jueves, 3 de septiembre de 2020

El milagro invertido, de Guillermo Martinez

 


Lo más difícil es explicar cómo llegó la estatuita fosforescente de Ceferino a nuestro hogar marxista y ateo. Tuvo que ser, por supuesto, alguno de los inventos de mi papá. Pero ¿cuál de ellos? ¿La bujía-luciérnaga que pudiera ubicarse en la oscuridad al abrir el capot del auto? ¿Los anzuelos lumínicos para la rueda de arado que hundiría en el mar como novísima máquina nocturna de pesca? Les pregunté a mis hermanas mayores y ninguna de las dos pudo recordar exactamente para qué la quería. Pero sí recuerdo que la primera vez que se habló de la estatuita estaba Miguela sirviendo el almuerzo. Miguela era el descubrimiento reciente y más preciado de mi madre. Desde que había quedado otra vez embarazada y el médico le había recomendado reposo, una procesión de chicas y mujeres habían pasado fugazmente por nuestra casa, sin resistir ninguna una semana entera. Mi padre se burlaba al verlas partir raudamente: muchas serán las llamadas, ninguna la elegida. Pero de pronto, como una roca, callada y segura, ahí estaba Miguela. Había llegado de Trenque Lauquen, tenía rasgos aindiados, era muy silenciosa y reservada y casi no sabíamos nada de ella, salvo que era infalible con la escoba y el plumero, aún en el caos de papeles de mi padre. Venía a limpiar todos los días sin faltar ni una vez desde hacía casi seis meses y mi madre tenía que luchar duramente con intrigas y aumentos para que las otras vecinas de la cuadra no se la quitaran. Durante ese almuerzo mi padre contó que había visto la estatuita de Ceferino en una santería del centro. Pero no habían querido vendérsela, se lamentó, porque era la que protegía la tienda. Los dueños la habían traído de Fortín Mercedes, donde estaba el santuario de Ceferino. Le habían ofrecido otras, pero sólo tenían un barniz de pintura. Mi padre trató de explicarnos, con migas de pan alrededor del salero, sobre la excitación de los electrones bajo la luz y la irradiación hacia el reposo en el principio físico de la fosforescencia. Él quería una exactamente como aquella que había visto, maciza, de luz verde esmeralda perdurable. En ese momento intervino Miguela, y creo que fue la primera vez que la escuchamos decir dos frases seguidas. Ella era devota del santo, dijo, y pensaba ir el fin de semana hasta Fortín Mercedes para cumplir una promesa. Había visto esas estatuitas luminosas y si el señor quería, no tendría problemas en traerle una. Mi padre, tomado de sorpresa, le agradeció efusivamente y enseguida pareció ocurrírsele una idea mejor. ¿Por qué no ir todos? Sacaría el auto y si nos apretábamos un poco habría lugar también para Miguela. No eran más de dos horas de viaje. Y podríamos traer de regreso un poco de miel y ese vino dulce, libre de pecados,que hacían los salesianos. Yo me entusiasmé a la par de él: ¿Fortín Mercedes era verdaderamente un fortín? ¿Habría un foso y restos de indios y calaveras? Mis hermanas se unieron a la expectativa feliz e inesperada de un viaje y todos miramos en dirección a la segunda cabecera de la mesa. Mi madre no ejerció su derecho de veto y la expedición quedó tácitamente aprobada. Pero el viernes, un día antes de la partida, ocurrió lo imprevisto: escuché durante la siesta el resoplido imperioso del auto puesto en marcha en el garaje, gritos ahogados, puertas que se abrían y cerraban de golpe. Mi madre había tenido una pérdida. Hubo un viaje de urgencia al sanatorio, y quedamos al cuidado de Miguela. Alcancé a escuchar cuchicheos en voz baja como contraseñas sigilosas entre mis hermanas, pero al parecer yo era demasiado chico como para que nadie me dijera nada. Mis padres volvieron dos horas después. Mi madre, muy pálida, caminaba lentamente sostenida del brazo, con una mano bajo la panza, y se recluyó a oscuras en el dormitorio. Mi padre se quedó con ella hasta que se durmió. Cuando reapareció, tenía una expresión grave. El bebé