martes, 22 de septiembre de 2020

La sábana a los pies de la cama, de Ardath Mayhar


 —¡Mamá!

—¿Qué quieres, cariño?

Lo había dicho con un tono muy inocente.

—¡Arrópame con la sábana, por favor!

Dos ojos oscuros y redondos miraban acusadoramente por encima del borde de la sábana.

Con un suspiro, la madre la arropó estirando la sábana con fuerza por debajo del lado del extremo inferior del colchón.

—No comprendo por qué te empeñas siempre en que te arrope estirando la sábana de ese modo.

Pero ahora ya lo había hecho, y los ojos de la niña se cerraron, vencidos por el sueño.

—Bárbara, sabes que quieres ir. Todas las demás niñas van a ir…, la hija del doctor Jarvi, la hija del juez. Y también las hijas de las mejores familias. ¡No te entiendo!

—Es que no me sentiré cómoda. No me gusta dormir en el suelo. Y se pasan toda la noche hablando. De todos modos, ninguna de ellas me resulta especialmente simpática. Y tú no quieres que Annie Wimple pase la noche conmigo.

—¡Pero si los de su familia son aparceros!

Bárbara suspiró y aparentó hallarse muy ocupada con el estudio de sus lecciones. Su madre no lo entendería nunca. Ella tenía que dormir en una cama, en una verdadera cama con la sábana bien estirada y sujeta por debajo del extremo inferior del colchón. De otro modo no podría descansar, no habría para ella ninguna seguridad durante las oscuras horas de la noche. Su madre, enojada por lo ilógico de sus acciones, la habría obligado a cambiar de no haber sido por la intervención de su padre.

—Todo el mundo tiene algo de lo que depende o ante lo que siente miedo —había dicho él—. Y lo de Bárbara me parece algo bastante insignificante. No es algo tan irrazonable como para preocuparte por ello. Simplemente, arrópala y sujétale la sábana tal como ella desea.

Y así lo había hecho.

—Jim, yo…, tengo que decirte algo. Me dirás que soy una tonta. Mi madre siempre me lo decía. Pero tengo que decírtelo antes de casarnos, porque significa mucho para mí.

Él la miró desde su altura, con una expresión burlona en sus ojos azules.

—¡Duermes con un osito de peluche! —le dijo con sorna—. ¿No? Entonces es que tienes un perro muy grande que suele compartir tu cama.

—¡Tonto! —Ella se elevó sobre las puntas de los pies y le besó la barbilla—. No. Es algo insignificante. No puedo dormir sin tener la sábana bien apretada y tirante, sujeta a los lados y al pie del colchón. Siempre he sentido verdadero terror… —Miró a su alrededor para asegurarse de que su madre seguía en la cocina—… a que me sobresalieran los pies por encima del borde de la cama. ¡Ya lo sé! ¡Lo sé! Es una chiquillada. Algo freudiano de una u otra forma. Pero no puedo dormirme si la sábana no está bien tirante y sujeta.

—Creo que lo podremos arreglar —dijo él sonriendo—, al menos por ahora. Pero pienso convencerte para que te des cuenta de cuál es la causa de esa necesidad particular. Y a partir de entonces ya no volverás a necesitarla.

—Tienes razón. Lo comprendo. Tiene tanto sentido lo que dices. La inseguridad puede hacernos extrañas jugarretas, ¿verdad? ¡Y pensar que me he pasado tantos años apretándome la sábana y sujetándola bajo el colchón para que los pies no se me salieran de la cama! Ahora me parece algo tan tonto.

Ella se sentó en la cama y colocó los pies sobre el colchón.

—Realmente, hace demasiado calor como para taparnos con la sábana. Sé que has sufrido mucho a causa del calor, incluso a pesar del ventilador en marcha. Eres muy amable y paciente conmigo, cariño.

Él se tumbó a su lado, sobre la fría sábana.

—Tengo una esposa muy inteligente —dijo con una sonrisa—. He tenido más de un paciente que ha sido incapaz de comprender la relación entre causa y efecto, al menos con la rapidez y la claridad con que tú lo has comprendido. Ahora ya te has librado de esa pequeña preocupación. Creo que me veo a mí mismo como una especie de Gran Emancipador, capaz de librar a todo aquel que pueda de sus pequeñas e insignificantes esclavitudes de los miedos y las fobias.

Se apagó la lámpara. El sonido de los grillos que cantaban en el prado llenó la noche y Bárbara pensó, medio adormilada, lo bueno que era haberse casado por amor y tener dinero al mismo tiempo. Se quedó medio dormida, con uno de los pies cerca del extremo inferior del colchón.

Y finalmente el pie se deslizó fuera.

Una mano, larga y delgada, más gris que la luz de la luna que iluminaba débilmente el dormitorio, surgió desde debajo de la cama. El pie se movió un poco, y el tobillo quedó colgando sobre el borde del colchón. La mano se elevó y agarró fría y fuertemente la pierna de Bárbara.

Ella gritó, retorciendo su cuerpo hacia arriba y agarrándose a Jim, en busca de estabilidad.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? —murmuró él medio dormido, al tiempo que la mano de ella le agarraba por el pijama, a la altura del hombro.

—¡Me ha cogido! —gritó ella, y la ropa a la que se agarraba se desgarró al ser apartada de él, hacia el borde de la cama.

Jim la cogió de las manos.

—Yo te sujeto. ¡Sólo es una pesadilla!

Pero las palabras se le helaron en la garganta al ver cómo algo tiraba de ella, apartándola de su lado, y tuvo que aproximarse más a ella para seguir sujetándola.

Finalmente, su cuerpo cayó sobre el borde del colchón. Él no escuchó el ruido de la caída sobre el suelo, y las manos que aún le sostenían se volvieron muy frías.

—¡Bárbara!

Se acercó rápidamente al lado que su esposa ocupaba poco antes y miró hacia abajo por encima del borde del colchón. Ella estaba desapareciendo por una especie de agujero que giraba confusamente en los bordes. Sus manos, como paralizadas, la soltaron, y su esposa fue absorbida por aquel agujero, que se cerró tras ella, de modo que él se encontró mirando fijamente el dibujo de la alfombra.

Se acurrucó sobre la cama, temblando. La sábana de arriba perfectamente doblada a los pies de la cama, brillaba acusadoramente a la débil luz de la luna.

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