jueves, 17 de septiembre de 2020

Los almendrones de enero, de José Balza

 

Consideró todo aquello como un regalo personal: desde el andén vio pasar los trenes, con infantil alegría; observó la desconcertada y feliz multitud, y finalmente también él hizo un viaje sin sentido, desde el centro de la ciudad hacia el oeste. Siglos sin tener un día tan agradable como este: por recibir el gran juguete que la ciudad estrenaba hoy: los trenes subterráneos, la posibilidad de un transporte preciso. Cuando abandonó la estación venía seguro de un cambio para los habitantes algo que reduciría las inmensas colas de autos, el mal humor, la móvil violencia de las calles.

Buscó su automóvil, detenido en una lateral, y regresó a las zonas donde el tráfico vive su abuso normal. Embistió él también, maldiciendo a ratos e ingresó a un canal más rápido en la autopista: pero seguía contento, nada podría quitarle la satisfacción de este regalo descomunal: los trenes para una zona de la ciudad. Guardaría tal exaltación hasta tomar una cerveza, más tarde, en un bar cerca de su casa. Sería su celebración privada. Porque desde hace veinte años la ciudad es suya. Pasados los cuarenta, alejado del llano durante más de veinte, él ya no pertenece sino a lo de aquí.

Salió de la autopista y quiso alcanzar rápidamente el bar deseado. Una abrupta tranca de autos lo retuvo, y decidió calmarse, no maldecir. Quince minutos para recorrer las seis cuadras que faltaban. Y entonces comenzó a subir la colina llena de viejas quintas y edificios recientes; su auto respondió con firmeza, habituado a la ruta familiar. Seis años juntos, el Dart había sido fiel. Aquí todo cambiaba: poca gente, árboles en las aceras, una sensación de limpieza. Al girar un poco vio la honda montaña lejana y sintió el aire de enero, bastante frío.

Justamente, al haber girado, advirtió a mano izquierda, arriba en la calle, flotando dentro de la límpida luz del mediodía, un manto rojo, con puntos verdes y oscuros. Un tejido solar, creciente y plácido. Frenó con violencia, enamorado de aquella fronda aérea y numerosa; y de un vistazo atrapó las hojas, individualizadas, y el ramaje todo, denso, rojizo, violáceo en la claridad. Era un almendrón, seguro sobre su tronco doble, levantado en sus ramas, como sobre terrazas sucesivas. Movió el auto hacia la izquierda y se detuvo bajo el árbol. A la exaltación precedente —el gran juguete de rieles cruzando la ciudad— se unió esta, inesperada: el árbol cobrizo, el aire del mediodía, la lejana montaña. «Todo esto es mío, o todo esto soy yo» quiso decirse, complacido. Bajó del carro, tocó una hoja, recogió una almendra en la acera.

Su cuerpo entero reclamaba una imagen feliz para celebrar el encuentro entre las nuevas vías de la ciudad y el remoto árbol color de vino. Quiso reconocer otra felicidad pasada (o ansiada); algo que uniera este follaje con cosas amorosas. Por un instante quedó vacío esperando. Mordió la fruta. Pero nada fiel acudió a su imaginación. Con sorpresa solo entrevió una pregunta abriéndose paso: ¿si estamos en enero, si acabo de ver otros almendrones en las calles próximas —aunque ninguno como este— cambiando sus hojas, quiere decir que también en los llanos están ahora así, rojos y bellos? ¿Quiere decir que justamente ahora los almendrones de mi aldea se han vuelto distintos, como en mi infancia? No, allá las hojas maduran en abril, o en agosto. Y, confundido, descubrió que ya no podía recordar cuándo cambias las hojas los almendrones de su pueblo.

Está ya a igual distancia de su apartamento y del bar, aunque ambos en direcciones contrarias. Deja el auto cerrado, avanza hacia el bar. Va a cumplir su celebración: una cerveza por los trenes, y también por el almendrón; pero algo suyo, muy hondo, se ha aflojado. En casa lo esperará su mujer, con una delicia para almorzar. Habrá hecho ella, con la calma del día feriado, una cosa para sorprenderlo: o las pechugas con queso, o el pollo homérico; años juntos, años de sencilla libertad compartida les permiten esas sorpresas previsibles. Muy tarde se decidió a convivir con una mujer, pero también ella parece haber esperado hasta muy tarde para reunirse con alguien. Ahora, doce años de cercanía les dan complicidad y comicidad. Por eso Marta María quiso quedarse en casa cocinando, y no acompañarlo a la inauguración del metro. En todo caso, ella nació en la ciudad, nunca ha salido de aquí y sonriendo le dijo que mañana o después tendrá tiempo para conocer los trenes. En el fondo él sabía que de este modo Marta María lo aliviaba de permanecer en casa o de estropear la visita a la Estación. ¡Cómo se lo agradece!

Ahora llega a El Jardín y toma el ángulo de la barra que tanto le gusta. Gisela, la mesonera más antigua acude con humor, voluminosa. Por costumbre le trae la cerveza. Le encanta esta aparente frialdad de Gisela que se convierte hacia la madrugada en una receptividad amable. Bebe rápidamente, y pide otra. El bar está casi solitario.