estaba vivo, nos dijo, pero el último mes mi madre debería pasarlo en cama, en absoluto reposo. Todos teníamos que colaborar para que hubiera tranquilidad y silencio: la vida del nuevo hermanito pendía de un hilo. Yo imaginé esto literalmente: el bebé colgado de un hilo, con una oscilación de péndulo, sobre un precipicio vertiginoso de nada. Miguela se ofreció a prepararnos la cena. Mi padre le dijo que se fuera tranquila y que ya lo ayudarían mis hermanas. La expedición a Fortín Mercedes, por supuesto, quedaba cancelada. Miguela insistió en traer de todos modos la estatuita y mi padre, frente a mí, le dio el dinero. Al ver mi cara de desconsuelo pareció pensar algo y se acuclilló a mi altura: ¿Te animarías a ir solo con Miguela hasta Fortín Mercedes? Asentí y me volvió la sonrisa. ¿Qué le parece, Miguela? Así no tiene que quedarse encerrado aquí adentro y ve algo de campo en el camino. Claro que sí, señor, dijo Miguela, y también parecía contenta, es un viaje cortito y se lo traigo antes de la noche. Eso sí, pasaría a buscarlo temprano para salir con la fresca.

El ómnibus que nos llevaría a Fortín Mercedes salía desde la puerta del colegio Don Bosco y esperaba reluciente bajo el primer sol de la mañana, con la puerta abierta, inmóvil y vacío. Fuimos los primeros en llegar y en subir. Nos sentamos en la mitad y Miguela me dejó el lado de la ventanilla, para que pudiera mirar el paisaje. Apenas dejamos atrás la ciudad escuché el ruido de bolsas que se abrían: todos empezaban a comer sus sándwiches y llegaba en oleadas el olor a fiambre y milanesa. Miguela me preguntó si quería comer algo yo también y dije que no: tenía miedo de descomponerme con el vaivén del ómnibus. En una curva de la ruta apareció una construcción inmensa, alargada, con pequeñas ventanas en fila como una cárcel y racimos de camiones en la entrada. Miguela me la señaló: el frigorífico donde trabaja mi hijo. Yo no sabía que tuviera un hijo y se lo dije. Asintió y acarició una estampita de Ceferino que apretaba en la mano. Es por él que voy a pedirle al santo, dijo. Me contó que se dedicaba a faenar reses y se había cortado un tendón con la cuchilla. Le iba a pedir a Ceferino que la herida se curara bien para que pudiera volver a trabajar. Pero antes tengo que cumplirle una promesa, me dijo con seriedad, porque para volver a pedir había que cumplirle al santo. Me dormí con la cara contra la ventanilla y me desperté cuando el ómnibus se detuvo en la primera parada. El Salitral de la Vidriera, anunció con un grito el conductor. Teníamos diez minutos para bajar. Algunos hombres cruzaron la banquina y se alejaron hacia unos árboles. Miguela me preguntó si quería hacer pis y dije avergonzado que no. Abrió su cartera y sacó de adentro una bolsa de arpillera enrollada y una cuchara de albañil. Vení conmigo, me dijo, te va a gustar el salitral. Bajamos y la seguí por un hueco del alambrado. El salitral se extendía como una pista infinita de hielo, que centelleaba y enceguecía bajo el sol más allá de lo que llegaban mis ojos. En una parte la superficie blanca y dura estaba quebrada por un hilo de agua aceitosa y el sol, sobre el agua, se derretía en un charco de témperas. Caminamos entre yuyos hasta llegar al borde de esa escarcha blanca y Miguela se agachó con la palita y empezó a llenar la bolsa. Hundí mi mano en la sal grumosa y recogí todo lo que pude en un puño. De cerca eran más bien como piedritas blancas desgranadas, húmedas y filosas. Le pregunté a Miguela si la usaría para cocinar y me dijo que no, que era parte de su promesa. Vi que otros hombres y mujeres habían cruzado detrás de nosotros y juntaban también la sal con bolsas y palitas. Ya vas a ver, dijo Miguela, y me hizo apurar para que volviéramos al ómnibus. Cuando subimos algunos de los curas habían cambiado sus asientos para formar algo así como una rueda. Una de las madres cebaba mate y la gran calabaza humeante pasaba hacia atrás de fila en fila.
