miércoles, 9 de septiembre de 2020

El estuario, de Margaret St. Clair

 


Lo mejor de aquello era que, en realidad, no había robo. Todo el mundo sabía que los barcos permanecían en el estuario porque su estancia allí era mucho más económica que convertirlos en chatarra. Por la noche había un guardián y una patrulla, pero ambas cosas eran superficiales y negligentes. Eludirlos era tan fácil como hacer que los hurtos pareciesen casi más legítimos de lo que hubieran sido si los barcos hubiesen estado completamente abandonados. No es extraño que Pickard pensase que sus robos eran una especie de «salvamento» loable.

Noche tras noche escarbaba en las entrañas de los podridos barcos Liberty y se largaba con chapas de metal, partes de instrumentos y largos tubos de latón y de cobre. Tenía un amigo en el negocio de la construcción de barcos que le compraba la mayoría de lo que él se apropiaba, pagándole a un precio muy por debajo del normal. En cierta ocasión, el cuadro de lo que le sucedería si le echaban mano, trastornó un poco a Pickard... Él creía que los barcos eran propiedad del Estado y el robo conduciría a un castigo proporcionado... Pero aquellos orangutanes de la patrulla hacían tanto ruido durante sus rondas que habría de ser sordo, mudo y ciego para que le cogieran a uno.

El negocio era bueno. Después de los tres primeros meses, Pickard consideró que ganaba lo suficiente para tener un ayudante. Era un muchacho alto y fuerte, que usaba un ajustado casquete de lana y que se llamaba Gene. Sin dificultad admitió la creencia de Pickard de que su ocupación era una de las irregularidades más ligeras y necesarias para que los ejes del negocio permanecieran engrasados y giraran fácilmente.

En otros aspectos, era también un muchacho sagaz. Después de llevar trabajando para Pickard tres o cuatro días, sugirió algunas innovaciones en la técnica del «salvamento». Llegaron a un acuerdo, y aquella semana las ganancias del Pickard se elevaron en un ciento veinte por ciento sobre las de las semanas anteriores. Una modesta prosperidad visitó el hogar de Pickard. Estelle empezó a guisar con mantequilla en lugar de margarina y comenzó a leer los anuncios de los abrigos de pieles con ojos críticos.

-Oiga, viejo -dijo Gene, titubeando, dos o tres semanas después que Estelle hizo el pago de un abrigo de piel de cordero persa a mitad de precio-: ¿nunca oyó usted nada extraño en los barcos por las noches?... Quiero decir..., ¿algo raro?

Pick le miró burlón. La noche era oscura y cubierta, con mucha luz difusa en el cielo, y podía entrever, aunque confusamente, la silueta de la cabeza y de la cara de Gene a su lado en la motora.

-No te calientes los cascos -le dijo-. La patrulla no nos molestará nunca. Esos bastardos no sabrían orientarse si se metieran en los barcos.

Gene se estremeció. Aún era muy joven.

-No me refiero a la patrulla -contestó-. Me refiero a algo..., ¡hum!..., extraño. Algo que haya en los barcos... como lo que me siguió.

Pickard se echó a reír.

-Tienes demasiada fantasía, pequeño -dijo. (Lo de «pequeño» era como una venganza porque Gene le llamaba «viejo», cosa que detestaba.)-. Aquí no hay nada, excepto un montón de barcos viejos y herrumbrosos. Tú eres joven y estás lleno de...

-Okay! -dijo Gene-. Yo solo... Okay!

-Procura, si puedes, arrancar algo más de ese tubo de latón -le dijo Pickard cuando se separaron-. Bert me dijo que necesitaba bastante.

-Okay!

Artísticamente hablando, Gene hubiera debido desaparecer aquella misma noche. Pero no fue sino hasta el viernes siguiente cuando dejó de mostrarse en la motora con su cargamento de chatarra.

Pick le esperó pacientemente al principio, con inquietud después. ¿Qué podía haberle sucedido al muchacho? Claro que podía haber tenido un encuentro con la patrulla, pero Pick no había oído ningún alboroto, y los ruidos se perciben muy bien sobre el mar.

Las patrullas hacían su ronda con faroles y linternas, haciendo más ruido que un terremoto.

Pero si Gene no había tropezado con la patrulla, ¿dónde estaba? ¿Se habría caído en alguna parte al trepar en la oscuridad?... ¿Yacería inconsciente en el fondo de alguna bodega?

Antes de que la claridad le obligase a regresar a su casa, Pickard buscó al muchacho por unos cuantos buques. No encontró señal de él. Los registró a la noche siguiente, y a la otra, y a la otra... no olvidando, como es lógico, su primordial interés en sus «adquisiciones»... hasta que no quedó un solo casco por registrar. No encontró a Gene. Solamente, en el tercer casco que visitó la última noche, halló el casquete de lana del muchacho flotando sobre el agua sucia y pestilente del pantoque.

