analizó, preguntándose cuánto habría cambiado.
Cuando por fin despertó, ya avanzada la mañana, los comediantes se habían marchado. Claro, tenían una actuación y debían representar una especie de pasacalles para que la gente se enterara. Las clases hoy acabarían antes, para que se pudiera representar el espectáculo sin gastar demasiada luz. Esa tarde la escuela estaría cerrada. Pero ¿y las clases de la mañana? Debían de haberse extrañado al ver que no aparecía; le habrían llamado y, al no contestar el teléfono, habrían ido a buscarlo. Quizá los comediantes estuvieron todavía en casa cuando llegaron. En el colegio habría corrido la voz de que todavía estaba vivo.
Trató de imaginarse a LaVon y a Kippie y a Pope cuando oyeran que el señor Máquina, el señor Chinche, el señor Carpenter seguía vivo. Les entraría miedo, naturalmente. Quizá lo hubieran confesado todo. No, eso no. LaVon los tendría callados. Estaría pensando en cómo salir del atolladero. Quizás incluso trazando un plan de huida, aunque les sería muy difícil encontrar un lugar adonde ir que no estuviera bajo la jurisdicción de Utah.
Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Planeando cómo pueden escapar mis enemigos de su merecido castigo? Debería llamar otra vez a los alguaciles y contarles lo que ha ocurrido, si es que nadie los ha llamado todavía.
Su silla de ruedas le esperaba al lado de la cama. Los comediantes le habían quitado todo el barro y se la habían dejado flamante. Hasta la enderezaron los soportes del ordenador y lo montaron; era una chapuza, pero bastaba. ¿Funcionaría el motor después de haber estado bajo el agua? Vio que hasta le habían cambiado la batería y le habían dejado la vieja al lado. Eran buena gente. Nada que ver con lo que cuentan las historias de gitanos comediantes. Aunque ninguna ley natural dice que quienes ayudan a los tullidos no vayan a seducir a todas las jóvenes del pueblo...
Le dolían los brazos y tenía el izquierdo débil y trémulo, pero se las arregló para sentarse en la silla. El dolor le trasladó al día anterior. Hoy estoy vivo, y sin embargo, hoy parece exactamente igual a la semana pasada, en la que también estaba vivo. Haber estado al borde de la muerte no era suficiente; la única transformación es morir.
Comió, pues ya casi era mediodía. Eldon Finch fue a verle con el comisario.
—Soy el nuevo obispo —dijo Eldon.
—Veo que no has perdido el tiempo —dijo Carpenter.
—Has de saber, hermano Carpenter, que hoy los ánimos están agitados. Ayer también, desde luego, especialmente por los ángeles vengadores que bajaron del cielo a arrestar a personas en las que todos confiábamos. Hay quienes dicen que no deberías haber hablado, quienes dicen que has hecho bien, y quienes no dicen nada porque tienen miedo de que se diga algo de ellos. Malos tiempos, malos tiempos éstos en que la gente roba a sus vecinos.
El comisario Budd tomó finalmente la palabra.
—Tan malos que merecen no ser recordados.
El obispo asintió.
—Seguro que sabes a qué hemos venido el comisario y yo; venimos a averiguar quién lo hizo.
—¿Hizo qué?
—Arrojarte a la poza. No me irás a decir que saliste tú solo, con la silla de ruedas, del margen. ¿Qué, corrías tan deprisa que perdiste el control y volcaste? Desahógate, hermano Carpenter, confía en mí.
El obispo y el comisario se echaron a reír. Qué divertido.
Ahora es el momento, pensó Carpenter, de citar los nombres. Mis motivos son claros: debe hacerse justicia. Ellos te han hecho pasar por el peor infierno de tu vida, te han hecho gritar pidiendo socorro, te han hecho probar el sabor de la muerte. Ahora te toca desquitarte.