Marta María le ha otorgado esta tregua, unas horas de sol y de pueril entrega a las cosas; pero el plazo ha concluido. Y apenas beba su segunda cerveza, volverá a casa, donde nada podrá eludir. Casi un año duró la lenta ceremonia que ahora lo envuelve, a él, ajeno, independiente, lejano de cualquier vínculo familiar. Ciudadano. ¿Puede significar tal distancia con los suyos, con los viejos padres —pero especialmente con él, con su hermano— su último esfuerzo para lograr la separación absoluta? ¿Pudiera representar tal alejamiento la consagración de una culpa? Tiene semanas envuelto en la contradictoria sensación de ser culpable y de no serlo. Un año atrás recibió la primera llamada. Su hermano iba a cumplir cuarenta, él lo sabía; pero el motivo de la conversación no fue ese cumpleaños; lo curioso es que no había motivo. En la última década poco se han visto: cuando él visitó por breves días el llano, en época de ferias. Algunas veces lo acompañó Marta María, otras estuvo solo. Llevó dinero y regalos a los viejos. Paseó, recorrió zonas nuevas de los pueblos. Y tanto en tales visitas, como durante los años anteriores, la relación con su hermano fue neutra, fácil. Ese carácter para una fraternidad es cuanto ahora le resulta sospechoso. Bebieron juntos, fueron a bailes. Pero nunca hablaron de nada íntimo, ni siquiera acostumbraban a usar el teléfono. Por eso la distraída llamada de su hermano, en febrero pasado, le sorprendió mucho. Al colgar quedó tranquilo, compartiendo con Marta María la sorpresa de tal comunicación. Sin embargo, algo extraño permaneció sin ubicación: cierto que no conocía la voz de su hermano por teléfono, cierto que no hubo nada fuera de lo convencional, y no obstante una leve duda cubrió el incidente.

Esa duda se amplió en los próximos meses, para él; nada dijo a su amante. Pero ¿cómo concebir la voz de su hermano, las frases simples, coherentes en su apariencia, aunque algo desvinculadas de su realidad actual? Algo andaba mal. El teléfono le traía el sonido de un animal lejano, una voz gruesa y sin inflexiones; palabras parejas, pesadas. El lento grito de algo que ha sido encerrado en un lugar imposible. Así, en algún escalón inexistente de su pensamiento, fue colocando esta nueva figura del hermano. Algo venía mal. Su hermano no estaba hablando al hombre que él es hoy: no se dirigía a quien atiende el teléfono sino al otro, al compañero de antes, al muchacho cinco años mayor con quien recorría el pueblo al comienzo de la pubertad.

Quizá esto explicara lo indirecto (y no obstante natural) de las frases. A partir de ese detalle comenzó a sentir esto que hoy llama su «culpa»; aunque, en verdad, ¿qué culpa podría tener él? Una sola: no haber sido el elegido, y de eso no sabe quién fue responsable.

Sí; habían recorrido juntos la tremante ala de los llanos: soberbios a caballo o a pie, entre palmeras o espigas de caña. Siempre unidos, espléndidos. Él era mayor, arisco y solitario; su hermano, más fuerte, sensual, sociable. De su hermano le gustaba la voz y su facilidad con el arpa: podía cantar horas seguidas e improvisar en los velorios, y apenas era un niño. A veces, él osaba cantar, pero aunque lo hiciera bien, nada resultaba comparable con la facilidad de su hermano. ¿Y tocar? Jamás: nunca supo si su incompetencia derivaba de la espontaneidad con que el otro tocaba (el otro era él mismo, pero en un grado irreal). ¿Sufrió mucho, entonces? ¿Olvidaría alguna vez aquella riqueza —la de ser músico— que no le era accesible? Aquí en el bar ahora casi se ruboriza por haber insistido en su deseo: con los años muchas veces intentó aprender: y nada. ¿Cómo era posible que él pudiese cantar alguna tonada o gozar de los viejos maestros de la bandola y el arpa, y sin embargo no lograr jamás seguir un ritmo o unos acordes con las manos? En su cuarto, escondida, hay también una guitarra virginal.

Tal vez una cosa nada tenga que ver con la otra; pero de las fiestas y el arpa, su hermano pasó rápidamente a las mujeres. De nada sirvieron sus ojos rayados y verdes, contra los oscuros y comunes de su hermano. Aunque tenía algunas mujeres escondidas (sobre todo casadas y algo mayores), su hermano arrasaba con las muchachas. Lo preferían, y él, satisfecho, las lucía descaradamente: romances breves, posesiones que eran comentadas por otros muchachos y por los hombres. Y hasta hubo alguna, alocada, que se encargó de pregonarlo ella misma. Un poco antes de los dieciocho años, su hermano se casó. La familia celebró ese gesto, juvenil y desafiante, esa demostración de incontenible virilidad. Para entonces ya la novia estaba preñada, y para entonces, ya él había abandonado los llanos. La primera noticia de la boda llegó con una petición de ayuda, porque los esposos carecían de dinero y él trabajaba aquí, en la ciudad. Colaboró algo molesto, y trató de desvincularse al máximo de aquella historia.

