viernes, 18 de septiembre de 2020

Cuatro días, de Vsévolod Garshin

 


Recuerdo cómo corríamos por el bosque, cómo silbaban las balas, cómo caían las ramas arrancadas por ellas, cómo nos arañábamos entre los espinos. Los tiroteos se hicieron más frecuentes. A través del lindero del bosque apareció algo rojo, centelleante acá y allá. Sídorov, un jovencísimo soldado de la primera compañía (se me pasó por la cabeza preguntarme cómo había venido a parar a nuestra fila), de pronto se sentó en la tierra y en silencio me miró con enormes ojos asustados. De la boca le salía un chorro de sangre. Sí, eso lo recuerdo perfectamente. Recuerdo incluso cómo casi en la linde, en los arbustos tupidos, vi…, le vi a él. Era un turco muy corpulento, pero corrí directamente hacia él, a pesar de que yo era débil y flaco. Algo hizo ruido, algo enorme pasó volando, según me pareció a mí. Empezaron a zumbarme los oídos. «Eso es que me ha disparado», pensé. Y él, con un grito de espanto, pegó la espalda a un frondoso espino. Podría haber rodeado el arbusto, pero el miedo le ofuscó y trepó a las espinosas ramas. De un golpe le arranqué el arma, de otro clavé en alguna parte mi bayoneta. Algo comenzó a rugir, o a gemir. Después seguí corriendo. Los nuestros gritaban «¡hurra!», caían, disparaban. Recuerdo que yo también hice algunos disparos ya fuera del bosque, en la campa. De pronto, un «hurra» se oyó más fuerte, e inmediatamente nos movimos hacia delante. O sea, no nosotros, sino los nuestros, porque yo me quedé. A mí esto me pareció raro. Y fue todavía más raro que inesperadamente todo desapareciera; todos los gritos y disparos callaron. No oía nada, sólo veía algo azul; debía de ser, era, el cielo. Después, incluso él desapareció.

Nunca me había encontrado en una situación tan extraña. Estoy tumbado, según parece, sobre la barriga, y sólo veo delante de mí un pequeño trozo de tierra. Unas cuantas hierbas, una hormiga arrastrándose por una de ellas cabeza abajo y restos de la hierba del año anterior: ése es todo mi mundo. Y lo veo con sólo un ojo, porque el otro está apretado contra algo con fuerza; debe de ser contra una rama, la misma en la que se apoya mi cabeza. Estoy incomodísimo, y quiero moverme, pero incomprensiblemente no puedo. Así va pasando el tiempo. Oigo el canto de los grillos, el zumbido de las abejas. Nada más. Por fin, hago fuerza y libero el brazo derecho, atrapado por mi propio cuerpo, y, apoyándome con las dos manos en la tierra, intento ponerme de rodillas.
Algo punzante y rápido, como un rayo, traspasa todo mi cuerpo de las rodillas al pecho y la cabeza, y de nuevo me caigo. Otra vez oscuridad, otra vez la nada.
Me he despertado. ¿Por qué veo estrellas que brillan con tanta fuerza en el cielo azul oscuro búlgaro? ¿Es que no estoy en la cañonera? ¿Por qué salí de ella? Me muevo y siento un dolor horroroso en las piernas.
Sí, he resultado herido en la batalla. ¿Será grave? Me agarro la pierna allí donde siento el dolor. Las dos piernas, la derecha y la izquierda, están cubiertas de sangre seca. Cuando las toco con las manos, el dolor es aún más fuerte. Es un dolor como el de muelas: continuo, que te arranca el alma. Ruido en los oídos; la cabeza, más pesada. Vagamente comprendo que estoy herido en las dos piernas. ¿Qué pasa? ¿Por qué no me han recogido? ¿Acaso nos habrán derrotado los turcos? Empiezo a hacer memoria de lo que me sucedió, al principio de manera confusa, después con más claridad, y llego a la conclusión de que no hemos sido derrotados. Porque yo caí (esto, por otra parte, no lo recuerdo, pero recuerdo cómo corríamos todos hacia delante y yo no podía correr, y sólo tenía algo azul delante de los ojos), y recuerdo que me caí en la campa, en lo alto de la colina. Esta campa nos la había mostrado nuestro cabo. «¡Chicos, estaremos allí!», nos gritó con su sonora voz. Y estábamos allí: lo que significa que no habíamos sido derrotados… Entonces, ¿por qué no me han recogido? ¡Si aquí en la campa, un lugar abierto, se ve todo! Seguramente no soy el único que está aquí tirado. El fuego era muy intenso. Tengo que girar la cabeza y mirar. Ahora es más fácil, porque antes, cuando volví en mí, veía hierba y la hormiga arrastrándose cabeza abajo, y al intentar levantarme caí, pero no en la posición anterior sino sobre la espalda. De ahí que vea estas estrellas.
