miércoles, 16 de septiembre de 2020

Crimen premeditado, de Witold Gombrowicz

 


En el invierno pasado tuve que visitar a un hidalgo, Ignacy K., con el propósito de ayudarle a resolver algunos problemas referentes a sus propiedades. Tan pronto como obtuve una licencia de unos días, confíe mis asuntos a un colega, un juez suplente, y telegrafié: «Martes seis tarde favor enviar calesa». Sin embargo, cuando llegué a la estación no encontré ni calesa ni caballos. Hice algunas averiguaciones. Mi telegrama había sido, por supuesto, entregado; el destinatario en persona lo había recogido el día anterior. Me gustara o no, tuve que alquilar un primitivo cabriolé, deposité en él mi maletín y mi bolsa de mano. En la bolsa de mano guardaba un pequeño frasco de colonia, una lima para las uñas y unas tijeras. Avancé durante cuatro horas, campo a través, de noche, en silencio, en medio del deshielo. Temblaba bajo mi abrigo urbano, los dientes me castañeteaban. Observaba la espalda del conductor y pensaba: «Arriesgar la espalda de esta manera… Siempre sentado, casi siempre por lugares solitarios, con la espalda vuelta hacia los otros y expuesto a cualquier capricho de quienes se sientan detrás».

Al final llegamos frente a un portón de madera. Oscuridad, salvo en la parte superior donde se veía una ventana iluminada. Golpeé en la puerta; estaba cerrada. Golpeé con mayor energía. Nada, sólo silencio. Los perros me atacaron y tuve que volver a la calesa. Luego le llegó al cochero el turno de llamar a la puerta.
«Su hospitalidad», me dije, «no es muy estimulante».
Finalmente, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y delgado, de unos treinta años, con el bigote rubio y una lámpara en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó, como si acabara de despertar, mientras movía la lámpara.
—¿Es posible que no hayan recibido mi telegrama? Soy H.
—¿H.? ¿Qué H.? —dijo, observándome con atención—. ¡Que Dios le acompañe y guíe en su camino! —añadió con dulzura, como si hubiera sido tocado por un presagio, abriendo y cerrando los ojos; mientras sostenía con una mano la lámpara—. Adiós, adiós, señor, que Dios le acompañe —y dio un rápido paso hacia atrás.
Dije más ásperamente:
—Perdóneme, señor. Ayer envié un telegrama en el que anunciaba mi llegada. Soy el juez de instrucción H. Deseo ver al señor K. Si no pude llegar antes fue porque no enviaron un coche a recogerme a la estación.
—¡Oh, sí! —respondió después de reflexionar un momento y sin que mi tono pareciera producirle la menor impresión—. Sí, tiene razón; usted envió un telegrama. Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el joven ya en el vestíbulo (se trataba del hijo de mi anfitrión), sencillamente… se habían olvidado por completo de mi llegada y del telegrama recibido el día anterior por la mañana. Desconcertado, me disculpé cortésmente por la intrusión, me quité el abrigo y lo colgué de una percha. Me condujo a una pequeña sala, donde una joven, al vernos, saltó del sofá con una ligera expresión de asombro.
—Mi hermana.
—Encantado.
Y en realidad lo estaba, pues el bello sexo, aun sin intenciones adicionales, el bello sexo, digo, nunca hace daño. Pero la mano que me tendió estaba sudorosa. ¿Dónde se ha visto a una mujer tender una mano sudorosa? La muchacha, con excepción de una cara bonita, pertenecía a esa especie que podríamos llamar sudorosa e indiferente, carente de reacciones, despeinada.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo, y empezó la conversación introductoria; pero aun aquel primer cambio de impresiones tropezó con una resistencia indefinible, y, en vez de la deseable fluidez, era torpe y lleno de obstáculos.
Yo: Deben de haberse sorprendido al escuchar los golpes en la puerta, a estas horas.
Ellos: ¿Los golpes? ¡Oh, sí, claro!
Yo (cortésmente): Siento haberles molestado, pero tuve que recorrer los campos esta noche como un don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno otorgar a mi broma más que una sonrisa convencional): ¡Por favor!… Sea usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si les hubiera ofendido, como si me tuvieran miedo o les preocupara mi presencia, como si se sintieran avergonzados frente a mí. Hundidos en sus butacas rehuían mi mirada; tampoco se miraban entre sí y soportaban mi compañía con el más evidente fastidio. Era como si no se preocuparan más que por ellos mismos y temblaran ante la idea de que yo fuera a decirles algo hiriente. Finalmente, comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué encontraban de extraño en mí? ¿Qué clase de recibimiento era aquél? ¿Aristocrático, aterrorizado o arrogante? Cuando hice una pregunta sobre la persona que era objeto de mi visita, es decir sobre el señor K., el hermano miró a la hermana, y la hermana al hermano, como si se concedieran la prioridad. Al fin, el hermano carraspeó y dijo clara y solemnemente, como si se tratara sólo Dios sabe de qué:
—Sí, está en casa.
Fue como si dijera: «Su Majestad, el Rey, mi padre, está en casa».
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con negligencia, con desprecio hacia los alimentos y hacia mí. El apetito con que, hambriento como me encontraba, engullí aquellos dones del Señor pareció chocarle hasta a Esteban, el majestuoso criado, para no hablar de los hermanos, que silenciosamente escuchaban los ruidos que yo producía, y ustedes saben lo difícil que es tragar cuando alguien está escuchando. A pesar de todos los esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un penoso estruendo. El hermano se llamaba Antonio, la hermana Cecilia.
Luego, ¿quién llegó de pronto? ¿Una reina destronada? No, era la madre, la señora K. Se movía lentamente, me tendió una mano fría como el hielo, miró alrededor suyo con una especie de estupor y se sentó sin pronunciar una palabra. Era una mujer rolliza y de baja estatura; pertenecía a ese tipo de viejos nobles rurales que son inexorables en cuanto a normas se refiere, especialmente a las de urbanidad.
Me miró con severidad e ilimitada sorpresa, como si tuviese yo alguna frase obscena escrita en la frente. Cecilia hizo entonces un movimiento con la mano, pretendiendo explicar o justificar algo; pero el movimiento murió en el aire, mientras la atmósfera se hacía cada vez más densa y artificial.
—Quizás esté molesto a causa de este viaje sin sentido —dijo de pronto la señora K.
¡Con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de una reina que ha fracasado al recibir la tercera de una serie de reverencias y como si comer una chuleta constituyese un delito de lesa majestad.
—Tienen ustedes aquí unas chuletas de cerdo excelentes —dije rencorosamente, pues, a pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido y lleno de una confusión que iba en aumento.
—¿Chuletas?… ¡Ah, sí, las chuletas…!
—Antonio no le ha dicho nada todavía, mamá —fueron las palabras que salieron entonces de la boca de la tranquila y tímida Cecilia.
—¡Cómo! ¿No se lo ha dicho? ¿Quieres decir que no le han dicho nada aún?
—¿Para qué, mamá? —murmuró Antonio, palideciendo y mostrando los dientes, como si estuviera instalado en la silla del dentista.
—¡Antonio!
—Bueno… ¿Para qué? No importa… No te preocupes… Siempre habrá tiempo para eso —dijo, y se interrumpió.
—Antonio, ¿cómo puedes?… ¿Qué significa eso de que no me preocupe? ¿Cómo puedes hablar de ese modo?