Pickard estaba disgustado, más disgustado de lo que hubiera querido admitir. Si Gene había sido atrapado por la patrulla, aquello significaría para el propio Pick, más pronto o más tarde, un contratiempo. Y si la patrulla no era responsable de su ausencia, ¿qué era?

Estelle notó su preocupación y le preguntó hasta que le obligó a darle razón de su inquietud. Cuando terminó el relato, ella se echó a reír.

-Era un cagón, Pick -dijo, consolándole-. Lo que sucedió fue que tuvo miedo y echó a correr; luego, le ha dado vergüenza venir a contártelo. Lo que te digo: un cagón.

-Bien; pero ¿por qué tuvo miedo? ¿De qué tuvo miedo? -preguntó Pickard-. Recuerdo haber oído -continuó con cierta dificultad- que, cuando estaban construyendo uno de los buques, un soldador quedó soldado en él. Botaron el barco con él. Luego, hubo un hombre que fue atrapado por el tubo de aire y...

Su esposa estalló.

-Eso es una sarta de mentiras, Pick, y tú lo sabes. Nunca oí tonterías semejantes. ¿Es que tienes miedo a las patrullas?

-¡Hum!

-No sé qué tiene que ver eso contigo. Nunca creí que perdieses la cabeza... Mabel me dijo que ayer estuvieron en Selby y...

Pickard comprendió que Estelle estaba pensando en los pagos de su nuevo abrigo de pieles.

Pickard dormía de día y trabajaba de noche, y aunque en los alrededores de su casa todo era tranquilidad, nunca conseguía dormir bien. Aquel día estuvo despierto tres o cuatro horas, y eran las once cuando consiguió dormirse.

Su sueño fue bastante agitado. Recorría el casco de uno de los buques buscando un trozo de material duro fácilmente vendible a alto precio, y estaba seguro de que lo encontraría en alguna parte.

Mientras hacía el recorrido, empezó a notar la sensación, débil al principio, más fuerte después, de que algo muy desagradable estaba espiando en la periferia de su visión. Dos o tres veces giró en redondo bruscamente, esperando sorprenderle, pero la cosa se movía con más rapidez que él.

Continuó buscando afanosamente su material. Subió las escaleras y las bajó de nuevo, registrando el cuarto de máquinas y el camarote de la tripulación. Al fin, en el pantoque de la bodega número 3 vio el trozo de material medio sumergido.

Tan pronto como lo vio, olvidó que lo había estado buscando. En la extraña equivalencia de los sueños, el pantoque, el sucio y hediondo pantoque, fue lo que se convirtió en el objeto de su deseo. Se arrodilló a su vera, metió en él la mano, la sacó llena de agua y, dándole asco, enfermo de disgusto y de repugnancia, empezó a beber.

El corazón de Pick palpitaba aún aceleradamente cuando se despertó. ¡Maldito sueño! ¿Qué significaría? ¿Qué sentido tendría? Su pulso continuaba anormal cuando sonó la sirena del mediodía.

Contrató otro ayudante. Fred no era tan bueno como Gene; era holgazán, y, al cabo de cinco días, le dejó plantado, alegando que no le agradaban los ruidos que había en los barcos por la noche. Así, pues, se observará que Pick había sido extensamente advertido antes de que le sucediera lo que le sucedió.

Fue una semana después cuando Gene surgió detrás de él. Pick se encontraba entre puentes del M. S. Blount, y Gene le agarró con sus descarnadas manos. Pick gritó una y otra vez, tratando de zafarse; pero fracasó por completo. No podía dañar a Gene. Gene estaba muerto ya. Y Pick fue sumergido en las pestilentes aguas del fantástico pantoque, mientras Gene permanecía en pie, haciendo escalofriantes ruidos con sus descarnados labios, y el otro acechaba tranquilamente desde el fondo de la bodega.

Estelle no terminó de pagar su abrigo de pieles. Transcurrida una temporada, formó nuevo hogar con un tipo llamado Leon Socher, que hacía tiempo estaba encaprichado de ella. Los barcos continuaron su lenta labor de pudrirse en sus amarras, sin molestar a los cobradores de impuestos. Y, en nuestros días, si usted es tan indiscreto que va a fisgar por las noches entre los carcomidos cascos que están anclados tranquilamente en el estuario, encontrará que se hallan poblados de una pequeña compañía, una selecta compañía, formada por Pickard, Gene y el soldador, que es el habitante más viejo.

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