jueves, 10 de septiembre de 2020

Triste Idiota, de Lucia Berlin

 


La soledad es un concepto anglosajón. En Ciudad de México, si eres el único pasajero en un autobús y alguien sube, no solo se sentará a tu lado sino que se recostará en ti.

Cuando mis hijos vivían en casa, si entraban a mi habitación normalmente había un motivo concreto. ¿Has visto mis calcetines? ¿Qué hay para cenar? Incluso ahora, cuando suena la campana de la verja, será: ¡Eh, mamá, vamos al partido de los Atléticos!, o: ¿Puedes cuidar a los niños esta noche? En México, en cambio, las hijas de mi hermana subirán tres pisos de escaleras y cruzarán tres puertas solo porque estoy ahí. Para recostarse a mi lado o decir: ¿Qué onda?
Su madre, Sally, está profundamente dormida. Ha tomado calmantes para el dolor y una pastilla para dormir. No me oye pasar las páginas, toser, acostada en la cama junto a la suya. Cuando llega su hijo de quince años, Tino, me da un beso, va hasta la cama de su madre y se tumba a su lado, le da la mano. Se despide con un beso de buenas noches y se va a su cuarto.
Mercedes y Victoria viven al otro lado de la ciudad, están independizadas, pero cada noche pasan a verla aunque ella ni siquiera se despierte. Victoria le acaricia la frente, mulle las almohadas y alisa las mantas, dibuja una estrella en su cabeza calva con un rotulador. Sally gime dormida, frunce el ceño. Tranquila, amor, dice Victoria. A eso de las cuatro de la madrugada Mercedes viene a darle a su madre las buenas noches. Es escenógrafa de cine. Cuando trabaja, trabaja día y noche. Ella también se tumba al lado de Sally, le canta, le besa la cabeza. Ve la estrella y se ríe. ¡Ha venido Victoria! Tía, ¿estás despierta? . ¡Oye, vamos a fumar! Nos metemos en la cocina. Ella está muy cansada, sucia. Abre el frigorífico y se queda unos instantes con la mirada perdida, suspira y lo cierra. Fumamos y compartimos una manzana, sentadas las dos en la única silla de la cocina. Está contenta. La película que están rodando es estupenda, el director es el mejor. Ella está haciendo un buen trabajo.
—Me tratan con respeto, ¡como a un hombre! ¡Cappelini quiere que trabaje en su próxima película!
Por la mañana, Sally, Tino y yo vamos a La Vega a tomar café. Tino va pasando de mesa en mesa con su cappuccino, habla con los amigos, coquetea con las chicas. Mauricio, el chófer, espera fuera para llevar a Tino al colegio. Sally y yo hablamos sin parar, como hemos hecho desde que llegué de California, hace tres días. Lleva una peluca caoba rizada, un vestido verde que realza sus ojos jade. Todo el mundo la mira, fascinado. Hace veinticinco años que Sally viene a esta cafetería. Todo el mundo sabe que se está muriendo, pero nunca ha estado tan bella o tan feliz.
A mí… si me dijeran que me queda un año de vida, apuesto a que me tiraría al mar, zanjaría el asunto de una vez. Para Sally, en cambio, es como si la sentencia fuera un regalo. Quizá es porque se enamoró de Xavier la semana antes de enterarse. Ha revivido. Saborea cada momento. Dice lo que quiere, hace lo que le apetece. Se ríe. Sus andares son sensuales, su voz es sensual. Se enfada y lanza cosas, grita palabrotas. La pequeña Sally, siempre dócil y pasiva, a mi sombra de pequeña, a la de su marido casi el resto de su vida. Ahora es fuerte, está radiante; su energía se contagia. La gente se para a saludarla, los hombres le besan la mano. El médico, el arquitecto, el viudo.
Ciudad de México es una metrópoli inmensa pero la gente tiene títulos, como el herrero de un pueblo. El estudiante de medicina; el juez; Victoria, la bailarina; Mercedes, la belleza de la casa; el exmarido de Sally, el ministro. Yo soy la hermana gringa. Todo el mundo me saluda con abrazos y besos en la mejilla.
El exmarido de Sally, Ramón, se para a tomar un café, escoltado por guardaespaldas. Chirrían las sillas en toda la cafetería a medida que los hombres se levantan para estrecharle la mano o darle un abrazo. Ahora es miembro del gabinete, con el PRI. Nos da un beso a Sally y a mí, le pregunta a Tino por los estudios. Tino abraza a su padre al despedirse y se va a clase. Ramón echa un vistazo a su reloj.