—Nadie tiene… Bueno, da lo mismo…
—¡Pobre hijo! —murmuró la madre, acariciándole el cabello, pero él le quitó la mano con ruda energía—. Mi esposo —dijo secamente, dirigiéndose hacia mí— falleció anoche.
—¡Qué! ¿Murió? ¿Así que eso era?… —exclamé, dejando de comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué rápidamente el bocado. ¿Cómo podía ser? La víspera misma había ido a la estación a recoger el telegrama. Los miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban con las bocas contraídas, austeras, inflexibles. Esperaban calladamente. ¿Qué era lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro! Debía expresarles mi condolencia.
Fue todo tan imprevisto que en el primer momento casi perdí el dominio de mí mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente algo tan vago como: «Lo siento… mucho… perdónenme». Me detuve, pero ellos no reaccionaban; no les parecía suficiente. Con los ojos bajos, las caras inmóviles, sus vestidos raídos; él, sin afeitar; ellas, desaseadas, con las uñas negras, permanecían sin decir nada. Me aclaré la garganta, buscando desesperadamente un buen principio, una frase apropiada, pero en mi cabeza, ustedes han de conocer esa sensación, se había hecho un vacío absoluto, un desierto, mientras, sumergidos en su sufrimiento, ellos aguardaban. Aguardaban sin mirarme. Antonio tamborileaba ligeramente la mesa con los dedos; Cecilia, turbada, se quitaba la mermelada de su vestido sucio, y la madre, inmóvil como si se hubiese vuelto de piedra, con aquella severa, inexorable, expresión de matrona. Me sentí incómodo, a pesar de que como juez de instrucción había tenido en mis manos centenares de casos de muertes. Pero el hecho es que… ¿cómo decirlo?, un cadáver feo asesinado, cubierto por una sábana, es una cosa, y el respetable difunto que muere por causas naturales y es colocado en un ataúd, otra muy distinta. Esa irregularidad (que acompaña a la primera) es una cosa, pero la muerte honrada, la muerte en toda su majestuosidad es otra. Nunca, repito, nunca me habría sentido tan embarazado, si me hubiesen explicado todo desde el primer momento. Ellos también se sentían incómodos. También estaban asustados. No sé si solamente porque yo era un intruso, o porque en aquellas circunstancias experimentaban cierta confusión ante mi identidad oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga práctica había desarrollado en mí, la vergüenza de ellos hizo que yo mismo me sintiera terriblemente avergonzado; para decirlo francamente, me hizo sentirme abochornado fuera de toda proporción.
Balbuceé algo referente al respeto y aprecio que siempre había sentido por el difunto. Al recordar que no le había vuelto a ver desde que éramos estudiantes, lo cual sabrían seguramente, añadí: en nuestros tiempos de colegio. Como seguían sin responder, y como debía terminar de alguna manera mi discurso, pedí que me permitieran ver el cadáver, y la palabra «cadáver» produjo un efecto desafortunado. Mi confusión evidentemente domó a la viuda. Rompió a llorar y me tendió una mano que besé con humildad.
—Hoy —dijo casi inconscientemente—, de madrugada… por la mañana me levanté… fui… llamé… Ignacio, Ignacio. Nada; yacía allí. Me desmayé… Me desmayé… Y desde entonces me tiemblan las manos. ¡Mire!
—¡Mamá, basta!
—Me tiemblan, me tiemblan sin cesar —repitió, levantando los brazos.
—¡Mamá! —volvió a decir Antonio en voz baja.
—Me tiemblan, me tiemblan, como ramas temblorosas…
—Nadie tiene… nadie… Da lo mismo. ¡Una tragedia!
Antonio pronunció estas palabras con brutalidad y salió de repente del comedor.
—¡Antonio! —gritó la madre atemorizada—. ¡Cecilia, vé tras él!
Yo permanecí allí, mirando las manos temblorosas, sin que se me ocurriera nada, sintiendo que a cada minuto mi situación era más embarazosa.
—Usted deseaba… —dijo súbitamente la madre—. Vamos allá… Yo le acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente el asunto, creo que en ese momento tenía yo derecho a un poco de atención y a mis chuletas de cerdo. Por eso pude, y aun debí haber contestado: «A sus órdenes, señora, pero primero terminaré las chuletas, porque desde el mediodía no he probado alimento». Tal vez si le hubiera respondido de esa manera, el curso de varios acontecimientos trágicos hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de que ella lograse aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia persona, me parecieran tan poca cosa, algo indigno de pensar en ello? Y me sentía tan turbado, que aún ahora me ruborizo al recordar mi turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el cadáver, ella murmuró para sí:
—Un golpe terrible… Una sacudida, una espantosa sacudida. Ellos nada dicen. Son orgullosos, difíciles, inescrutables, no dejan penetrar a nadie en su corazón, prefieren desgarrarse a solas. Espero que Antonio no enferme. Es duro y obstinado; ni siquiera permite que me tiemblen las manos. No debería haber tocado el cuerpo, y sin embargo tuvimos que hacer algo, arreglarlo. No lloró, no lloró en ningún momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía que alguna vez pudiera llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la cabeza reverentemente sobre el pecho, mientras ella permanecía a mi lado, solemne, inmóvil, como si me estuviera exponiendo el Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama tal como había fallecido; lo único que habían hecho era colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, tan general en los ataques al corazón.
—Muerte por sofocación —murmuré, ya que claramente advertí que se trataba de un ataque cardíaco.
—El corazón, el corazón… Murió del corazón…
—¡Oh! Algunas veces el corazón puede… puede… —dije lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una plegaria y luego (ella seguía en pie) exclamé con dulzura:
—¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos que tuve que besárselas de nuevo. Ella no reaccionó, sino que continuó de pie, como un ciprés, contemplando tristemente la pared. Como más pasaba el tiempo, más difícil era negarse a manifestarle por lo menos un poco de compasión. Así lo exigía la educación más elemental. Me puse en pie, innecesariamente quité a mi traje algunas motas de polvo y tosí levemente. Ella seguía en pie. Rodeada de silencio y olvido, los ojos perdidos como los de Níobe, la mirada cuajada de recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una pequeña gota se deslizó hasta la punta de su nariz y se columpió, se columpió… como la espada de Damocles, mientras los cirios humeaban. Minutos después traté de retirarme silenciosamente; pero ella saltó como si la hubiesen empujado, dio unos cuantos pasos hacia delante y volvió a detenerse. Me arrodillé. ¡Qué situación intolerable! ¡Qué problema para una persona de mi sensibilidad! No la acuso de maldad consciente. ¡Nadie podría convencerme de eso! No era ella, sino su maldad, la que insolentemente disfrutaba con mis actos de humildad ante ella y el difunto.