Antes de lo que hubiera imaginado el ómnibus aminoró la marcha, dobló en un camino de tierra lateral y se detuvo frente a una gran arcada. Habíamos llegado. Al bajar se veía un mural inmenso con la figura bajita de Ceferino, vestido con un poncho, llevado de la mano por un cura con una capa larga y rosada, cerrada por adelante con una fila interminable de botones.
Al trasponer la arcada había un camino recto y muy largo entre álamos que conducía a una gran iglesia que se levantaba en el fondo. Miguela me pidió que me adelantara por el camino y que le llevara su carterita, porque le tocaba cumplir su promesa. Caminé unos pasos solo, siguiendo a los curas y me di vuelta, inquieto. Vi que Miguela se había puesto de rodillas, con la bolsa llena de sal cargada en su espalda y avanzaba muy lentamente echando puñados de sal delante de sí. Los otros hombres y mujeres que habían bajado al salitral también hacían lo mismo. Los brazos iban hacia la espalda y esparcían una lluvia blanca que caía delante de ellos y que aplastaban con las rodillas. Me di cuenta de que las rodillas de Miguela empezaban a sangrar. Quise volver hacia ella y advertirle pero me hizo un gesto con la mano para que me diera vuelta y caminara hacia la iglesia. Esperé, sentado en un escalón, a que Miguela por fin llegara. Los últimos restos de sal de la bolsa los tiró sobre los escalones y los subió de a uno respirando pesadamente y ayudándose con las manos. Finalmente se abrazó a una columna y se puso con mucha lentitud de pie. De las rodillas hacia abajo las piernas estaban cubiertas de una costra dura, brillante y ensangrentada. Me pidió con un gesto la cartera y sacó de adentro una botellita de alcohol y una gasa y se frotó las piernas, conteniendo con una mueca el ardor, hasta que sólo quedaron las pequeñas muescas rojas que le perforaban las rodillas. Se puso entonces unas curitas cruzadas, como parches de color canela, y se limpió los zapatos, que estaban completamente blancos. La promesa está cumplida, me dijo, vamos ahora al fortín.
Rodeamos la iglesia y vimos asomar las murallas blancas del fortín, con una torre de vigilancia que no era tan alta como había imaginado. En realidad, todo el fortín, a medida que nos acercábamos, parecía una construcción en una escala equivocada, o que hubiera encogido en el tiempo. Había un foso, sí, pero era más bien como una zanja no muy ancha, que yo mismo casi habría podido cruzar de un salto. Y había también un puente levadizo sobre el foso, pero estaba hecho de maderas nuevas y nadie podía imaginar que resistiera el paso de tropas y caballos. Un cartel con una explicación en la entrada me confirmó que todo en el fortín era falso, un intento de reconstrucción, salvo el santuario donde estaban los restos de Ceferino, que era la capillita original. Fuimos hacia allí. El techo era muy bajo y se entraba descendiendo unos escalones, como si la capilla estuviera a medias cavada en el piso. Había una fila en la puerta y sólo podían pasar una o dos personas por vez. ¿Te vas a animar?, me preguntó Miguela, ¿no te van a asustar los huesos del muertito? Dije que sí me animaba y nos pusimos en la fila. ¿Por qué tenía poderes Ceferino?, le pregunté a Miguela, ¿qué había hecho en su vida? Miguela no parecía muy segura de que hubiera hecho nada en especial. Es que murió muy joven, me dijo, ni veinte años tenía. Pero siempre había querido el bien para su gente, eso sí lo sabía, y por eso los protegía. Me quedé pensando, sin confiar mucho en lo que me decía Miguela: en todas las imágenes Ceferino parecía más bien un niño