martes, 1 de septiembre de 2020

A las puertas del reino animal, de Amy Hempel


Diez velas en una croqueta de pescado indican que es el cumpleaños de Gully. La muchachita que cumple años es el centro de atención. Entorna los ojos ante el estallido de los flashes. La gata negra parece conocer las más refinadas poses gatunas. Ardiendo en celo por mostrar sus habilidades ante la cámara.
Gully es de la señora Carlin. Está con ella desde que la gata tenía seis semanas y dormía dentro del horno, ovillada en una cacerola que se caldeaba gracias a la luz del piloto. La señora Carlin ha celebrado todos y cada uno de los cumpleaños de Gully: envolviendo en papel de regalo los ratones de fieltro azul llenos de hierba gatera, envolviendo en papel de regalo la selección de comida congelada de la marca Mrs. Paul’s y fotografiando a la muchachita junto a sus invitados.
Este año, los hijos de los Patterson, Pierson y Bret, de catorce y diez años, se cuentan entre los invitados, además de su gato Bert. Aunque sería más apropiado decir que la señora Carlin y Gully son los invitados de los niños, ya que la fiesta se celebra en casa de los Patterson.
La señora Carlin cuida de los niños durante la semana en que sus padres están en una ciudad del Este para asistir al congreso anual de empresarios. La señora Carlin puso como condición para aceptar el empleo que Gully tenía que ir con ella. Le explicó a la señora Patterson que una vez una canguro de gatos fue a darle de comer a Gully «y Gully —no hay otra palabra para definirlo— gritó».
Después de servir el pastel de cumpleaños de Gully, la señora Carlin le lleva la cena a los chicos. Los chicos inspeccionan los platos, primero con desconfianza y después con incredulidad.
Entre las dos mitades de un panecillo de semilla de sésamo, en el lugar en que debería estar el ketchup y una hamburguesa poco hecha, los chicos ven algo parecido al ketchup y a una cinta de casete. En realidad, es salsa de tomate y una rodaja de berenjena frita.
—¿No te dijo mamá lo que comíamos? —le pregunta Pierson, el mayor de los chicos.
—Comemos hamburguesas —aclara Bret—. Nos gustan las hamburguesas con puré de patatas.
La señora Carlin les dice que ahora es ella la que dicta las normas.
—La carne de quien te comes no es un festín para quien te comes —y hace una pausa para que los niños puedan asimilar lo que acaba de decirles—. No comeremos nada que tenga padres.
Los chicos se miran entre sí para que la señora Carlin se dé perfecta cuenta de su intercambio de miradas. Les gustaría que Scooter estuviese vivo para poder colocar los platos debajo de la mesa y que el perro se comiese aquello.
En Alaska, empieza a decir la voz, obligan a salir a los lobos grises de su madriguera y los cazan con rifles desde avionetas que vuelan bajo.
A la señora Carlin se le va el santo al cielo. Pide disculpas por levantarse de la mesa y regresa con un álbum de fotos que se llevó en la maleta.
—Las fiestas de Duncan eran siempre más animadas —dice la señora Carlin a los chicos.
Duncan, dormido en otra habitación, es su anciano perro salchicha de pelo largo, con el hocico ya cano y un perfecto pico de viuda en el centro de su estrecha frente. Duncan fue la otra condición que puso la señora Carlin para aceptar el empleo.
Las fotografías muestran al perro salchicha, miembro de una camada nacida en Navidades, tomadas en distintas épocas de su vida: posando sobre una fuente de plata y sosteniendo una manzana en la boca sin morderla; con un jersey tejido a mano que le cubre la grupa, descendiendo en tobogán por una colina nevada; sonriéndole abiertamente a su «tarta» de steak tartare, mientras sus invitados se esfuerzan por tomar la delantera para hacerse con los juguetes masticables.
La señora Carlin cree que la causa de que las voces se hayan puesto en marcha de nuevo ha sido el rememorar. Esta vez lo que oye es lo siguiente: Un ternero encajonado en un corral de Montana es obligado a dormir de pie.