Quédate un poco más, dice Sally. Tienen tantas ganas de verte… Llegarán en cualquier momento.
Victoria la primera, con un maillot escotado para su clase de baile. Lleva el pelo estilo punk, y un tatuaje en el hombro. ¡Por el amor de Dios, cúbrete!, le dice su padre.
Papi, aquí todo el mundo está acostumbrado a verme así, ¿verdad, Julián?
Julián, el camarero, mueve la cabeza.
—No, mi doña, cada día nos trae usted una nueva sorpresa.
Nos ha servido a todos sin necesidad de preguntar lo que queríamos. Té para Sally, un segundo café con leche para mí, un expreso y luego un café con leche para Ramón.
Llega Mercedes, con el pelo suelto y alborotado, muy maquillada, para hacer una sesión como modelo antes de irse al rodaje de la película. En la cafetería todos conocen a Victoria y Mercedes desde que eran unas crías, pero son tan bellas y visten con ropa tan escandalosa que no pueden dejar de mirarlas.
Ramón empieza con su sermón habitual. Mercedes ha aparecido en algunas escenas atrevidas para la MTV mexicana. Una vergüenza. Quiere que Victoria vaya a la universidad y consiga un trabajo de media jornada. Ella le echa los brazos al cuello.
—Vamos, papi, ¿para qué voy a ir a la universidad, cuando lo único que me gusta es bailar? ¿Y para qué voy a trabajar, con lo rico que eres?
Ramón mueve la cabeza con resignación, y acaba dándole el dinero para las clases, y para unos zapatos, y para un taxi, porque llega tarde. Victoria se va, despidiéndose con la mano y lanzando besos alrededor.
—¡Llego tarde! —resopla Ramón.
Se marcha también, parándose a estrechar varias manos a su paso. Una limusina negra se lo lleva a toda velocidad, por la avenida de los Insurgentes.
Pues, por fin podemos comer —dice Mercedes. Julián llega con zumos, fruta y chilaquiles—. Mamá, ¿no puedes probar nada, ni un bocadito siquiera?
Sally niega con la cabeza. Luego tiene quimio, y le dan náuseas.
—¡No he pegado ojo en toda la noche! —dice Sally.
Parece dolida cuando Mercedes y yo nos reímos, pero se ríe también cuando le contamos toda la gente que ha pasado por su cama mientras dormía.
—Mañana es el cumpleaños de la tía. ¡El día de Basil! —dijo Mercedes—. Mamá, ¿tú también fuiste a la fiesta del Colegio Grange, en Santiago de Chile?
—Sí, pero era pequeña, solo tenía siete años cuando cayó el día del duodécimo cumpleaños de Carlotta, el año que tu tía conoció a Basil. Iba todo el mundo, grandes y chicos. Había un pequeño mundo inglés dentro de Chile. Iglesias anglicanas, mansiones y casas solariegas de estilo inglés. Jardines y perros ingleses. El club de campo Príncipe de Gales. Equipos de rugby y críquet. Y por supuesto el Colegio Grange. Una escuela para chicos muy buena, estilo Eton.
—Y todas las chicas de vuestro colegio estaban enamoradas de los chicos de Grange.
—La fiesta duraba el día entero. Había partidos de fútbol y críquet, y carreras campo a través, lanzamiento de pesos y competiciones de salto. Toda clase de juegos y casetas, tenderetes y puestos de comida.
—Y adivinas que te echaban la suerte —dijo Carlotta—. Una me dijo que tendría muchos amores y muchos problemas.
—Eso podría habértelo dicho yo. Bueno, la cuestión es que era igual que una feria campestre inglesa.
—Y él, ¿cómo era?
—Noble y atribulado. Alto y apuesto, salvo por unas orejas bastante grandes.
—Y una mandíbula prominente…
—A última hora de la tarde se hacía la entrega de premios, y todos los chicos que nos gustaban a mis amigas y a mí ganaron premios en las competiciones deportivas, pero a Basil no dejaban de llamarlo para darle premios de física y química, historia, griego y latín. Y muchísimos más. Al principio todo el mundo aplaudía, pero al final ya daba risa. Cada vez que subía al estrado, más colorado estaba. Los premios eran libros, y se llevó más de una docena. Marco Aurelio y cosas por el estilo.