desvalido, llevado de la mano por los curas. No imaginaba de dónde podrían venirle los poderes después de muerto. Y además mi padre siempre se reía de todas las religiones y decía que promesas, milagros, paraísos, nada de esto era cierto. La entrada a la capilla estaba a oscuras y por dentro parecía una caverna. Había crucifijos contra las paredes ahumadas y una gran virgen María. En el centro se alzaba una caja alta y rectangular de madera. Miguela se asomó a un visor con una ranura en la parte de arriba y me hizo señas para que me pusiera en puntas de pie y mirara. Me estiré todo lo que pude pero no lograba ver. Entonces Miguela me levantó por las piernas y pude izarme un poco más y mirar hacia abajo por la ranura. Vi el pequeño esqueleto tendido en el fondo de la caja, o más bien la figura que formaban la jaulita sobresalida de las costillas, a la que habían acercado los huesos largos y simétricos de los brazos, y los huesitos como de cangrejo de las manos. Y vi, sobre todo, la calavera redonda y ahuecada, que estaba aparte, separada sobre un paño de terciopelo oscuro, como una joya blanquecina, con los grandes agujeros vaciados de ojos. Quise mirarla fijamente pero el resplandor tenue allí abajo pareció agitarse de pronto, casi como en un latido. Me eché involuntariamente hacia atrás. Te asustaste nomás, dijo Miguela, mejor salgamos de acá. Me soltó las piernas y caminé detrás de ella, avergonzado. Pero afuera, bajo la luz arrasadora y segura del sol, me volvió la desconfianza. ¿Y después de muerto, qué milagros había hecho Ceferino?, le pregunté a Miguela. Milagros no sabía, dijo Miguela, pero sí le había cumplido a muchísima gente. Vení, me dijo, voy a mostrarte algo. Caminamos otra vez por el costado de la iglesia principal y abrió una puerta lateral. Este es el museo de ofrendas, me dijo. Era una habitación enorme y despojada, con vitrinas en todas las paredes. Había sobre todo cartas y tarjetas con agradecimientos, pero también muletas y yesos, fotos de bebés y de ancianos, diplomas de cursos, medallas y cadenitas. Miguela me llevó hasta una de las vitrinas del fondo y me señaló unos guantes de box blancos, con los cordones dorados. Leé abajo, me dijo. Eran los guantes de Carlos Monzón, con los que había ganado su primer título del mundo. Quedé enmudecido, mirando los guantes y el letrero una y otra vez, como si me hubiera alcanzado un rayo fulminante de convicción. Yo había visto esa pelea por televisión, había visto esos guantes, chocando entre sí al sonar la campana, lanzados golpe tras golpe durante doce rounds, alzados en alto en el knock out. Victoriosos, ensangrentados. Yo había gritado y saltado con mi padre frente al televisor. Lo había visto todo una y otra vez, en cámara lenta. Y ahora esos guantes estaban allí, aquietados para siempre en la vitrina, entregados por el campeón del mundo a ese indiecito santo. Quizá el propio Monzón había venido a dejarlos. La miré a Miguela y ella me miró a mí, con un orgullo tranquilo. Vamos ahora a la iglesia, me dijo, que quiero pedir por mi hijo. Fui detrás de ella, llevado por dentro en vilo por una corriente poderosa y secreta que se abría paso en mí con una fuerza tenebrosa, algo que no hubiera podido jamás decir a nadie, y ni siquiera decirme. Entramos en la iglesia, que daba vértigo, con cúpulas distantes en lo alto y un altar imponente y remoto al final de un camino de alfombras, entre filas de bancos vacíos. Miguela caminó hacia un vitral a un costado con la cara agigantada de Ceferino, hecha con los recortes pacientes de cientos de vidrios de