La señora Carlin les pregunta a los chicos si no les importa comer solos. Va a su cuarto y se toma dos aspirinas.
Los chicos miran a Gully, inclinada aún sobre el pescado. Pierson le palmea levemente en el lomo. La gata se crispa, pero no abandona el plato.
—Le das un manotazo y sigue comiendo —comenta Pierson.
La señora Carlin no sale de su dormitorio hasta que no llega la hora de acostar a los niños.
—Podemos tomar un vaso de Ovaltine —propone Bret.
Pero la señora Carlin les sirve un vaso de leche sin nada, sin cacao, sin malta y sin esos otros ingredientes con que se elabora el Ovaltine, y les da a cada uno una cucharada sopera de mantequilla de cacahuete para acompañar la leche.
—Esto estimulará vuestros sueños —y les promete una excursión al acuario si se portan bien.
En el confortable dormitorio de los Patterson, sobre la cama mullida, Gully y Duncan toman posiciones: Gully en la cabecera y Duncan a los pies. Durante la noche, cuando Duncan se despereza y cambia de posición, los pies de la señora Carlin buscan el lugar cálido en que ha dormido el perro.
La señora Carlin duerme cara a cara con la gata, aspirando el aire que exhala Gully, un aire que ella cree cálido, aunque en realidad es frío.
En un laboratorio de investigación, al este de Pensilvania, le perforan la cabeza a un joven macaco…
La señora Carlin tira de Gully para acercársela más. Primero le rasca la barriga y luego le acaricia los costados lustrosos como la piel de una foca. Acaricia a la gata para que se sienta bien, después para sentirse bien ella misma, y así sigue la cosa, del bienestar de una al de la otra, hasta que el bienestar va al unísono y ambas se quedan dormidas.
—Las otras canguros nunca nos llevaban de excursión instructiva —dice Bret.
La señora Carlin ha llevado a los niños al acuario. Los niños están encariñándose con ella: los entretiene. Les cuenta todo lo que sabe sobre el reino animal: que veinte zarigüeyas recién nacidas caben en una cucharilla de café, que la hembra del lince se vuelve estéril cuando desciende la población de liebres. Gracias a la señora Carlin, los chicos han aprendido que los pingüinos emperador llegan a veces sobre un bloque de hielo flotante hasta Río.
Aquella mañana, Pierson se quejó de que se notaba la cabeza pesada. La señora Carlin le dijo que aquello era consecuencia de dormir con una almohada sobre la cara. Lo que tenía se llamaba «dolor de cabeza de tortuga», y Pierson le preguntó si todo tenía nombre de animales.
La señora Carlin lleva a los niños a su sala favorita del acuario. Es una cámara oscura con un tanque circular iluminado de verde. Te quedas en el centro, en el agujero del donut, y vas girando para ver los cientos de peces que nadan a tu alrededor. Lo llaman la Rotonda, y si giras muchas veces, te mareas y tienes que apoyarte en el cristal.
Los chicos estudian en los folletos las fotografías de los peces. Se consideran capaces de identificar los siguientes ejemplares que hay en la pecera: la raya, por supuesto; además del medregal de cola amarilla, de la lubina estriada, del pargo, del sábalo y del tiburón gris.
Aunque en escaso número, hay unos peces que nadan contracorriente. Son los únicos a los que la señora Carlin sigue con la mirada. Para ella, la oscuridad, el agua y la corriente continua de las aletas silenciosas es algo inmensurablemente relajante. Se rinde a la vertiginosa sensación que, según cree, la deja abierta a todo aquello que no puede controlar, cuando, de repente, le viene a la mente el día que es.
En las aguas del Atlántico Norte, a la altura de las Islas Faroe, es el día de «Grindadrap», fiesta con la que se celebra el regreso de las ballenas calderón. Los barcos de pesca acorralan a centenares de ballenas hasta vararlas en la playa. Los pescadores les clavan arpones a algunas de ellas para asegurarse de que las demás renunciarán a su propia seguridad: una ballena jamás abandona a una compañera herida.