»Entonces llegó la hora del té, antes del baile. La gente se paseaba por allí o tomaba el té en las mesitas. Conchi me desafió a que lo invitara a bailar, así que lo hice. Basil estaba de pie con toda su familia. Su padre, muy barbudo, su madre y sus tres hermanas, todos con la misma mandíbula, los pobres. Lo felicité, y le invité a bailar. Y se enamoró de mí, delante de mis narices.
»Nunca había bailado, así que le enseñé lo fácil que era, simplemente con el paso de la caja. Tocaron “Siboney”, “Long Ago and Far Away”. Bailamos toda la noche, agarrados o con el paso de la caja. Vino a tomar el té a casa todos los días durante una semana. Luego llegaron las vacaciones de verano y se fue al fundo de su familia. Me escribía a diario, me mandaba docenas de poemas.
—Tía, ¿y cómo besaba? —preguntó Mercedes.
—¡Besar! Jamás me besó, ni siquiera me daba la mano. Eso habría sido muy serio entonces, en Chile. Recuerdo el vértigo que sentí cuando Pirulo Díaz me dio la mano en el cine mientras veíamos Beau Geste.
—Si un chico te tuteaba, ya se consideraba una osadía —dijo Sally—. Fue hace mucho, mucho tiempo. Nos frotábamos piedras de alumbre en las axilas como desodorante. Las compresas desechables ni siquiera se habían inventado; usábamos tiras de trapo que las sirvientas lavaban una y otra vez.
—¿Y tú estabas enamorada de Basil, tía?
—No. Estaba enamorada de Pirulo Díaz. Pero durante años Basil estaba siempre ahí, en nuestra casa, en los partidos de rugby, en las fiestas. Venía cada día a la hora del té. Papá jugaba al golf con él, siempre le invitaba a cenar.
—Fue el único pretendiente al que le dio el visto bueno.
—Eso mata el romanticismo —suspiró Mercedes—. Los hombres buenos no tienen carisma.
—¡Mi Xavier es bueno! ¡Se porta tan bien conmigo! ¡Y tiene carisma! —protestó Sally.
—Basil y papá eran buenos de un modo condescendiente, se creían con derecho a juzgar. Yo trataba fatal a Basil, pero él seguía viniendo. Desde entonces todos los años me ha mandado rosas o me ha llamado por mi cumpleaños. Sin falta. Durante cuarenta años. Me ha localizado a través de Conchi, o de tu madre… en mil sitios distintos. Chiapas, Nueva York, Idaho. Una vez incluso encerrada en un pabellón psiquiátrico en Oakland.
—¿Y qué te decía, cuando te llamaba todos esos años?
—Poca cosa, en realidad. Al menos sobre su vida. Es director de una cadena de supermercados. Por lo general me preguntaba cómo estaba. Indefectiblemente siempre acababa de ocurrir algo espantoso… nuestra casa quemada, un accidente de coche. Cada vez que llama repite las mismas palabras. Como un rosario. Hoy, 12 de noviembre, está pensando en la mujer más encantadora que ha conocido. «Long Ago and Far Away» suena de fondo.
—¡Todos los santos años!
—¿Y nunca te ha escrito ni te ha vuelto a ver?
—No —dijo Sally—. Cuando llamó la semana pasada preguntando dónde estaba Carlotta, le dije que estaría aquí en Ciudad de México, que por qué no iba a almorzar con ella. Me dio la sensación de que en realidad preferiría evitar la cita de mañana. Dijo que no le parecía conveniente que su esposa se enterara. Le dije que la trajera, pero dijo que eso no le parecía conveniente.
—¡Ah, ahí viene Xavier! Qué suerte tienes, mamá. No nos das ninguna lástima. ¡Pilla envidia!
Xavier se acerca y la toma de las manos. Está casado. Supuestamente nadie sabe que tienen una aventura. Ha pasado por aquí, como de casualidad. ¿Cómo es posible que la gente no note la electricidad? Julián me sonríe.
Xavier también ha cambiado, tanto como mi hermana. Es un aristócrata, un químico eminente, solía ser un hombre muy serio y reservado. Ahora también se ríe. Sally y él juegan, y lloran, y se pelean. Hacen clases de danzón y van a Mérida. Bailan danzón en la plaza, bajo las estrellas, gatos y niños jugando entre los arbustos, farolillos de papel en los árboles.