Arrodillado, a dos pasos del cadáver, el primer cadáver que no tenía yo derecho a tocar, contemplaba infructuosamente la sábana que lo envolvía hasta los codos. Las manos estaban fuera de la sábana. Algunas macetas con flores yacían al pie del lecho, y la palidez del rostro surgía del hueco de la almohada. Miré las flores y luego al rostro del difunto, pero lo único que se me ocurrió fue el pensamiento inoportuno, extrañamente persistente, de que me hallaba ante una especie de escena teatral ya preparada. Todo parecía parte de un escenario teatral: había allí un cadáver que miraba arrogante, distante, indiferente, al techo, con los ojos cerrados; cerca de él, su inconsolable viuda; y además yo, un juez de instrucción, arrodillado, pero con el corazón enteramente vacío, furioso como un perro al que se le ha puesto a la fuerza un bozal. «¿Qué ocurriría si me acercase, levantase las sábanas y echase una mirada, o al menos tocase el cuerpo con un dedo?». Sólo pensaba en eso, pero la gravedad de la muerte me mantuvo en mi sitio y el sufrimiento y la virtud me impidieron la profanación. ¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas! ¡Arrodíllate! ¿Qué ocurre? Gradualmente comencé a preguntarme quién habría preparado tal espectáculo. Yo soy un hombre ordinario y sencillo que no se presta a semejantes representaciones teatrales… No debería… «¡Al diablo!», me dije repentinamente. «¡Qué estupidez! ¿Cómo me puede suceder esto? ¿Dónde he adquirido esta artificiosidad, esta afectación? Generalmente me comporto de diferente modo. ¿Me habrán contagiado su estilo? ¿Qué es esto? Desde que llegué todo lo que hago resulta falso y pretencioso, como la representación de un actor mediocre. He perdido completamente mi personalidad en esta casa. ¿Por qué me estoy dando importancia?».
—Hmmm… —murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral, como si, una vez lanzado a aquel juego, fuese incapaz de volver a mi estado natural—. A nadie le aconsejo que trate de burlarse de mí. Soy capaz de aceptar el reto.
Entretanto, la viuda se sonaba la nariz y se encaminaba hacia la puerta, hablando sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando por fin me hallé en mi habitación, me quité el cuello; pero, en vez de ponerlo en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a pisotearlo. Sentía que me ardía el rostro y mis dedos se agarrotaron de una manera para mí completamente inesperada. Estaba furioso. «Me están poniendo en ridículo», me dije. «¡Qué mujer malvada! ¡Qué hábilmente lo ha preparado todo! ¡Exige que se le rinda homenaje! ¡Que le bese uno las manos! ¡Exige de mí sentimientos! ¡Sentimientos! Pues bien, supongamos que no tenga sentimientos. Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y murmurar plegarias, arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos horriblemente sentimentales… Pero, sobre todo, detesto las lágrimas que resbalan hasta la punta de la nariz, además de que amo la claridad y el orden».
—Hmm… —dije aclarándome la garganta, y hablando solo, con un tono de voz diferente, cortés, como si me hallase en el juzgado—. ¿Quieren que les bese las manos? Tal vez también debería besarles los pies, pues, después de todo, ¿quién soy yo frente a la majestad de la muerte y del sufrimiento familiar? Un agente del orden, vulgar e insensible, nada más. Mi naturaleza es clara. Pero, hmmm… No sé… ¿No ha sido todo demasiado apresurado? En su situación, yo me hubiese portado más… modestamente, con un poco más de cautela. Debieron haber tenido en cuenta mi carácter especial, ya que no mi carácter privado, entonces… entonces… al menos mi carácter oficial. Esto es lo que han olvidado. Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de cadáver parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de instrucción. Y si consideramos detenidamente el curso de los acontecimientos desde ese punto de vista… hmmm…, el punto de vista de un juez de instrucción —formulé lentamente—, ¿cuáles podrán ser las consecuencias?
»Pasemos, pues, revista a los hechos: llega un huésped, que, accidentalmente, resulta ser un juez de instrucción. No le envían el coche, se resisten a abrirle la puerta. En otras palabras, hacen todo lo posible para que se sienta incómodo. De ello se deduce que alguien tiene interés en que este hombre no penetre en la casa. Después lo reciben de mala gana, con un desprecio escasamente disimulado, con miedo… Y, ¿quién puede sentirse molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez de instrucción? Es necesario mantenerle algo oculto. Un hombre muere de un ataque cardíaco en una habitación del piso superior. ¡No es agradable! Tan pronto como el cadáver sale a la luz emplean todos los medios posibles para forzarme a que me arrodille, a que bese manos, con el pretexto de que el finado murió de muerte natural».
Todo el que quiera tildar de absurdo o ridículo este razonamiento, no debe olvidar que un momento antes había tirado mi cuello al suelo. Mi sentido de la realidad había disminuido. Mi conciencia se hallaba oscurecida a consecuencia del insulto; es claro que no podría ser completamente responsable de mis actos.
Mirando siempre hacia delante, dije con absoluta serenidad: «Hay algo irregular en todo esto».
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. Sí, sí, la majestuosidad de la muerte es, desde cualquier punto de vista, digna de respeto, y nadie puede acusarme de no haberle rendido los honores que merece; pero no todas las muertes son igualmente majestuosas.
Antes de que esas circunstancias hayan sido aclaradas, no podría, en su situación, estar seguro de mí mismo, ya que el caso es especialmente oscuro, complejo y dudoso, hmmm… como todas las evidencias parecen señalar.
A la mañana siguiente, estaba tomando el café en la cama, cuando advertí que el muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho soñoliento y mofletudo, que me miraba de vez en cuando con muestras de curiosidad. Puede que supiera quién era yo.
—¿De modo que murió tu amo? —le dije.
—Así es.
—¿Cuántas personas trabajan aquí?
—Dos: Esteban y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se me incluye, somos tres.
—¿El amo murió en la habitación de arriba?
—Arriba, por supuesto —replicó con indiferencia, soplando el fuego e inflando sus carrillos carnosos.
—Tú, ¿dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró, pero su mirada esta vez era más astuta.
—Esteban duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y yo duermo en la despensa.
—Es decir que desde el sitio donde duermen Esteban y el mayordomo no hay modo de pasar a las otras habitaciones, excepto a través de la despensa, ¿no es así? —pregunté con indiferencia.
—Así es —respondió, y me miró con atención.
—Y la señora, ¿dónde duerme?
—Hasta hace poco dormía con el señor, pero ahora duerme en su cuarto de al lado.
—¿Desde su muerte?
—¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
—¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
—No, no lo sé…
—¿Dónde duerme el joven Antonio? —fue mi última pregunta.
—En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me equivocaba, había encontrado otro dato significativo, un detalle interesante. Después de todo, el hecho de que una semana antes de la muerte, la señora abandonase la alcoba del marido, era asombroso. ¿Habría tenido miedo de contraer una enfermedad cardíaca? Hubiera sido un miedo superfluo, por así decirlo. Sin embargo, no debía apresurarme a extraer conclusiones prematuras, ni dar un paso en falso. Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de la ventana. Con las manos juntas, contemplaba una taza de café, y entonces murmuró algo monótonamente, moviendo acompasadamente la cabeza, con un pañuelo sucio y húmedo entre las manos. Cuando me acerqué, comenzó repentinamente a caminar alrededor de la mesa en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando algo y agitando los brazos, como si hubiera perdido el sentido. Pero yo había recuperado la calma perdida el día anterior y, manteniéndome a un lado, esperé pacientemente a que por fin se diera cuenta de que estaba allí.
—¡Ah! Buenos días, buenos días, señor —dijo vagamente, advirtiendo al fin mis repetidas reverencias—. ¿Así que ya se…?
—Lo siento —murmuré—. Yo… yo… no me voy aún. Me gustaría permanecer un poco más.
—¡Oh, sí! —dijo, y luego murmuró algo sobre el traslado del cadáver, y hasta llegó a honrarme preguntándome con poca convicción si permanecería para asistir al funeral.
—Es un gran honor —le dije—. ¿Quién podría rehusar este último servicio? ¿Se me podría permitir ver el cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin dirigirme una mirada, subió por las escaleras crujientes.