Los cuchillos llegan hasta la médula espinal. Las ballenas se revuelven. En un mar de sangre, acaban partiéndose ellas mismas el cuello.
La señora Carlin se lleva un pañuelo a los labios y apremia a los niños a salir de la Rotonda.
Durante el camino a casa, los chicos van pegándose puñetazos y haciendo mofa de sus profesores. No paran de quejarse hasta que la señora Carlin detiene el coche para comprar helado. Se lo toman en el coche. Se pasan un rato en silencio mirando por las ventanillas y ven unas luciérnagas que con su revoloteo llenan de chispas el ocaso azul.
—En América del Sur —les informa la señora Carlin, con un ligero temblor en la voz—, las mujeres se trenzan luciérnagas en el pelo.
Y, en ese instante, una de las luciérnagas revolotea ante el parabrisas. La señora Carlin tiene que enderezarse y alzar la barbilla para contemplar esa mancha brillante que le vetea el campo de visión como si fuese un cometa.
—Bert, ven aquí —dice Bret—. Pequeño Bert-Bert, pequeña trucha, pequeño salmón.
La señora Carlin, de pie, escucha delante de la puerta abierta del dormitorio de Bret, que se supone que tendría que estar vistiéndose para irse a la escuela. Ha levantado un extremo del edredón y llama al gato, que está debajo de la cama.
—¿Dónde está ese picaruelo, ese bichito suave y peludo?
Bert no sale de debajo de la cama.
Bret se da por vencido. Ve a la señora Carlin en la puerta y se da cuenta de que ha tenido que oír su retahíla de mimitos.
Se sobrepone y dice:
—Papá lo llama «la cucaracha».
Su mirada da entender que otra persona ha oído aquello y que no va a olvidársele. La señora Carlin está segura de que esa otra persona es su hermano.
La noche anterior, mientras los tres veían la tele, Pierson se burló de ella porque se le llenaron los ojos de lágrimas al ver un anuncio de comida para gatos. «La gente de Purina me va a oír», fue lo único que acertó a decir, mientras que, en su interior, la voz le advertía de que en un refugio de animales de Oklahoma, un encargado no quitaba las heces del cuenco que utilizaba para sacar del saco la comida para perros.
La señora Carlin no se avergüenza de lo que ha dado en llamar «la emoción Tender Vittles[4]». Y no quiere que Bret se avergüence de mostrar afecto. De modo que le pregunta si le gustaría ayudarla a asear a Duncan.
Duncan está echado encima de una almohada en la cama de la señora Carlin. No se inmuta cuando Bret le pasa el cepillo por el lomo. Cuando le cepilla más fuerte, el perro cierra los ojos.
—Le estás cepillando y sigue dormitando —dice Bret, orgulloso de la rima.
La señora Carlin se ríe y le alisa el pelaje al perro.
—Tu cariño le estás dando mientras él sigue roncando —dice ella, haciendo también una rima, y endereza a Duncan. Le indica a Bret la suavidad con que hay que deslizar las púas del cepillo por las patas traseras del perro. Después le pide al chico que saque las pastillas de Duncan del bolsillo interior de su maleta.
Duncan toma lanoxin para su ruidoso y viejo corazón. La señora Carlin examina la botellita de plástico y —he ahí la emoción Tender Vittles— piensa en lo inconmensurablemente placentero que resulta que el medicamento de su mascota lleve una etiqueta en la que pone «Duncan Carlin».
Bret observa cómo la señora Carlin acaricia la garganta blanca del perro para ayudarlo a tragar la pastilla. El niño dice:
—Ojalá Scooter hubiese vivido para siempre.
La señora Carlin levanta la vista con rapidez. Se imagina una botella de plástico con una etiqueta en la que pone «Scooter Patterson».
Ensaya unas palabras que pretenden ser de consuelo: «Ten siempre presente que Dios está acariciándole la barriga a Scooter».
Se sorprende cuando Bret suelta una carcajada.
Mentalmente, la señora Carlin les dice a Duncan y a Gully: «Me habéis hecho feliz durante trece años». Gully y los tres gatos que hubo antes que ella; Duncan y los dos perros que hubo antes que él… Les debe la vida. Por ellos, envía cheques y escribe a congresistas para intentar proteger a unos animales a los que nunca conocerá.