¿Reside allí lo que ahora se vuelve intranquilidad? Abandonó al hermano: le molestaba su triunfo con el arpa y también su conversión en padre, tan súbita y azarosa. Cuando le fue pedida ayuda de nuevo (no con dinero: los padres querían que también el menor viniese a trabajar acá) no contestó y cambió de domicilio. Pasarían años antes de que volviera a hacer contacto con ellos.

Porque lo que no podía olvidar es que la unidad con su hermano —aparte del esplendor de las fiestas, los abusos con las mujeres, el talento musical del menor, etc.— tenía un secreto: hacia los quince años descubrieron que el padre de ambos enloqueció. Había dejado su trabajo, sus tierras; se encerró y languideció bajo imágenes poderosas: una mano que lo agrede, otra que le arroja clavos en la comida: y nadie alrededor. Se encerró por días, quieto; y luego saltaba, agresivo, contra todos. Los hijos, curiosos y preocupados, escucharon los diagnósticos de su madre y de los vecinos: era un mal, un daño, una brujería. Hubo un desfile de curiosos y de brujos. Solo muy lentos años aplacarían al hombre, cuando todo fuera irremediable. Ese fue uno de los motivos para que él buscase trabajo fijo en la ciudad. También a la vez descubrieron los hermanos que el bisabuelo había sido loco, y que por parte de padre cada generación tenía un hombre perdido: la enfermedad respetaba a las mujeres.

Con el efecto de la revelación, en alguna mañana blanca, ambos conversaron y reconocieron que, de ellos, también alguno podría enloquecer. Su hermano manejaba la charla, con soltura. No omitió que la amenaza estaba sobre sí mismo, pero algún giro de sus palabras lo dejaba a salvo: el remoto estigma de la locura, el castigo a la claridad, el camino indudable de convertirse en cuerpo de burlas para la gente, la caída en un mundo informe y absurdo, la siniestra confusión de lo real y lo aceptable, la pérdida de la vergüenza, las crisis de desesperación y desnudez, la posibilidad de comer su propio estiércol, las noches errantes por las carreteras, el progresivo olvido y el desprecio de toda la gente querida: he allí cuanto se abalanzaría sobre el vencido, sobre él, puesto que de algún modo su hermano menor había cumplido con las leyes biológicas y sociales a tiempo. En cierto modo él estaba maldito. La fogosidad de su hermano, aunque discreta, lo hizo apoyarse aquella mañana en el tronco de su almendrón, el árbol del patio más cercano a su casa.

Ya en la ciudad se informó sobre aquel mal. Quiso prevenirlo. Fue a la consulta externa de un manicomio. El médico lo calmó. Supo que había, tal vez, un límite en la edad: el mal prefería a los hombres antes de su madurez. Tal vez por eso esperó tanto para elegir mujer. Y hubiese seguido mucho tiempo más solitario si Marta María no se hubiera burlado de sus aprensiones. Quizá él no había tenido orgullo suficiente, antes; pero al huir de la aldea juró que, si la enfermedad se lo permitía, al notar cualquier cosa rara se ahorcaría.

La segunda cerveza se calienta: bebe calmadamente y sonríe a Gisela, que le señala el vaso. ¿Va a ser la una? En el televisor del dueño ve algunas noticias sobre la inauguración de los trenes. Ve el cuerpo metálico y lujoso donde estuvo hace poco. Quiere sonreír con calma. ¿Por qué temer? Él nada hizo, pero está libre. ¿Viene la culpa de esa recóndita e involuntaria alegría? Tal vez; alguien tenía que ser sometido. Cómo duele pensarlo.

Sale del bar y hace el camino inverso: hacia el auto. Dentro de unos minutos estará en casa, con Marta María. Ella, generosa, quiso permitirle la felicidad de salir solo, y de recorrer las estaciones. Ella, dijo, se quedaría esperando en el apartamento, por si acaso llegaban antes, aunque eso es poco probable: los buses del llano siempre vienen retrasados. Y en ese bus de hoy debe haber llegado (al terminal o a la casa de él, donde ya puede estar esperándolo) su hermano. La madre, anciana y desconcertada, lo ha traído, como anunció ayer otro familiar por teléfono. Vienen esta vez en busca de ayuda científica, porque ninguno de los curiosos acertó. En los últimos meses su hermano había comenzado a enloquecer: una agresión lenta y firme contra sí mismo, contra su mujer y los nueve hijos, alarmaron al pueblo. Nada lo ayuda, no mejora. Quizá aquí haya una posibilidad de salvación.

Él abre su auto y aún queda bajo la sombra rojiza del almendrón. Un cielo magenta acaricia con suavidad. Realmente ¿cuándo caen las hojas allá en su pueblo? ¿Cuándo los bellos almendrones se vuelven de sangre? Lo ha olvidado; y aunque sabe que tal vez una persona podría decírselo, reconoce de pronto que ya su hermano no podrá contestarle.

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