Me incorporo y me siento. Cosa que no es fácil con las dos piernas rotas. Me derrumbo desesperado unas cuantas veces; al final, con lágrimas en los ojos fruto del dolor, me siento.
Sobre mí, un trozo de cielo azul oscuro, en el que brillan una estrella grande y varias pequeñas; alrededor, algo negro, alto. Son los arbustos. Estoy en los arbustos: ¡no me encontraron!
Siento cómo se mueven las raíces del cabello en mi cabeza.
No obstante, ¿cómo he venido a parar a los arbustos si me dispararon en la campa? Debió de ser que, herido, me arrastré hasta aquí, desquiciado por el dolor. Lo raro es que ahora no pueda moverme y entonces acertara a arrastrarme hasta estos arbustos. También puede ser que tuviera sólo una herida y que la otra bala me rematara estando ya aquí.
Manchas de color rosáceo claro han comenzado a moverse a mi alrededor. La estrella grande ha palidecido, algunas de las pequeñas han desaparecido. Eso que sale es la luna. ¡Qué bueno sería estar ahora en casa…!
Un sonido extraño llega hasta mí… Como si alguien gimiera. Sí, es un gemido. ¿Yace cerca de mí algún olvidado como yo, con las piernas rotas o con una bala en el vientre? No, los gemidos son demasiado cercanos, y a mi lado parece que no hay nadie… ¡Dios mío, si soy yo mismo! Sonidos lastimeros, débiles. ¿Es posible que realmente me duela tanto? Debe de ser. Sólo que yo no percibo este dolor porque tengo en la cabeza bruma, plomo. Es mejor tumbarse otra vez y dormirse, dormir, dormir… Pero ¿despertaré en algún momento? Eso da igual.
En ese preciso instante en el que me dispongo a echarme, una ancha y pálida franja de luz de luna ilumina con claridad el lugar donde estoy tirado, y veo algo oscuro y grande tumbado a unos cinco pasos de mí. En algunas partes sobre ello se ven reflejos de luz lunar. Son botones o fornitura. Es un cadáver o un herido.
De todas formas, me tumbo…
¡No, no puede ser! Los nuestros no se han ido. Están aquí, han echado a los turcos y han ocupado esta posición. ¿A qué se debe que no haya ni un murmullo, ni un crujido de las agramizas? Claro, estoy tan débil que no oigo nada. Ellos con toda probabilidad están aquí.
—¡Socorro! ¡Socorro…!
Gritos salvajes, roncos, demenciales salen de mi pecho, y no hay respuesta para ellos. Ruidosamente se propagan por el aire de la noche. Todo lo demás calla. Sólo los grillos cantan como hacían antes, infatigables. La luna me mira lastimeramente con su cara redonda.
Si él estuviera herido, con semejante grito se habría despertado. Es un cadáver. ¿De los nuestros o turco? ¡Ay, Dios mío! ¡Como si no diera lo mismo! Y el sueño cierra mi ojo inflamado.