Cualquier cosa que digan, desde algo tan trivial como un «buenos días, mi vida» o «pásame la sal», suena tan apremiante que a Mercedes y a mí nos cuesta contener la risa. Nos conmueve, sin embargo, nos maravilla ver a esas dos personas en estado de gracia.
—¡Mañana es el día de Basil! —sonríe Xavier.
—Victoria y yo creemos que debería ir disfrazada de punk, o de anciana decrépita —dice Mercedes.
—¡O podría ir Sally en mi lugar! —digo yo.
—No. Victoria o Mercedes… ¡Así creerá que todavía estáis en los años cuarenta, casi como te recuerda!
Xavier y Sally se marcharon a la sesión de quimio y Mercedes se fue a trabajar. Pasé el día en Coyoacán. En la iglesia, el cura estaba bautizando a una cincuentena de críos a la vez. Me arrodillé al fondo, cerca del Cristo sangriento, y observé la ceremonia. Los padres y los padrinos estaban de pie en largas hileras, cara a cara en el pasillo. Las madres sostenían en brazos a los críos, vestidos de blanco. Bebés redondos, flacos, gordos, pelones. El cura iba por el centro del pasillo seguido de dos monaguillos que balanceaban incensarios. Rezaba en latín. Se humedecía los dedos en un cáliz que sujetaba en la mano izquierda y hacía la señal de la cruz en la frente de cada criatura, bautizándola en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Los padres estaban serios, rezaban con solemnidad. Deseé que el cura bendijera a las madres, también, que les hiciera alguna señal, que les concediera alguna protección.
En las aldeas mexicanas, cuando mis hijos eran pequeños, los indios a veces les hacían la señal de la cruz en la frente. ¡Pobrecitos!, decían. ¡Que una criatura tan adorable hubiera de soportar esta vida de sufrimiento!
Mark, con cuatro años, en una guardería de Horatio Street, en Nueva York. Estaba jugando a las casitas con otros niños. Abrió un frigorífico de juguete, sirvió un vaso imaginario de leche y se lo dio a su amigo. El amigo rompió el vaso imaginario contra el suelo. La mirada de dolor de Mark, la misma que he visto después en todos mis hijos a lo largo de su vida. La herida de un accidente, un divorcio, un fracaso. Mi deseo feroz de protegerlos. Mi impotencia.
Al salir de la iglesia pongo una vela a los pies de la estatua de la Santa Virgen María. Pobrecita.
Sally está en la cama, agotada y con náuseas. Enfrío paños con agua helada y se los pongo en la frente. Le hablo de la gente en la plaza de Coyoacán, del bautismo. Ella me habla de los otros pacientes que hacen quimio, de Pedro, su médico. Me cuenta las cosas que le ha dicho Xavier, lo tierno que es, y llora lágrimas amargas, amargas.
Cuando Sally y yo nos hicimos amigas, ya de mayores, pasamos varios años limando nuestras asperezas y nuestros celos. Más adelante, cuando las dos estábamos en terapia, pasamos años desfogando el rencor hacia nuestro abuelo, nuestra madre. Nuestra madre cruel. Y años más tarde aún la rabia hacia nuestro padre, el santo, cuya crueldad no era tan evidente.
Ahora, sin embargo, solo hablamos en presente. En un cenote del Yucatán, en lo alto de Tulum, en el convento de Tepoztlán, en el cuartito de mi hermana, nos reímos de alegría con las similitudes de nuestras reacciones, con nuestras visiones en estéreo.
Hoy cumplo cincuenta y cuatro años. Esta mañana no nos quedamos mucho rato en La Vega. Sally quiere descansar antes de ir a quimio, y yo he de arreglarme para almorzar con Basil. Cuando llegamos a casa Mercedes y Victoria están viendo una telenovela con Belén y Dolores, las dos sirvientas. Belén y Dolores se pasan la mayor parte del día y de la noche viendo telenovelas. Las dos llevan veinte años con Sally; viven en un pequeño apartamento en el ático. No tienen tanto que hacer ahora que Ramón y las hijas se han ido, pero Sally jamás les pediría que se marcharan.
Hoy es un gran día en Los golpes de la vida. Sally se pone una bata y viene a ver el episodio. Yo me he dado una ducha y me he maquillado, pero me quedo en bata también, no quiero que se me arrugue el traje gris de lino.