Después de una breve plegaria, me puse en pie, y, como si reflexionara sobre los enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
«Es extraño», me dije, «muy interesante. A juzgar por las evidencias, este hombre murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara esté hinchada y lívida, como la de las personas estranguladas, no hay señal alguna de violencia, ni en el cuerpo ni en la habitación». Realmente me parecía como si hubiera muerto, en efecto, tranquilamente de un ataque cardíaco. Sin embargo, me acerqué al lecho y toqué el cuello del cadáver con un dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el efecto de un rayo. Saltó.
—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Qué hace?
—Por favor no se agite, mi querida señora —repliqué y, sin más explicaciones, comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda la habitación, escrupulosamente.
Provocar un escándalo es oportuno en ciertas ocasiones. Pues no podríamos sacar nada en limpio si los escrúpulos nos impidieran realizar una inspección minuciosa cuando la necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no había traza de nada. Nada en el cuerpo, nada en el tocador, ni dentro del guardarropa o en la alfombrilla junto a la cama. Lo único que destacaba en el conjunto era una enorme cucaracha muerta. Sin embargo, ciertos indicios aparecieron en la cara de la viuda aunque siguió inmóvil, observando mis movimientos con una expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente posible:
—¿Por qué se cambió a la habitación de su hija hace aproximadamente una semana?
—¿Yo? ¿Por qué?… ¿Que por qué me cambié? ¿Cómo se atreve…? Mi hijo me lo recomendó… Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado asfixiando durante toda una noche. Pero, ¿cómo puede…? Después de todo, ¿qué asunto…? ¿Qué…?
—Disculpe, por favor. Lo siento, pero…
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la frase.
De pronto, pareció advertir la personalidad oficial del hombre a quien se dirigía.
—Pero, después de todo… ¿cómo puede ser? Diga… ¿Es que ha advertido usted algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en la pregunta. Me aclaré la garganta y respondí:
—De cualquier manera —le dije secamente—, debo pedirle que… Me han dicho que van a transportar el cuerpo… Bien, debo pedirle que el cuerpo permanezca aquí hasta mañana.
—¡Ignacio! —exclamó.
—Así es —fue mi respuesta.
—¡Ignacio! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible! —dijo mirando el cuerpo con una expresión de dureza—. ¡Mi querido Igna…!
Y lo que resultó más interesante es que se detuvo en medio de una palabra, se irguió y me desafió con la mirada; después de lo cual, profundamente ofendida, abandonó la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía de sentirse ofendida? ¿Acaso una muerte natural constituye un insulto a la esposa que no ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante en la muerte natural? Puede resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no ciertamente para el cadáver ni para sus deudos. Pero en aquella ocasión tenía cosas más urgentes que hacer que formularme preguntas retóricas. Apenas me quedé solo con el cadáver, comencé un minucioso registro y, mientras más avanzaba en él, mayor era mi estupor. «Nada, nada por ningún lado», murmuré; «nada más que la cucaracha aplastada junto al tocador. Hasta podría llegar a suponer que no hay bases para una acción ulterior».
¡Bien! ¡Allí, era donde residía el problema! El mismo cadáver probaba claramente al examen de cualquier experto que había muerto normalmente de asfixia cardíaca. Todas las apariencias: la falta de coche, el disgusto, el miedo, las reticencias hacían suponer algo turbio; pero el cadáver, contemplando el cielo, proclamaba: «¡Morí de un ataque cardíaco!». Era una certidumbre física y médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que no había sido asesinado. Tenía que admitir que la mayoría de mis colegas hubiesen suspendido la investigación allí mismo. ¡Yo no! Me sentía demasiado ridículo, demasiado irritado, y había ido ya demasiado lejos. El asesinato es algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por alguien. Los palomos asados no vuelan por el aire.
«Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato», me dije sabiamente, «debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si, por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se convierten en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en contra de él, no debemos confiar en la lógica ni en el sentido común ni en las pruebas. Muy bien… Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo señala Dostoievski) preparar un asado de liebre sin liebre?».
Miré al cadáver, y el cadáver miraba al cielo, proclamando con el cuello su inmaculada inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí se levantaba el obstáculo! Pero lo que no puede ser removido puede ser asaltado: hic Rodhus, hic salta! ¿Le era posible a aquel rostro helado oponer una resistencia contra mi rápida y cambiante fisonomía, capaz de encontrar la expresión adecuada para cada situación? Y en tanto que el rostro del cadáver seguía siendo el mismo —sereno, aunque con cierta vacuidad—, mi rostro expresaba una solemne astucia, el desprecio de los demás y la seguridad en mí mismo, tal como si dijera: «Soy un pájaro demasiado viejo para ser cazado con trampas».
«Sí», me dije gravemente, «este hombre ha sido conducido a la muerte. Ha sido el corazón quien lo ha asfixiado. Hmmm… hmmm… La defensa me pondría en aprietos. El corazón es un término demasiado amplio, hasta podríamos decir un concepto simbólico. ¿Quién, después de levantarse con furia ante la noticia de un crimen, quedaría satisfecho al escuchar la tranquilizadora respuesta de que no había ocurrido, de que el corazón había sido el único responsable? Perdónenme, ¿qué corazón? Sabemos cuan confuso, cuan complejo puede ser un corazón. Un corazón es un saco que puede almacenar un cúmulo de cosas: el frío corazón del asesino, el corazón del libertino reducido a cenizas, el corazón fiel de la mujer enamorada, un ardiente corazón, un corazón ingrato, un corazón celoso, un corazón vengativo, etcétera».
La cucaracha aplastada parecía no tener ninguna relación directa con el crimen. Hasta entonces sólo una cosa estaba clara: el occiso había muerto de asfixia, y la asfixia era de naturaleza cardíaca. Si considerábamos la carencia de heridas externas, podríamos también certificar que la asfixia había tenido un carácter interno. Sí, eso era todo… Nada había que hacer; un carácter cardíaco, interno. «Evitemos sacar conclusiones prematuras… Y ahora sería conveniente salir a dar un paseo por el jardín y echar un vistazo alrededor de la casa».
Volví a la planta baja. Al entrar en el comedor, escuché el sonido de pasos ligeros y rápidos que huían. Posiblemente se trataba de Cecilia. «¡Ay, niñita! De nada vale huir, la verdad siempre prevalece». En el comedor, los sirvientes ponían la mesa para el almuerzo. Me observaron en silencio, y yo, con paso lento, me aventuré hasta las habitaciones más distantes y en una de ellas vi a Antonio que se alejaba. Para una muerte de tipo cardíaco, de origen interno, reflexioné, era preciso admitir que no había casa que se prestara mejor que aquel viejo edificio. Para hablar con exactitud, no había tal vez nada que resultara recriminador y, sin embargo —podía olfatearlo—, había allí pánico y cierto olor en el aire, uno de esos olores que sólo se pueden tolerar cuando uno mismo los produce, un olor como de sudor, un olor que se puede designar como el olor de los afectos familiares. Continué husmeando, y advertí ciertos pequeños detalles que, aunque triviales, no me parecieron desprovistos de significación: las raídas y amarillentas cortinas, los cojines bordados a mano, la abundancia de fotografías y retratos, los respaldos de las sillas gastados por el uso excesivo, a través de varias generaciones de espaldas, y, además, una carta inconclusa en un papel blanco rayado, un cuchillo con un trozo de mantequilla en una de las ventanas de la sala, un vaso con medicamento en una mesa de noche, un listón azul tras una estufa, una telaraña, muchos guardarropas, viejos olores, todo esto componía una atmósfera de especial solicitud, de gran cordialidad. A cada paso, el corazón encontraba alimento; sí, el corazón podría regresar a la ciudad sobre mantequilla rancia, cortinas, el listón y los olores (y uno podía entusiasmarse ante ese alimento, observé). También pude apreciar el hecho de que la casa era excepcionalmente íntima y que esa «intimidad» se manifestaba precisamente en ciertas ventanas tapiadas y en la salsera desportillada en la que yacía una pequeña plasta de veneno contra la polilla desde el verano anterior.