Estoy tumbado con los ojos cerrados, aunque hace mucho que me he despertado. No me apetece abrir los ojos porque noto entre los párpados cerrados la luz del sol: si abro los ojos me los va a dañar. Sí, y mejor no moverse… Ayer (creo que fue ayer, ¿no?) me hirieron. Han pasado veinticuatro horas, pasarán más, y yo moriré. Da igual. Es mejor no moverse. Que el cuerpo esté inmóvil. ¡Qué bueno sería poder parar incluso la actividad del cerebro! Pero a ése no hay manera de contenerlo. Pensamientos y recuerdos se agolpan en la cabeza. Por lo demás, esto no durará mucho, pronto llegará el final. Sólo quedarán en las gacetas unas cuantas líneas sobre nuestras insignificantes pérdidas: tantos heridos; muerto el soldado raso voluntario Ivanov. No, no escribirán ni el apellido, simplemente dirán: un muerto. Un soldado raso, como aquel perrillo…
El cuadro completo estalla con claridad en mi imaginación. Esto ocurrió hace mucho tiempo. Por lo demás, todo, toda mi vida, ma[10] vida, cuando yo no estaba aquí tirado con las piernas rotas, fue hace tanto tiempo… Yo iba por la calle, una multitud me hizo parar. El gentío permanecía de pie y miraba en silencio algo blanquecino ensangrentado que aullaba lastimeramente. Era un perrito hermoso; el vagón del tranvía de sangre lo había atropellado. Se estaba muriendo, exactamente como yo ahora. Un barrendero dispersó a la multitud, cogió el perro por el cuello y se lo llevó. El gentío se dispersó.
¿Me recogerá a mí alguien? No, estate tumbado y muere. ¡Pero qué buena vida…! Aquel día (cuando sucedió la desgracia del perro) yo era feliz. Iba a no sé qué borrachera, y sí, había algo que celebrar. ¡Vosotros, recuerdos, no me martiricéis, dejadme en paz! Felicidad pasada, sufrimiento presente… Pues que se quede solo el sufrimiento, no me hagáis sufrir con recuerdos que sin querer me obligan a comparar. ¡Ay, nostalgia, nostalgia! Eres peor que las heridas.
Vaya, empieza a hacer calor. El sol quema. Abro los ojos, veo las mismas ramas, el mismo cielo, sólo que a la luz del día. Y he ahí mi vecino. Efectivamente es un turco, cadáver. ¡Qué grande! Lo reconozco, es aquel…
Delante de mí yace el hombre al que yo maté. ¿Por qué lo maté?
Yace aquí muerto, ensangrentado. ¿Para qué lo trajo hasta aquí su suerte? ¿Quién es? Puede ser que, como yo, tenga una madre anciana. Durante mucho tiempo se sentará por las tardes a la puerta de su miserable choza de adobe mirando hacia el lejano norte preguntándose si aquel que viene no será su querido hijo, su trabajador y sustentador…
¿Y yo? Yo también… Yo incluso me cambiaría por él. Qué felicidad la suya: no siente nada, no siente ni el dolor de la herida, ni la angustia de la muerte, ni la sed… La bayoneta penetró directamente en el corazón… En la guerrera tiene un gran agujero negro; alrededor de él, sangre. Eso lo hice yo.
Yo no quería esto. Yo no deseaba el mal a nadie cuando me fui a luchar. Es como si la idea de que podría verme obligado a matar a alguien se me hubiera escapado. Sólo me imaginaba a mí mismo, cómo iba a poner yo mi pecho bajo las balas. Y fui y lo puse.
¿Y bien? ¡Estúpido, estúpido! Y este pobre felaj[11] (lleva una guerrera egipcia) es aún menos culpable. Antes de que los embarcaran como sardinas en lata y los llevaran a Constantinopla, no habría oído hablar ni de Rusia ni de Bulgaria. Le obligaron a ir, y fue. Si no hubiera ido, le habrían apaleado, e incluso puede que algún pachá le hubiera metido una bala de revólver. Hizo un largo y duro camino de Estambul a Ruse[12]. Nosotros les atacamos, él se defendió. Pero viendo que nosotros, gente terrible, no temíamos su fusil de patente inglesa Peabody y Martini, que seguíamos y seguíamos avanzando con insistencia, se horrorizó. Cuando quiso huir, un hombrecito, al que él podría haber matado con un solo golpe de su negro puño, dio un brinco y le clavó la bayoneta en el corazón.
¿De qué es culpable?