Adelina va a tener que contarle a su hija Conchita que no se puede casar con Antonio. ¡Ha de confesar que Antonio es su hijo biológico, el hermano de Conchita! Adelina dio a luz en un convento hace veinticinco años.
Y ahí están, en Sanborn’s, pero antes de que Adelina pueda decir una palabra, Conchita le cuenta a su madre que se ha casado en secreto con Antonio. ¡Y van a tener un bebé! Primer plano de la cara consternada de Adelina, la cara de su madre. Al final, sin embargo, sonríe y besa a Conchita. Mozo, dice, tráiganos champán.
Ya sé, suena ridículo. Lo verdaderamente ridículo fue que las seis mujeres estábamos ahí berreando, llorando a mares cuando llamaron al timbre. Mercedes fue corriendo a abrir la puerta.
Basil miró a Mercedes horrorizado. No solo por verla llorando, o vestida con pantalones cortos y un top sin sujetador. A todo el mundo le impacta la belleza de las hermanas. Después de pasar un rato con ellas te acostumbras, como a un labio leporino.
Mercedes le dio un beso en la mejilla.
—¡El famoso Basil, y vestido de tweed auténtico!
Se puso colorado. Nos miró, todas llorando a lágrima viva, tan perplejo que nos entró la risa. Como les pasa a los niños. Risas desatadas, condenables. No podíamos parar. Me levanté y fui también a darle un abrazo, pero Basil volvió a quedarse rígido, me tendió la mano y me la estrechó con frialdad.
—Perdónanos…, estamos viendo una telenovela lacrimógena —lo presenté—. Te acuerdas de Sally, ¿verdad?
La miró, más consternado aún.
—¡Mi peluca! —gritó ella, y corrió a ponérsela.
Me fui a vestir. Mercedes me acompañó.
—Anda, tía, ponte algún atuendo de furcia bien chabacano… ¡Ese hombre es tan acartonado!
—Por aquí no hay ningún sitio para comer, desde luego —estaba diciendo Basil cuando volvimos.
—Claro que sí. La Pampa, un restaurante argentino, justo enfrente del reloj de flores del parque.
—¿El reloj de flores?
—Ya te lo enseñaré —dije—. Vamos.
Bajé tras él los tres tramos de escaleras, hablando al tuntún. Cuánto me alegraba de verlo, qué buen aspecto tenía.
En el vestíbulo de la entrada se detuvo y dio media vuelta.
—Ahora Ramón es ministro. Seguro que puede permitirse que su familia viva en un sitio mejor, ¿no crees?
—Ha rehecho su vida, tiene una nueva familia. Viven en El Pedregal, en una casa preciosa. Pero aquí están estupendamente, Basil. El apartamento es soleado y espacioso… lleno de antigüedades, plantas y pájaros.
—¿Y el barrio?
—¿La calle Amores? Sally nunca viviría en otro sitio. Conoce a todo el mundo. Hasta yo conozco a todo el mundo.
No paré de saludar a gente hasta que llegamos a su coche. Basil había pagado a unos chicos para que se lo vigilaran y no se acercaran los vándalos.
Nos abrochamos los cinturones.
—¿Qué le ha pasado a Sally en el pelo? —me preguntó.
—Con la quimioterapia se le cayó. Tiene cáncer.
—¡Qué horror! ¿El pronóstico es bueno?
—No. Se está muriendo.
—Cuánto lo siento… Aunque debo decir que no parecéis muy afectadas.
—Nos ha afectado mucho a todos. Ahora estamos contentos. Sally está enamorada. Nosotras dos nos hemos unido mucho, como hermanas. Eso también ha sido como enamorarse. Sus hijos vienen a verla, la escuchan.
Se quedó callado, agarrando el volante con las dos manos.
Le di las indicaciones para ir al parque de los Insurgentes.
—Aparca donde quieras. ¡Ves, ahí está el reloj de las flores!
—No parece un reloj.
—Claro que sí, ¡mira los números! Bueno, qué demonios, parecía un reloj el otro día. Los números son caléndulas, y ahora están un poco espigadas. Pero todo el mundo sabe que es un reloj.
Aparcamos muy lejos del restaurante. Hacía calor. Sufro de la espalda, fumo mucho. El humo de los coches, mis zapatos de tacón alto. Estaba desfallecida de hambre. El restaurante olía de maravilla. Ajo y romero, vino tinto, cordero.