No obstante, no se puede reprochar que, en mi obstinado celo por mantener un curso interno, olvidara otras posibilidades. Me propuse descubrir si existía una comunicación entre la parte de la casa destinada a los sirvientes y la de los amos, un paso que no fuera a través de la despensa, y comprobé que no existía. Llegué hasta salir fuera y, lentamente, fingiendo pasear, caminé alrededor de la casa en la nieve derretida. Era inconcebible que alguien hubiera podido penetrar de noche a través de las puertas o las ventanas, pues estaban protegidas por poderosas barras de hierro. De aquí que, si algún hecho había tenido lugar en la casa durante aquella noche, no se podía sospechar sino del sirviente que dormía en la despensa. Nadie sino él, especialmente si se consideraba la maligna expresión de sus ojos.
Al decirme esto, agucé los oídos, pues a través de una ventana abierta me llegó una voz; ¡pero cuan diferente era ahora de la que había escuchado! ¡Cuan deliciosa y prometedora! Ya no era la voz de una reina doliente, sino una voz sacudida por el terror y la angustia, una voz temblorosa, débil, femenina, que parecía infundirme confianza, tenderme una mano.
—¡Cecilia, Cecilia!… Asómate a la ventana. ¿Se ha ido? Observa bien. No te asomes tanto, que te puede ver. Hasta puede llegar aquí a espiar. ¿Has corrido la cortina? ¿Qué es lo que busca? ¿Qué es lo que ha visto? ¡Oh, mi pobre Ignacio! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué registraba la estufa? ¿Qué buscaba en el armario? ¡Es terrible! ¡Anda por toda la casa! A mí nada me importa, que haga lo que quiera; pero Antonio… Antonio no lo tolerará. ¡Para él es una injuria! Se puso completamente pálido cuando se lo conté. ¡Ay! Temo que la calma lo abandone.
«Si el crimen tuvo un carácter doméstico como podía suponerse después de los resultados de la investigación», continué pensando, «el deber exige que admitamos que un asesinato cometido por el criado con el posible propósito de un robo no puede ser considerado por nadie, en ninguna circunstancia, como de carácter doméstico. El suicidio es diferente; un hombre se mata y todo sucede en su interior. Así es el parricidio, donde, después de todo, es la propia sangre la que comete el crimen. En cuanto a la cucaracha, el asesino debe de haberla aplastado en el momento del crimen».
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio con un cigarrillo, y entonces se presentó Antonio. Al verme, me saludó, pero más tímidamente que la primera vez; hasta me pareció que se sentía nervioso.
—Tienen ustedes una hermosa casa —le dije—. Encuentro aquí una gran serenidad y una cordialidad poco habituales. Un verdadero hogar, un hogar cálido. Le hace a uno suspirar por la niñez, pensar en la madre, la madre con su bata de dormir, las ganas de morderse las uñas, la necesidad de un pañuelo.
—¿El hogar?… ¡El hogar, sí, claro!… Pero no es eso. Mi madre me ha dicho que… usted parece pensar… eso es…
—Conozco un excelente remedio contra los ratones: el ratotex.
—¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más… de ellos. Dicen que esta mañana estuvo usted en el cuarto de mi padre… Eso es bastante… lo siento… con el cadáver…
—Sí.
—¡Ah! ¿Y…?
—¿Y?… ¿Y qué?
—Dicen que encontró usted algo…
—Sí, una cucaracha muerta.
—Aquí abundan las cucarachas muertas… Sí, las cucarachas… Quiero decir que son numerosas las cucarachas que no están muertas.
—¿Quería usted mucho a su padre? —pregunté, tomando de la mesa un álbum de fotos de Cracovia.
Esta pregunta indudablemente le sorprendió. No estaba preparado para ella. Inclinó la cabeza, miró a los lados, suspiró y dijo con voz entrecortada, con indecible pesar, casi con aversión:
—Bastante…
—¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! Y además lo dice con reticencia.
—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió con voz ahogada.
—¿Por qué se porta usted con tan poca naturalidad? —pregunté yo a mi vez, con un tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal, con el álbum en la mano.
—¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede…?
—¿Por qué se ha puesto usted lívido, lívido como la pared?
—¿Yo? ¿Lívido?
—Claro, claro. Mira usted furtivamente… No termina sus frases… Habla de ratones, de cucarachas… Su voz es demasiado alta, luego demasiado apagada, ahogada, áspera, y de nuevo rompe usted en una especie de chillido que le destroza a uno los tímpanos —le dije muy secamente—. Sus ademanes son nerviosos. Sí, parece nervioso, exaltado. ¿A qué se debe eso, joven? ¿No es mejor condolerse de una manera sencilla? Hmmm… ¡Bastante, dice! ¿Y por qué persuadió a su madre hace una semana de que abandonara repentinamente la habitación de su padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse a mover un brazo, o una pierna, sólo logró murmurar:
—¿Yo…? ¿Qué quiere decir? Mi padre… mi padre… necesitaba más aire fresco.
—¿En la noche de su muerte durmió usted en su habitación en la planta baja?
—¿Yo? En mi habitación, por supuesto… en la planta baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi cuarto dejándolo en una silla, con las manos cruzadas encima de las rodillas, la boca ligeramente abierta y las piernas estrechamente unidas. «¡Aja! Se trata posiblemente de un temperamento nervioso. Un temperamento, una naturaleza exaltada… Excesivas emociones, cordialidad exagerada…». Pero me contuve, pues no quería aún asustar a nadie. Mientras me lavaba las manos en mi cuarto y me preparaba para la comida, el mismo criado de la mañana entró a fin de preguntarme si necesitaba alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos apuntaban en todas direcciones, sus modales revelaban un servilismo astuto, y todas sus fuerzas espirituales estaban en el más alto grado de actividad. Le pregunté:
—Bien, ¿qué novedades hay?
—Excelencia —dijo él—, usted me preguntó si había dormido en la despensa anteanoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven amo cerró con llave la puerta de la despensa.
—¿Nunca había cerrado el joven esa puerta?
—Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo estaba dormido, porque era ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando cerró. No sé cuándo volvió a abrir, porque estaba durmiendo cuando me despertó por la mañana para decirme que el viejo amo había muerto, y entonces la puerta estaba ya abierta.
¡Así que por alguna razón inexplicable el hijo del difunto había cerrado la puerta de la despensa durante la noche! ¿Cerrar la puerta de la despensa? ¿Qué podía significar?
—Le ruego a su Excelencia que no diga que yo se lo conté.
No había sido desatinada mi calificación de aquella muerte de posible delito doméstico. La puerta estaba cerrada, así que ningún extraño había tenido acceso a la casa. La red se espesaba a cada minuto, la soga tendida alrededor del cuello del asesino, es decir, la soga en torno al cuello de la víctima. Aunque soslayara este problema, había echado un ingenuo vistazo al cuello, que resplandecía con inmaculada blancura, y uno no podía permanecer eternamente en un estado de ciega pasión. Muy bien, estoy de acuerdo: me hallaba furioso. Por una razón u otra, el odio, el disgusto, los insultos me habían obcecado, manteniéndome tercamente en un absurdo evidente. Eso es humano, y todos lo podrán entender. Pero llegaría el momento en que recobraría la calma. Como dice la Biblia: «Llegará el día del Juicio». Y entonces… hmmm… yo diría: «Aquí está el asesino», y el cadáver diría: «Morí de asfixia cardíaca». Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que el juez preguntara: «¿Sostiene usted que este hombre fue asesinado? ¿En qué se basa?».