¿Y de qué soy culpable yo aunque lo haya matado? ¿De qué soy culpable? ¿Por qué me hace sufrir la sed? ¡Sed! ¡Quién sabe qué significa esta palabra! Incluso entonces, cuando íbamos por Rumania, haciendo caminatas de hasta cincuenta verstas con un horroroso calor de cuarenta grados, entonces no sentía la que siento ahora. ¡Ay, si viniera alguien!
¡Dios mío! ¡Seguro que hay agua en su enorme cantimplora! Pero hay que llegar hasta él. ¡Lo que va a costar! De todas formas me acercaré.
Me arrastro. Las piernas se arrastran, los brazos debilitados apenas mueven el cuerpo inmóvil. Hasta el cadáver hay dos sazhenes[13], pero para mí es más; no más, sino peor: decenas de verstas. De todas formas hay que arrastrarse. La garganta arde, quema como el fuego. Sí, y sin agua mueres enseguida. No obstante, tal vez…
Y me arrastro. Las piernas se enganchan a la tierra y cada movimiento provoca un dolor insoportable. Grito, grito de dolor, pero pese a todo me arrastro. Por fin, hela aquí. He aquí la cantimplora… Tiene agua, ¡y qué cantidad! Parece que más de media cantimplora. ¡Oh! Tengo agua para mucho tiempo… ¡Hasta la mismísima muerte!
¡Me salvas tú, mi víctima…! Me he puesto a soltar la cantimplora, me he apoyado en un codo, y de pronto he perdido el equilibrio y he caído de cara sobre el pecho de mi salvador. Ya despedía un fuerte olor a cadáver.
Me he hartado de beber. El agua estaba tibia, pero no corrompida, y además había mucha. Sobreviviré unos cuantos días. Recuerdo que en Fisiología de la vida cotidiana[14] se dice que el ser humano puede vivir sin alimento más de una semana, siempre que tenga agua. Sí, allí se contaba también la historia de un suicida que se había matado de hambre. Vivió mucho tiempo porque bebía.
¿Y qué? Si sobrevivo todavía cinco o seis días, ¿de qué valdrá? Los nuestros se han ido, los búlgaros han huido. No hay caminos cerca. De todas formas, moriré. Sólo que, en lugar de tener una agonía de tres días, me la he conseguido de una semana. ¿No es mejor acabar? Cerca de mi vecino está su arma, un excelente producto inglés. Sólo tengo que alargar el brazo, y después, en un instante, se acabó. Los cartuchos están tirados ahí mismo, en un montón. No le dio tiempo a dispararlos todos.
¿Acabar así, o esperar? ¿Qué? ¿Un salvamento? ¿La muerte? ¿Esperar hasta que lleguen los turcos y empiecen a arrancar la piel de mis piernas heridas? Mejor yo mismo…
No, no hay que desanimarse; voy a luchar hasta el final, hasta el último aliento. Es que si me encuentran estoy salvado. Puede ser que tenga los huesos echados a perder; me curarán. Veré mi tierra, a mi madre, a Masha…
¡Dios, no permitas que se enteren de toda la verdad! Que crean que me mataron en el acto. ¡Qué será de ellas cuando averigüen que sufrí dos, tres, cuatro días!
La cabeza me da vueltas; mi viaje hasta mi vecino definitivamente me ha agotado. Y encima este horrible olor. Cómo se ha oscurecido… ¿Qué ocurrirá con él mañana o pasado mañana? Y ahora estoy aquí tumbado únicamente porque no tengo fuerzas para alejarme. Descansaré y me arrastraré hasta donde estaba antes; por cierto, el viento sopla de allí y alejará de mí el hedor.
Estoy tumbado completamente abatido. El sol me quema la cara y los brazos. No tengo con qué taparme. Ojalá llegue pronto la noche; me parece que será la segunda.
Los pensamientos se confunden y yo me hundo en el olvido.
He dormido un buen rato, porque cuando he despertado ya era de noche. Todo sigue igual: las heridas duelen, el vecino está tumbado, igual de enorme e inmóvil.