—No sé —dijo él—, es muy bullicioso. Será difícil mantener una conversación como es debido. ¡Y está lleno de argentinos!
—Ya, bueno, es un restaurante argentino.
—¡Tienes un acento tan americano! Dices «ya» a cada momento.
—Ya, bueno, soy americana.
Recorrimos la calle de arriba abajo, mirando los escaparates de restaurantes estupendos, pero a todos les sacaba alguna pega. Uno era demasiado elegante. Decidí que a partir de entonces diría «elegante» en lugar de «caro». ¡Oh, mira, ha llegado mi elegante factura de teléfono!
—Basil… Compremos una torta y vayamos a sentarnos en el parque. Estoy muerta de hambre, y prefiero pasar el rato hablando contigo.
—Vamos a tener que ir al centro. Allí conozco los restaurantes.
—¿Y si te espero aquí mientras vas a buscar el coche?
—No pienso dejarte sin escolta en este barrio.
—Este es un barrio sensacional.
—Por favor. Vamos juntos a buscar el coche.
A buscar el coche. Por supuesto no se acordaba de dónde lo había aparcado. Calles y más calles. Volvimos en círculos, nos alejamos, dimos un rodeo, tropezamos con los mismos gatos, las mismas sirvientas apoyadas en las verjas flirteando con el cartero. El afilador tocando su flauta, conduciendo la moto sin manos.
Me hundí en el asiento acolchado del coche y me quité los zapatos. Saqué un paquete de cigarrillos, pero Basil me pidió que no fumara en el coche. Nos caían goterones por la cara del calor y la niebla tóxica de Ciudad de México. Le dije que me parecía que el humo del cigarrillo quizá formara una pantalla protectora.
—¡Ay, Carlotta, sigues coqueteando con el peligro!
—Vámonos. Me muero de hambre.
Pero él empezó a sacar fotos de sus hijos de la guantera. Sostuve los marcos de plata de los retratos. Jóvenes de ojos claros, mirada decidida. Y mandíbula prominente. Basil hablaba de lo brillantes que eran, de sus logros, de sus prósperas carreras como médicos. Sí, al hijo lo veían, pero Marilyn y su madre no se llevaban bien. Las dos eran testarudas.
—Tiene muy buena mano con las sirvientas —comentó Basil, hablando de su esposa—. No permite que se tomen demasiadas confianzas. ¿Las mujeres en casa de tu hermana eran las sirvientas?
—Lo eran. Ahora son más como de la familia.
Nos equivocamos y giramos por una calle en dirección prohibida. Basil reculó, mientras los coches y los camiones nos pitaban. En el periférico fuimos más rápido, hasta que nos quedamos parados por un accidente más adelante. Basil apagó el motor y el aire acondicionado. Salí a fumar.
—¡Te van a atropellar!
No se movía ni un solo coche en la larga caravana que se formó detrás de nosotros.
Llegamos al Sheraton a las cuatro y media. El comedor estaba cerrado. ¿Qué hacer? Basil había aparcado el coche. Entramos en un Denny’s que había al lado.
—Y todo para acabar en un Denny’s —le dije—. Quiero un sándwich club y té con hielo. ¿Tú qué vas a tomar?
—No lo sé. La comida no me interesa.
Me sentí profundamente deprimida. Quería comerme el sándwich e irme a casa, pero por cortesía entablé conversación. Sí, eran miembros de un club de campo inglés. Él jugaba al golf y al críquet, actuaba en un grupo de teatro. Había interpretado a una de las ancianas de Arsénico por compasión. Muy divertido.
—Por cierto, compré aquella casa con piscina, en Chile, delante del tercer hoyo del campo de golf en Santiago. De momento la alquilamos, pero pensamos retirarnos allí. ¿Sabes a qué casa me refiero?
—Claro. Una casa preciosa, con glicinas y lilos. Busca entre las matas de lila, encontrarás cien pelotas de golf. El primer golpe siempre se me iba a ese jardín.
—¿Qué planes tienes tú para la jubilación? ¿Para el futuro?
—¿Futuro?
—¿Tienes ahorros? ¿Un plan de pensiones, o algo así?
Negué con la cabeza.
—He estado muy preocupado por ti. Especialmente aquella vez que estuviste en el hospital. Has dado bastantes tumbos… Tres divorcios, cuatro hijos, tantos trabajos. Y tus hijos ¿a qué se dedican? ¿Estás orgullosa de ellos?