Yo respondería: «Me baso, Excelencia, en que su familia, su mujer y sus hijos, particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se comportan como si lo hubieran asesinado; no cabe duda». ¡Dios! Pero, ¿de qué manera pudo ser asesinado cuando no fue asesinado, cuando la autopsia demuestra claramente que murió de un ataque al corazón?
Y entonces el abogado defensor, ese chivo pagado, se levantaría y, en un largo discurso, moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar que se trata de un equívoco originado por mi torpe manera de razonar; que había yo confundido el crimen con el dolor, y que lo que consideraba la manifestación de una conciencia culpable no era sino la expresión de una extremada sensibilidad, que tiende a replegarse frente al frío contacto de un extraño. Y, una vez más, el insolente, cansado estribillo: «¿Por qué milagro ha sido asesinado, si no ha sido asesinado de ninguna manera, si no hay la menor huella en el cuerpo que pueda demostrarlo?».
Esta objeción me preocupaba tanto que a la hora de la comida, a fin de desvanecer mis preocupaciones y dar un descanso a mis dudas penetrantes, y sin ninguna segunda intención, comencé a opinar que, en su esencia real, el crimen «por excelencia» no era un hecho físico sino psicológico. Si no me engaño, nadie habló, excepto yo. Antonio no pronunció una palabra, no sé si debido a que me consideraba indigno de ella, como había sido el caso la noche anterior, o por miedo de que su voz resultara demasiado estridente. La madre viuda, sentada pontificialmente en su silla, continuaba, me imagino, sintiéndose mortalmente vejada, mientras sus manos temblorosas pretendían asegurarse la impunidad. Cecilia sorbía silenciosamente líquidos demasiado calientes. En cuanto a mí, como resultado de los motivos antes mencionados y sin pensar que podía cometer una falta de tacto, ni reparar en la tensión que imperaba en la mesa, discurrí larga y volublemente.
—Deben creerme. Hablando estrictamente, la forma física de un cadáver, el cuerpo torturado, el desorden en la habitación, los así llamados indicios, no constituyen sino detalles secundarios, nada, apenas un apéndice del crimen real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para con las autoridades, y nada más. El crimen real lo comete siempre el espíritu. ¡Los detalles externos…! ¡Santo Dios! Voy a citarles un caso: un joven, repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de sombrero ya pasado de moda en la espalda de su tío y benefactor, de quien había recibido protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen psicológico ante la pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un pequeño agujero en la espalda, hecho por un alfiler. El sobrino explicó posteriormente que, por distracción, había confundido la espalda de su tío con el sombrero de su prima. ¿Quién iba a creerle? ¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es una bagatela; lo difícil estriba en localizar los conceptos espirituales. A causa de la extraordinaria fragilidad del organismo humano, uno puede cometer un asesinato por accidente o, como ese sobrino, por distracción, y de la nada surgen entonces repentinamente, ¡tras!, un cadáver. Una mujer, la mujer más bondadosa del mundo, locamente enamorada de su marido, descubrió cierto día, durante la luna de miel, un repelente gusano en las frambuesas que estaba comiendo el esposo. Debo decirles que el marido detestaba esos gusanos más que cualquier otra cosa. En vez de prevenirle, se le quedó mirando con una tierna sonrisa, y luego le dijo: «Te has comido un gusano». «¡No!», gritó el marido horrorizado. «Claro que te lo has comido», le respondió la mujer, y comenzó a describírselo. «Era de tal y tal manera, gordo y blancuzco». Hubo muchas risas y bromas; el marido, pretendía estar disgustado y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la maldad de su mujer. Todo el asunto quedó olvidado. Una semana o dos después, la mujer estaba terriblemente asombrada de ver que su marido perdía peso, enflaquecía, devolvía el alimento. Se sentía asqueado de sus propios brazos y piernas, y (perdónenme la expresión) no cesaba de vomitar. Su repugnancia de sí mismo aumentó hasta convertirse en una terrible enfermedad. Y, de pronto, un día… terribles lágrimas, espantosos lamentos, se había matado. Al fin, después de un severo interrogatorio, reveló que en los más oscuros rincones de su conciencia sentía una atracción antinatural por un perro bulldog al que su marido había golpeado poco antes de comerse las frambuesas. Otro caso más. En una familia aristocrática, un joven asesinó a su madre repitiéndole insistentemente la palabra «monstruosa». En el tribunal afirmó hasta el final ser inocente. ¡Oh! El crimen es algo tan fácil que se asombrarían ustedes de saber cuánta gente muere de muerte no natural…, especialmente cuando se trata del corazón, ese misterioso lazo entre los hombres, ese intrincado corredor secreto entre ustedes y yo, esa bomba de succión y de fuerza que puede succionar con excelencia y esforzarse maravillosamente. Después se componen una atmósfera de luto, unas caras de cementerio, una dignidad doliente, la majestuosidad de la muerte, ¡ja, ja, ja!, únicamente a fin de provocar el respeto del dolor para que nadie se asome al interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel asesinato.
Estaban sentados como ratones de sacristía sin atreverse a interrumpirme. ¿Dónde estaba el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su servilleta y, con las manos más temblorosas que de costumbre, se levantó de la mesa. Yo me froté las manos.
—Lo siento, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba en términos generales sobre el corazón en el que tan fácil resulta esconder un crimen.
—¡Malvado! —exclamó la viuda, con la respiración entrecortada.
El hijo y la hija se levantaron de la mesa.
—¡La puerta!… —les grité—. Muy bien, seré un malvado; pero, ¿puede explicarme alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevisiblemente, Cecilia prorrumpió en un lamento nervioso, y entre gimoteos logró decir:
—La puerta… no fue mi madre. Yo la cerré. Fui yo quien lo hizo.
—Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta. ¿Por qué te humillas ante este hombre?
—Tú diste la orden, mamá; pero yo quise… yo quise… yo también quise cerrar la puerta y la cerré.
—Perdónenme la interrupción —les dije—. ¿Cómo es eso? (Yo sabía que Antonio había cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están hablando?
—La puerta… la puerta del cuarto de mi padre. Yo la cerré.
—Yo fui quien la cerró. Te prohíbo que digas esas tonterías, ¿me oyes? ¡Yo la cerré!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían estado cerrando puertas? La noche en que el padre iba a morir, el hijo cierra la puerta de la despensa, a la vez que la madre y la hija cierran la puerta de la habitación.
—¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta —les pregunté impetuosamente—, excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo sabían! Bajaron la cabeza. Una escena teatral. Entonces resonó la voz agitada de Antonio:
—¡Basta! ¿No os da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién? ¡Más serenidad!
—¡Vamos! En ese caso, tal vez pueda usted explicarme por qué cerró la puerta de la despensa esa noche, dejando incomunicados los cuartos de los sirvientes.
—¿Yo? ¿Cerré yo la puerta?
—¿No? ¿No lo hizo usted? Hay testigos. Es algo que puede probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las mujeres giraban aterradas por el espanto. Finalmente el hijo, como si recordara algo muy remoto, declaró con voz dura:
—Lo hice yo.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró usted la puerta? ¿Tal vez para impedir corrientes de aire?