No puedo evitar pensar en él. ¿Es posible que yo haya dejado todo lo querido, lo más preciado, haya venido aquí en una marcha de mil verstas pasando hambre, frío, calor…, es posible que al final yo esté ahora tirado en este suplicio sólo para que este infeliz dejara de vivir? ¿Y es que acaso hice yo algo útil para los objetivos militares excepto este asesinato?
Asesinato, asesino… ¿Y quién, pues? ¡Yo!
Cuando planteé que me iba a luchar, madre y Masha me lo desaconsejaron, por lo menos me lloraron. Cegado por la idea, no vi esas lágrimas. No comprendía (ahora lo comprendo) lo que les hacía a mis seres queridos.
¿Para qué recordar? El pasado no se puede recuperar.
¡Y qué actitud tan extraña hacia mi proceder manifestaron muchos conocidos! «¡Bobo, bobo! ¡Se mete sin saber ni él mismo para qué!». ¿Cómo podían decir eso? ¿Cómo concuerdan semejantes palabras con sus ideas de heroísmo, amor a la patria y demás? A sus ojos yo representaba todos estos valores. Y aun con eso yo era «bobo».
Y heme aquí camino de Kishiniov; me han cargado una mochila y todo tipo de accesorios militares. Voy con miles, de los cuales apenas unos cuantos se unieron, como yo, voluntariamente. El resto, si se lo hubieran permitido, se habría quedado en casa. Sin embargo, van, como nosotros, «conscientes», marchan las mil verstas y luchan como nosotros, incluso mejor. Cumplen con su obligación independientemente de que ahora lo dejarían todo y se irían si les dieran autorización.
Sopla fuerte el viento de la mañana. Las ramas comenzaron a moverse, levantó el vuelo un pájaro medio dormido. Las estrellas se desvanecieron. El cielo azul oscuro se puso gris, se cubrió de delicados cirros; la penumbra gris subía desde la tierra. Amanecía el tercer día de mi… ¿Cómo llamarlo? ¿Vida? ¿Agonía?
El tercero… ¿Cuántos quedaban aún? En cualquier caso, pocos… Me he debilitado mucho y parece que no podré ni apartarme del cadáver. Pronto seremos iguales y no nos resultaremos desagradables el uno al otro.
Hay que beber. Beberé tres veces al día: por la mañana, a mediodía y por la tarde.
Ha salido el sol. Su enorme disco, cruzado y dividido por las oscuras ramas de los arbustos, rojea, como la sangre. Parece que hoy va a hacer calor. Vecino mío, ¿qué va a pasar contigo? Incluso ahora eres terrible.
Sí, era terrible. Sus cabellos empezaban a caérsele. Su piel, negra por naturaleza, había palidecido y amarilleaba; su rostro hinchado tiraba de ella de tal manera que se había roto detrás de la oreja. Allí pululaban gusanos. Las piernas, apretadas por las botas, se habían hinchado y entre los corchetes de las botas salían enormes ampollas. Se había hinchado todo como una montaña. ¿Qué hará con él hoy el sol?
Estar tumbado tan cerca de él es insoportable. Debo alejarme cueste lo que cueste. Pero ¿podré? Todavía puedo levantar el brazo, abrir la cantimplora, beber; pero desplazar mi pesado e inmóvil cuerpo… De todas formas me moveré, aunque sea poco a poco, aunque sea a medio paso por hora.