Pero no tecleó sus nombres en el ordenador. Pensó en la madre de Kippie llorando en la puerta. Cuando cesaran los llantos, todavía quedarían muchos años. Mucho tiempo hasta que pudieran sacarle partido a la tierra. Kippie terminaría con la escuela; nunca volvería a levantar cabeza, nunca saldría de la prisión. La responsabilidad de los adultos recaía ahora sobre esos muchachos, que eran demasiado jóvenes. ¿Podrían sus familias soportar aún más penalidades, cuando una nueva generación se les fuera a la cárcel? Carpenter no tenía nada que ganar y muchos inocentes tenían demasiado que perder.
—Hermano Carpenter —dijo el comisario Budd—. ¿Quién fue?
Tecleó su respuesta.
—No pude verlos.
—Pero ¿no reconoció sus voces?
—No.
El obispo lo miró fijamente.
—Han intentado matarlo, hermano Carpenter. No es cosa de broma. Si esa gente de la farándula no hubiera pasado por allí, habría muerto. Tengo mis propias ideas sobre quién fue; basta con comprobar quién tenía ayer una razón para odiarlo hasta el punto de querer matarlo.
—Como usted mismo ha dicho, mucha gente piensa que un forastero como yo no debería meter las narices en los asuntos de Reefrock.
El obispo lo miró con el ceño fruncido.
—¿Le asusta que lo vuelvan a intentar?
—No.
—No puedo hacer nada —dijo el comisario—. Creo que es un maldito idiota, hermano Carpenter, pero si ni siquiera a usted le importa yo no puedo hacer nada.
—Gracias por venir.
No fue a la iglesia el domingo. Pero el lunes volvió a la escuela a la misma hora de siempre. Y allí estaban LaVon, Kippie y Pope, sentados en sus asientos. Pero no como siempre. Se habían acabado las chanzas. Cuando les preguntaba, contestaban si podían, y si no podían no contestaban. Cuando los miraba apartaban la vista.
No sabía si era vergüenza o miedo de que algún día los delatara, pero no le importaba. Estaban marcados. Algún día se casarían, se irían a nuevas tierras, por detrás de ese margen en continua progresión, tendrían hijos, trabajarían hasta que sus cuerpos quedaran exhaustos y entonces se dejarían caer en la tumba. Pero recordarían que un día abandonaron a un tullido a la muerte. No tenía ni idea de lo que eso podía significar para ellos. Pero lo recordarían.
A las pocas semanas LaVon y Kippie se fueron de la escuela; sin padres, había demasiado trabajo en el campo y la escuela era un lujo que sus familias no se podían permitir. Pope tenía un hermano mayor en casa, así que pudo acabar el curso.
Una vez estuvo a punto de hablarle. Era un día ventoso; la arena repiqueteaba contra la ventana de la clase. La tempestad que venía del sur parecía ser de las desagradables. Cuando acabó la clase, la mayoría de los chicos, protegiéndose la cabeza en los abrigos, salieron corriendo a la calle, apresurándose para llegar a casa antes de que comenzara el aguacero. Sin embargo, algunos se quedaron para hablar con Carpenter sobre esto y aquello. Cuando se fue el último, Carpenter vio que Pope todavía estaba allí, haciendo garabatos con el lápiz sobre una hoja de papel. Miró a Carpenter, dejó el lápiz, recogió los libros y echó a andar hacia la salida. Se detuvo un momento con la mano en el pomo de la puerta. Carpenter esperaba que dijera algo, pero lo único que hizo el muchacho fue abrir la puerta y salir.
Carpenter fue rodando hasta la puerta y miró cómo se alejaba. El viento le hinchaba la chaqueta. Como una cometa, pensó, lo está levantando.
Pero no era verdad. El muchacho ni se elevó ni echó a volar. Y ahora Carpenter vio en el viento una corriente que fluía por la calle, arrastrando a Pope a su paso. A todos los cuerpos del mundo atrapados en esa misma corriente, ese mismo viento, flotando por los mismos ríos, las mismas calles, y finalmente encontrando reposo en algún tronco, en alguna sepultura. Sólo Dios sabe dónde o por qué.

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