A pesar de que me habían traído el sándwich, seguía irritable. Basil había pedido un sándwich de queso sin tostar y té.
—Odio esa idea… Estar orgulloso de los hijos, ponerse medallas por lo que ellos han logrado. A mí me caen bien mis hijos. Son cariñosos; son personas íntegras.
Se ríen. Comen mucho. Muchísimo.
Volvió a preguntarme a qué se dedicaban. Un cocinero, un cámara de televisión, un diseñador gráfico, un camarero. A todos les gusta lo que hacen.
—No parece que ninguno esté en posición de ocuparse de ti cuando lo necesites. Ah, Carlotta, ojalá te hubieras quedado en Chile… Ahora llevarías una vida apacible. Seguirías siendo la reina del club de campo.
—¿Apacible? Habría muerto en la revolución —¿reina del club de campo? Cambia de tema, rápido—: ¿Hilda y tú vais a la playa?
—¿A quién se le ocurriría, después de conocer la costa de Chile? No, hay hordas de estadounidenses. El Pacífico mexicano me parece aburrido.
—Basil, ¿cómo es posible que un océano te parezca aburrido?
—¿Y a ti qué te parece aburrido?
—Nada, la verdad. Jamás me he aburrido.
—Claro, pero has hecho las mil y una con tal de no aburrirte.
Basil apartó a un lado su sándwich prácticamente intacto y se inclinó hacia mí con gesto solícito.
—Carlotta, querida…, ¿cómo piensas recoger los pedazos de tu vida?
—No quiero ninguno de esos viejos pedazos. Simplemente sigo adelante, procuro no hacer daño a nadie.
—Dime, ¿qué crees que has conseguido en la vida?
No se me ocurría nada.
—No he probado el alcohol en tres años —dije.
—Dudo que eso pueda considerarse un logro. Es como decir «No he asesinado a mi madre».
—Bueno, eso también lo he conseguido, por supuesto —contesté sonriendo.
Me había comido todos los triángulos de mi sándwich, y el perejil.
—¿Podría ponerme unas natillas y un cappuccino, por favor?
Era el único restaurante de la República de México que no tenía natillas. Gelatina con sabor a frutas, .
—Y tú, Basil, ¿qué fue de tu ambición de ser poeta?
Movió la cabeza con resignación.
—Sigo leyendo poesía, desde luego. Dime, ¿qué verso resume para ti la esencia de la vida?
¡Qué pregunta tan interesante! Me gustó, pero solo me vinieron a la cabeza versos perversamente inaceptables. Di, mar, ¡llévame! Toda mujer ama a un fascista. ¡Adoro la mirada de la agonía! Porque sé que no miente.
—«No entres dócilmente en esa noche quieta» —ni siquiera me gustaba Dylan Thomas.
—¡Sigues siendo mi desafiante Carlotta! El mío es de Yeats. «Sé ignoto, y solázate».
Dios. Apagué el cigarrillo, me terminé el café instantáneo.
—¿Y qué me dices de «millas por recorrer antes del sueño»? Será mejor que vuelva a casa de Sally.
Era la hora mala del tráfico y la niebla tóxica. Avanzábamos a paso de hormiga. Me recitó todas las muertes de viejos conocidos, los fracasos económicos y conyugales de mis antiguos novios.
Aparcó junto a la acera. Le dije adiós. Como una estúpida, me acerqué para darle un abrazo. Reculó y volvió a montarse en el coche. Ciao, le dije, ¡y solázate!
La casa estaba en silencio. Sally se había quedado dormida después de la quimio. Se agitaba a cada momento. Preparé café bien cargado, me senté junto a los canarios, sintiendo la fragancia de los nardos, escuchando el chelo desafinado del vecino de abajo.
Me acurruqué en la cama al lado de mi hermana. Las dos dormimos hasta que oscureció. Victoria y Mercedes vinieron a saber cómo había ido el almuerzo con Basil.
Les podría haber hablado de lo que comimos. Podría haberlo convertido en una historia muy divertida. Contarles que las caléndulas estaban espigadas y que Basil ni siquiera veía el reloj de flores. Podría haberlo imitado interpretando a una de las ancianitas de Arsénico por compasión. Y sin embargo, volví a hundir la cabeza en la almohada, al lado de mi hermana.
—No me llamará nunca más.
Lloré. Sally y sus hijas me consolaron. No pensaron que fuera una triste idiota.

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