Toda la mañana se me va en este desplazamiento. El dolor es fuerte, pero ¿qué me importa ahora el dolor? Ya no recuerdo, no puedo imaginarme las sensaciones de una persona sana. Incluso parece que me he acostumbrado al dolor. Esta mañana me he alejado unos dos sazhenes y he caído en el sitio en el que estaba antes. Pero no he disfrutado durante mucho tiempo de aire fresco, si es que puede haber aire fresco a seis pasos de un cadáver maloliente. El viento ha cambiado y de nuevo me trae el hedor, tan fuerte que tengo náuseas. El estómago vacío se contrae dolorosa y espasmódicamente; los intestinos se revuelven. Y el aire contaminado, hediondo, sigue viniendo hacia mí. Me desespero y lloro…
Completamente roto, atontado, yacía casi desvanecido. De pronto… ¿No es esto un engaño de la destemplada imaginación? Me parece que no. Sí, es un murmullo. Pataleo de caballos, murmullo humano. Casi grito, pero me contuve. ¿Y si son turcos? ¿Qué ocurrirá entonces? A estos sufrimientos se sumarán todavía otros, más terribles, que ponen los pelos de punta hasta cuando lees sobre ellos en los periódicos. Arrancan la piel, asan las piernas heridas… Y bueno, si sólo fuera eso… Pero es que son muy imaginativos. ¿Es posible que sea mejor terminar la vida en sus manos que morir aquí? ¿Y si son los nuestros? ¡Malditos arbustos! ¿Por qué habéis formado alrededor de mí un cercado tan tupido? No veo nada a través de ellos; sólo en una parte hay como una pequeña ventana entre las ramas que me deja ver a lo lejos, hacia el valle. Allí me parece que hay un arroyo en el que bebimos antes de la batalla. Efectivamente, distingo la enorme losa arenisca apoyada atravesando el riachuelo a modo de puente. Seguramente pasarán por ella. El murmullo se silencia. No puedo distinguir el idioma en el que hablan, hasta el oído se me ha debilitado. ¡Dios! Si fueran los nuestros… Les gritaré y me oirán desde el arroyo. Eso es mejor que arriesgarse a caer en las garras de los bashibuzuk[15]. ¿Por qué tardan tanto? Me consume la impaciencia; no siento ni el olor a cadáver, a pesar de que no ha disminuido ni un ápice.
¡Y de pronto, cruzando el arroyo, aparecen cosacos! Guerreras azules, franjas rojas en los pantalones, lanzas. Son una media centuria entera. Delante, en un caballo magnífico, un oficial de barba negra. En cuanto la media centuria cruzó el arroyo, volvió todo el cuerpo sobre la silla y gritó:
—¡A-al trote, a-ar!
—¡Esperad, esperad, por Dios! ¡Socorro, socorro, hermanos! —grito yo; pero el patalear de los vigorosos caballos, el golpeteo de los sables y el estrépito del murmullo de los cosacos eran más fuertes que mi estertor, ¡y no me oyeron!
¡Oh, malditos! Extenuado, caigo de cara contra la tierra y empiezo a sollozar. De mi volcada cantimplora gotea agua, mi salvación, mi aplazamiento de la muerte. Pero me he dado cuenta de esto cuando ya no quedaba más de medio vaso, el resto había caído a la tierra seca y sedienta.
¿Podré evocar el aturdimiento que se apoderó de mí después de este terrible suceso? Yo yacía inmóvil, con los ojos medio cerrados. El viento cambiaba continuamente y tan pronto me soplaba aire fresco, limpio, como de nuevo me cubría de tufarada. Durante este día el vecino se convirtió en algo tan horrible que es imposible describirlo. Una vez que abrí los ojos para mirarlo me horroricé. Ya no tenía cara. Se había deslizado de los huesos. La espantosa sonrisa ósea, la sonrisa perpetua, me resultaba más repugnante, más horrible que nunca, a pesar de que no pocas veces había tenido que sujetar un cráneo en las manos y preparar cabezas enteras. Este esqueleto en guerrera con botones brillantes me estremeció. «Esto es la guerra —pensé yo—, he aquí su representación».
Y el sol quema y abrasa igual que antes. Mis brazos y mi cara hace tiempo que están cocidos. Me he bebido toda el agua que quedaba. La sed me hacía sufrir de tal manera que, aunque había decidido beber a pequeños sorbos, me la he bebido toda de un trago. ¡Ay, por qué no he gritado a los cosacos cuando estaban tan cerca de mí! Incluso si hubieran sido los turcos estaría mejor. Me habrían torturado una hora, dos, pero de esta manera no sé todavía cuánto tiempo me tocará estar tirado aquí y sufrir. ¡Madre mía, querida mía! ¡Te arrancarás tus canosas trenzas, te golpearás la cabeza contra la pared, maldecirás el día que me trajiste al mundo, maldecirás el mundo entero que ha inventado la guerra para desgracia de la gente!