La señora Carlin observa a los chicos marcharse al colegio. Se queda abstraída en el jardín delantero de los Patterson. Se acerca hasta el buzón. No hay cartas, solo el periódico. Vuelve a la casa por el camino de grava, flanqueado por matas de uña de león, y esquiva la mancha que ha dejado allí un perro del barrio al hacer sus necesidades.
La señora Carlin saca una hoja del periódico matutino y se agacha para recoger la caca. Pero resulta ser un racimo de caracoles, relucientes por la secreción, adheridos a unas hojas secas y abarquilladas.
La señora Carlin deja el periódico en la casa y coge las llaves del coche.
Conduce sujetando el volante con un solo dedo, en la posición de las seis en punto, algo que los hijos de los Patterson llaman «la posición propensa a accidentes». Está cansada, y cansada de esas voces que a veces son visiones: titíes con los párpados cosidos con grueso hilo de cera. La señora Carlin está cansada de saber cuándo dejan a un conejo ciego para mejorar el poder desengrasante de un conocido limpiador de hornos.
Cuando la señora Carlin llega al acuario, aún está cerrado, de modo que espera dentro del coche hasta la hora de apertura.
Está cansada de las voces. Les dice no a las voces. El problema es que las voces no admiten un no, y siguen a lo suyo.
Es la primera visitante del día. Cuando abren el acuario, tiene toda la Rotonda para ella sola.
Los peces —¿nunca descansan?— fluyen en tropel tras del cristal. Primero, la señora Carlin divisa la única anjova. Bajo la sombra de una raya nadan un par de tiburones toro.
Se gira con rapidez para seguir el rastro, alrededor de la circunferencia del tanque, de un banco de medregales.
Después juega con ella misma. Se obliga a ver a los peces congelados en resina como en un diorama, a sentir que ella es la figura en movimiento, de la misma manera que, cuando un tren se pone lentamente en marcha, tiene lugar ese momento desconcertante en que no sabemos si es el paisaje el que se mueve o el tren.
A continuación, deja que la resina se disuelva, liberando a los peces para que se reúnan con los de su especie a través de las algas y las olas.
De repente, se oye un ruido en la sala. Pero no es en la sala, sino dentro de la cabeza de la señora Carlin. Se queda inmóvil y se concentra en lo que le parece oír: En Zimbabwe, una cría huérfana de gorila emite un sonido en la noche parecido a «uoooo, uoooo».

La señora Carling se apoya en el cristal para mantener el equilibrio. Deberían limitar el tiempo de permanencia en la Rotonda, piensa. Deberían sacar a la gente después de pasado un tiempo, igual que hacen en la sauna.
Y entonces tiene una visión tan nítida como si ocurriera ante sus ojos: una familia coreana busca un sitio para celebrar un almuerzo campestre. En un claro sombreado, en medio de un bosque de bambúes, extienden una esterilla, encienden un fuego. El padre llama al perro de la familia, un espléndido perro pastor de pelo dorado, que acude regocijado a la llamada.
La señora Carlin le ve deslizar una soga alrededor del cuello del perro. Es el «Día de la Tortura» en Corea del Sur, «la tierra de la calma matinal».
La señora Carlin asiste al almuerzo campestre de la muerte.
Dos miembros de la familia elevan al perro y lo sitúan encima de las llamas. Cuelgan al animal de un árbol para estrangularlo lentamente, mientras su pelo va chamuscándose. La finalidad de esa muerte lenta no es otra que la de ablandar la carne del animal.
El sonido que emite el perro mientras se asfixia es indescriptible y, al igual que una persona sufre el dolor de su gemelo herido, la señora Carlin jadea y se desploma.
Allí la encuentra una pareja que viene de la sala de los fósiles. El hombre le palpa la muñeca, después el cuello. La mujer llama a un guarda y se mantiene aparte.
En Belice, los ojos de un jaguar abatido reflejan el verdor de las hojas.

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