—No puedo decírselo —replicó con una soberbia difícil de explicar, y abandonó el comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la vela, me paseé de un lado para otro, de pared a pared, durante largo rato. Afuera comenzaba a oscurecer; las manchas de nieve refulgían con creciente vivacidad en las sombras que derramaba la tarde, y los intrincados esqueletos de los árboles rodeaban la casa por todas partes.
«¡Una casa especial para ti!», me dije, «Una casa de asesinos, una casa monstruosa, donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien oculto y premeditado». ¡Una casa de estranguladores! ¿El corazón? De antemano sabía lo que se puede esperar de un corazón bien alimentado y qué clase de corazón tenía aquel parricida, un corazón henchido de grasa, nutrido con mantequilla y calor familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada prematuramente. Y ellos, ¡tan orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! Mejor sería que explicaran por qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los hilos en la mano y podía señalar con el dedo al asesino, por qué, pues, perdía mi tiempo en vez de actuar? Aquel obstáculo, el único obstáculo: aquel cuello blanco e intacto que, como la nieve del exterior, se tornaba más blanco en la negrura de la noche. El cadáver debe de haber sido objeto de reflexiones por parte de aquella banda de asesinos. Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al cadáver en un ataque frontal, con la visera levantada, llamando al pan, pan y señalando claramente al criminal. Pero era como luchar contra una silla. Por más exacerbadas que estuviesen mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello y la blancura, la blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por consiguiente, no había más que proseguir hasta el final, insistir en aquella falacia y en aquel absurdo de venganza y esperar, esperar, contando ingenuamente con la posibilidad de que, si el cadáver no se corrompía, tal vez la verdad pudiera encontrar por sus propios medios, como el petróleo, el camino hasta la superficie. ¿Estaba perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la casa, y todos podían escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo, no estuviesen ya tan tranquilos.
Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo continuaba sin moverme de la habitación sin cesar de llamarlos bellacos y asesinos. ¿Había triunfado? Con el resto de mis fuerzas confiaba en que mi obstinación y perseverancia serían recompensadas, que mi pasión llegaría a dar cuenta de la resistencia que se le oponía, con tanto empeño y tantas expresiones faciales distintas que finalmente no pudiera ya la situación mantenerse y que, al llegar al punto máximo, se resolviera de alguna manera y diera nacimiento a algo, a algo ya no en el reino de la ficción, sino a algo real. Porque no podíamos seguir así indefinidamente: yo arriba, ellos abajo. Alguien tenía que decir: «Me rindo»; todo dependía de quién fuese el primero. En la casa reinaban la calma y el silencio. Pasé al salón, pero no percibí ningún ruido en la planta baja. ¿A qué podrían estar dedicados? ¿Estarían por fin haciendo lo que se esperaba de ellos? En tanto que yo había triunfado gracias a todas aquellas puertas cerradas, ¿estarían ellos lo suficientemente asustados, estarían deliberada, adecuadamente aguzando los oídos para captar el sonido de mis pasos, o estarían sus espíritus demasiado fatigados para continuar trabajando? «¡Ah!», exclamé con alivio, cuando a eso de la media noche oí al fin pasos en el salón, y luego alguien llamó a mi puerta.
—¡Adelante! —dije.
—Lo siento —dijo Antonio, sentándose en la silla que le indiqué.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo ya sabía que la coherencia en el discurso no era su virtud más descollante.
—Su conducta… —comenzó—, y luego sus palabras… Para decirlo de una vez: ¿qué significa todo esto? O se va inmediatamente de mi casa… o me habla con claridad. ¡Esto es un chantaje! —estalló.
—¿Así que al fin me lo pregunta? —dije—. ¡Bastante tarde! Y aún ahora habla en términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle? Pues bien, su padre ha sido…
—¿Qué? ¿Qué ha sido…?
—Estrangulado.
—Estrangulado. Muy bien, estrangulado… —repitió, estremeciéndose, con una especie de extraño placer.
—¿Se alegra?
—Sí.
—¿Quiere hacer otras preguntas? —le dije después de una pausa.
—¡Pero si nadie oyó ruidos ni gritos! —exclamó.
—Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y esa noche habían cerrado la puerta. En segundo lugar, el asesino debe de haber atacado inmediatamente a su víctima y…
—Muy bien, muy bien —murmuró—, muy bien. Un momento. Otra pregunta. ¿Quién ha sido a su juicio… quién?
—¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría usted afirmar que durante la noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la casa con tal sigilo que no lo advirtieran el guardabosque ni los perros? ¿Podría creer en la posibilidad de que se hubiesen dormido tanto el guardabosque como los perros y que la puerta de la finca, por algún descuido, hubiese quedado abierta? ¿Es así? ¡Qué coincidencia tan desafortunada!
—Nadie pudo haber entrado —replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy erecto, y pude advertir en su inmovilidad que me despreciaba con todo el corazón.
—Nadie —confirmé rápidamente, disfrutando alegremente de su orgullo—. ¡Absolutamente nadie! Así que sólo quedan ustedes tres y los tres sirvientes. Pero el paso de los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo Dios sabe por qué cerró la puerta de la despensa. ¿O es que ahora va a negar que la cerró?
—La cerré.
—Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
—No adopte usted esos aires —le dije, y mi breve comentario le hizo volver a sentarse, mientras su cólera se desvanecía.
—La cerré sin saber por qué, maquinalmente —dijo con dificultad, y murmuró por dos veces—: Estrangulado, estrangulado…
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían un temperamento nervioso.
—Y como su madre y su hermana también cerraron… maquinalmente, su puerta, sólo queda… Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted, y únicamente usted, pudo aquella noche tener libre acceso a la habitación de su padre. «El labrador de regreso a casa sucumbe en el fatigoso camino, y deja el mundo a la oscuridad y a mí».
—Supone entonces —exclamó— que yo… que yo… ¡Ja, ja, ja!
—¿Quizá trata usted con esa risa de expresar que es inocente? —dije secamente, y su risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió en una nota falsa—. ¿No fue usted? En ese caso, joven —dije más suavemente—, ¿quiere explicarme por qué no derramó una sola lágrima?
—¿Una lágrima?
—Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un murmullo, ¡oh, sí!, al principio, ayer mismo en la escalera. Es habitual que las madres pierdan la cabeza y traicionen a sus hijos. Y hace un momento usted se reía y declaró que se sentía feliz por la muerte de su padre —dije con triunfal énfasis, repitiendo sus palabras hasta que, una vez que la fuerza lo abandonó, me miró como a un ciego instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la situación, echó mano de todas sus fuerzas y trató de dar una explicación en forma de un avis au lecteur, un aparte, digamos, que surgía directamente de su garganta.
—Era sólo sarcasmo… ¿comprende?
—¿Se permite el sarcasmo a la muerte de su padre?
Hubo otro silencio y luego murmuré confidencialmente, casi a su oído:
—¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de la muerte de un padre… No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito de haber salido adelante con paso seguro; él ni siquiera se movía.
—¿Estará usted turbado porque le quería? ¿Quizá le quería usted realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
—¡Muy bien! Si usted insiste… sí… entonces, sí, muy bien… Así era —dijo arrojando algo sobre la mesa, y después exclamó—: ¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
—Perfectamente —le dije—, quítelo de ahí.
—¡No, no quiero! Puede usted tomarlo, se lo regalo.