Pero es posible que ni tú ni Masha sepáis de mis sufrimientos. ¡Adiós, madre! ¡Adiós, novia mía, amor mío! ¡Ay, qué pena, qué amargura! Se me encoge el corazón…
¡Otra vez este perro blanquecino! Al barrendero no le dio pena de él, le golpeó la cabeza contra un muro y lo tiró a un pozo al que tiran la basura y vierten la bahorrina. Pero estaba vivo. Y sufrió todavía todo un día. Y yo soy más desgraciado que él, porque llevo sufriendo ya tres días. Mañana será el cuarto, después el quinto, el sexto… Muerte, ¿dónde estás? ¡Venga, venga! ¡Tómame!
Pero la muerte no llega y no me coge. Y yo yazco bajo este horrible sol, y no tengo ni un trago de agua para refrescar mi inflamada garganta, y el cadáver me contamina. Se ha descompuesto completamente. Miríadas de gusanos salen de él. ¡Cómo pululan! Cuando se lo hayan comido y sólo queden de él los huesos y la guerrera, entonces será mi tumo. Y correré la misma suerte.
Pasa el día, pasa la noche. Todo sigue igual. Amanece. Todo sigue igual. Pasa todavía un día más…
Los arbustos se mueven y murmuran, es seguro que hablan suavemente. «¡Morirás, morirás, morirás!», cuchichean. «¡No lo verás, no lo verás, no lo verás!», contestan arbustos del otro lado.
—¡Aquí no hay quien los vea! —resuena fuerte cerca de mí.
Me estremezco e inmediatamente vuelvo en mí. Desde los arbustos me miran los dulces ojos azules de Yakovlev, nuestro cabo.
—¡Palas! —grita—. Aquí todavía hay dos, uno nuestro y otro de ellos.
«No hace falta cavar, no hace falta enterrarme, ¡estoy vivo!», quiero gritar, pero sólo un leve gemido sale de mis secos labios.
—¡Dios! ¿Puede ser que esté vivo? ¡Barín[16] Ivanov! ¡Muchachos! ¡Venid acá, nuestro barín está vivo! ¡Sí, llama al doctor!
Medio minuto más tarde me echan en la boca agua, vodka y no sé qué más. Después todo desaparece.
Me balanceo rítmicamente, la camilla se mueve. Este movimiento rítmico me arrulla. Me despierto, de nuevo me amodorro. Las heridas vendadas no duelen; una sensación inexplicablemente placentera se extiende por todo el cuerpo…
—¡A-alto! ¡Ba-ajen! ¡Camilleros de la cuarta compañía, a-ar! ¡A la camilla! ¡Cojan, leva-anten!
Da las órdenes Piotr Ivánich, nuestro oficial del lazareto, alto, delgado y buena persona. Es tan alto que, a pesar de que cuatro soldados de buena estatura llevan la camilla sobre los hombros, al girar los ojos hacia él todo el tiempo veo su cabeza con una barba larga y rala y sus hombros.
—¡Piotr Ivánich! —susurro yo.
—¿Qué, amigo?
Piotr Ivánich se inclina hacia mí.
—Piotr Ivánich, ¿qué le ha dicho el doctor? ¿Moriré pronto?
—¡Qué dice, Ivanov! No se muere. Que todos sus huesos están enteros. ¡Qué afortunado! Ni huesos, ni arterias. ¿Cómo ha sobrevivido estos tres días y medio? ¿Qué ha comido?
—Nada.
—¿Y bebido?
—Cogí la cantimplora del turco. Piotr Ivánich, ahora no puedo hablar; más tarde.
—Dios le bendiga, amigo. Duerma.
De nuevo sueño, sopor…
He recobrado el conocimiento en el lazareto de la división. Sobre mí hay doctores, hermanas de la caridad, y además de a ellos veo la conocida cara de un famoso profesor petersburgués. Está inclinado sobre mis piernas, sus manos están llenas de sangre. Se ocupa de mis piernas durante un corto espacio de tiempo y se dirige a mí:
—¡Vaya, le ha bendecido Dios, joven! Vivirá. Le hemos quitado una piernecilla, pero eso es una menudencia. ¿Puede hablar?
Puedo hablar, y le cuento todo lo que aquí está escrito.

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