—¿A qué se deben todos esos estallidos? Está bien, usted le quería, eso es natural. Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque, como se dará usted cuenta, no entiendo mucho estos amores de ustedes. Admito que ha logrado casi convencerme con este rizo de cabello; pero, ¿sabe?, hay una cosa fundamental que no logro aún resolver —aquí nuevamente bajé la voz y murmuré a su oído—: Usted le quería, eso está muy bien; pero, ¿por qué hay tanta confusión, tanto desdén en ese amor? —se volvió a poner lívido y no respondió nada—. ¿Por qué tanta crueldad y repulsión? ¿Por qué oculta su amor de la misma manera que un criminal oculta su crimen?
¿No me responde? ¿No lo sabe? Tal vez yo pueda decírselo. Usted le amaba. Sí, pero cuando su padre enfermó, le habló a su madre sobre la necesidad de aire fresco. Su madre, quien, dicho sea de paso, también le amaba, escuchó y asintió. Es cierto, muy cierto, un poco de aire fresco a nadie puede hacerle daño; así que se cambió a la habitación de su hija, pensando: «Estaré cerca de él, pendiente de cualquier llamada del enfermo». ¿No es así? Puede usted corregirme.
—Así fue.
—¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana. Una noche la madre y la hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Es necesario reflexionar sobre cada una de las vueltas de llave de una cerradura. ¿Una, dos, tres? La hicieron girar maquinalmente y se metieron en la cama. Sí, mientras usted, al mismo tiempo, cerraba abajo la puerta de la despensa.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
—Sí, fue así exactamente…
—Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar algo. Tal vez usted pensaba: «Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede necesitar algo». Así, sin hacer ruido, subió por las crujientes escaleras hasta la habitación de su padre. Bien… Cuando lo encontró en la habitación… El resto no necesita comentarios; procedió usted maquinalmente.
Escuchaba sin creer a sus oídos. Repentinamente pareció despertar y exclamó con un aullido que se podría calificar como de desesperada franqueza, la cual sólo podía inspirarse en un gran miedo:
—¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo, en mi habitación! No sólo cerré la puerta de la despensa, sino que también me encerré en mi cuarto. Yo también dormí encerrado… Debe tratarse de algún error.
—¿Qué? —exclamé—. ¿También usted se encerró? Al parecer, todo el mundo se encerró. ¿Quién fue entonces?
—No lo sé, no lo sé… —dijo con estupor, secándose la frente—. Sólo ahora comienzo a comprender que debimos de haber estado esperando que ocurriera algo; debimos de haber tenido un presentimiento y, por miedo, por pudor —exclamó violentamente—, nos encerramos todos con llave… porque todos queríamos que mi padre, que mi padre… resolviera por su cuenta sus asuntos.
—¡Ah! Ya veo… Sintiendo que la muerte se aproximaba, se encerraron antes de que llegara a producirse. ¿Así que esperaban el crimen?
—¿Lo esperábamos?
—Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él fue asesinado, mientras ustedes esperaban, y recuerde que ningún extraño tuvo la posibilidad de hacerlo.
Calló.
—Le digo que yo estaba realmente en mi habitación, encerrado —murmuró al fin, oprimido por el peso de una lógica irrefutable—. Debe de tratarse de un error.
—En ese caso, ¿quién lo asesinó? —seguí repitiendo incesantemente—. ¿Quién lo asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de conciencia y revisara sus intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada, bajo las pestañas caídas, parecía dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo allí, en lo más profundo? ¿Qué descubrió? Tal vez se vio a sí mismo saliendo de la cama, caminando sigilosamente por las traidoras escaleras, dispuestas las manos para la acción. Tal vez, en un único instante, le sobresaltó el incierto pensamiento de que, después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía excluirse por completo. Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio se le apareció como un complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si en una fracción de ese instante no llegó a penetrar en la terrible dualidad de los sentimientos. Esta idea cegadora pudo haber sido una revelación (al menos ésa es mi interpretación) y debe de haber hecho estragos en su interior, de tal manera que, envuelto en su amor, llegó a resultarse intolerable hasta para sí mismo. Y aunque esto duró sólo un instante, fue suficiente. Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis sospechas ya durante doce horas; durante doce horas había sentido una persecución despiadada y obstinada tras él, y debe de haber digerido todos los absurdos de que el pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto dejó caer la cabeza y me dijo claramente, mirándome a la cara:
—Yo lo hice… Fui… yo.
—¿Qué quiere decir con eso de «fui»?
—Yo fui, ya lo dije, fui yo quien lo hizo, como usted ha dicho, maquinalmente.
—¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo admite? ¿Fue usted? ¿Real y verdaderamente?
—Sí, fui yo.
—¡Aja! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un minuto.
—No más… Un minuto cuando mucho. No debemos sobreestimar el tiempo. Un minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y caí dormido. Antes de caer dormido, bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora, que, ¡oh, oh!, al día siguiente tenía que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez demasiado clara, aunque su voz se volvió áspera a la vez que feroz, llena de un gozo extraordinario. ¡No había duda de ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero el cuello, ¿qué se podía hacer con aquel cuello que obtusamente mantenía sus propios derechos en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba febrilmente; pero, ¿qué puede un cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y —es difícil de explicar—, en ese momento advertí que no me quedaba nada que hacer sino admitir franca y totalmente los hechos. Golpearme la cabeza contra el muro, es decir contra el cuello, era infructuoso. Cualquier posible resistencia o estratagema serían inútiles. Tan pronto como advertí esto, sentí una gran confianza en él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo, y que había llevado a cabo una maniobra demasiado artera, y, en mi confusión, exhausto y sin aliento después de tantos esfuerzos y efectos fáciles, me convertí repentinamente en un niño, un niño pequeño y desamparado que desea confesar sus errores y travesuras a su hermano mayor. Me pareció que él entendería y no me negaría sus consejos. «Sí», pensé, «es lo único que me resta por hacer: una confesión franca. Él entenderá, me ayudará: encontrará una solución». Pero, por si acaso, me levanté y fui acercándome a la puerta.
—Ve usted —dije, y mis labios temblaron ligeramente—; hay una dificultad… cierto obstáculo, una formalidad, para ser sinceros, nada importante. La cosa es que —toqué el picaporte—, a decir verdad, el cuerpo no revela huella alguna de estrangulamiento. Para expresarlo en términos fisiológicos, no fue estrangulado, sino que murió normalmente de un ataque cardíaco. ¡El cuello, sabe usted, el cuello! ¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto me deslicé por la puerta entreabierta y crucé rápidamente el salón. Irrumpí en el cuarto donde yacía el cadáver y me escondí en el guardarropa. Con gran esperanza, aunque también con miedo, aguardé. El lugar era oscuro, sofocante, y los pantalones del muerto me rozaban el cuello. Esperé largo rato, y comencé a dudar: pensé que nada iba a ocurrir, que habían estado burlándose de mí, que me habían llevado durante todo el tiempo a hacer el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien se deslizó en el interior con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama crujía horriblemente. Todas las formalidades se estaban cumpliendo ex post jacto. Luego los pasos se retiraron tal como habían llegado. Cuando, después de una larga hora, tembloroso, bañado en sudor, salí de mi escondite, la violencia y la fuerza prevalecían entre las sábanas revueltas de la cama; el cadáver estaba colocado en diagonal con respecto a la almohada, y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos. Aunque los peritos médicos no estuvieron del todo satisfechos con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era del todo normal), fueron consideradas al fin, junto con la plena confesión del asesino, como una base legal suficiente.

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