colores, iluminada por el sol del mediodía. Cuando se arrodilló frente a la imagen, yo me arrodillé junto a ella. ¿Vas a pedirle también algo al santo?, me dijo y creí notar en su voz un dejo de burla. La cara de Ceferino parecía absorbernos en su luz. Dije seriamente que sí. Hacé como yo entonces, me dijo. Juntó las manos, bajó la cabeza y sus labios se movieron en silencio una y otra vez, como si repitiera varias veces lo mismo. Junté mis manos, que estaban transpiradas, bajé la cabeza, y en un rapto de decisión me animé a decirlo en silencio, pero una única vez, aterrado de mí mismo. Cuando alcé la cabeza Miguela me estaba mirando. No le digas nada de esto a tus padres, me dijo, que pueden enojarse conmigo. Asentí y nos pusimos de pie. Ahora a buscar la estatuita, dijo Miguela. Salimos de la iglesia y caminamos hacia una hostería de peregrinos. Miguela me señaló las puertas de los baños y cuando salí, vi que me hacía un gesto desde la tienda de souvenirs. Me mostró una estatuita blanca con una base de plástico negro, que tenía esculpida con bastante gracia la imagen de Ceferino con el poncho sobre el hombro y un gran crucifijo que sostenía contra el pecho con una mano. Pude discutir el precio, me dijo contenta en voz baja, y por la misma plata nos llevamos esta, que es la más grande. La sostuve en mis manos. Era liviana y la cara de Ceferino no tenía rasgos, sólo el relieve del pelo con la raya y las facciones apenas cavadas, pero la manga un poco caída del saco y una de las rodillas a medias doblada le daban un aspecto de vida y realismo. La metí en mi bolsito y corrí el cierre todo lo que pude para oscurecerlo por dentro y aún así todavía poder mirar con un ojo por la esquina. La estatuita resplandecía en el fondo de la lona con un halo verdoso. ¿Puedo llevarla yo?, le pregunté a Miguela.
Cuando volvimos mi padre le agradeció varias veces a Miguela y mi madre me abrazó desde la cama con un reproche, como si hubiera estado todo el día preocupada: el señorito se va solo y nadie me había dicho nada.
La estatuita permaneció durante un tiempo en el estudio de mi padre, en el limbo de un estante, mientras él terminaba la preparación teórica para su experimento. Miguela parecía encantada y la repasaba un par de veces por día con su trapo para que no dejara de brillar. De noche, como un beneficio inesperado, su resplandor fantasmagórico alumbraba el camino al baño. Pero cuando yo entraba al estudio trataba de no mirarla: era el único momento del día en que recordaba mi pedido al santo. Pasó, quizá, una semana entera, hasta que finalmente llegó el día del sacrificio. Una tarde mi padre nos llamó con aire de confabulación a mis hermanas y a mí. Todos seríamos asistentes del experimento. Fuimos con él hasta el cuartito en el patio que llamaba su laboratorio. Había oscurecido las ventanas por adentro y por afuera con papel madera y cada uno tuvo su misión. A mí me tocó ir a buscar la agarradera a la cocina, donde Miguela estaba terminando de lavar los platos. Cuando volví, mi padre ya había cargado de gas el soplete, y la estatuita estaba junto a un embudo de vidrio, que se conectaba a una pequeña botella. Mi padre se enfundó la mano con la agarradera, puso la estatuita cabeza abajo sobre el embudo, sosteniéndola con cuidado desde la base de plástico, y accionó el soplete, que lanzó una emocionante llama azul. Los tres lo rodeamos en círculo. Acercó entonces la llama hasta envolver en el fuego la cabeza, que resistió varios segundos antes de empezar a deformarse y ceder, muy lentamente, en una gota verdosa y espesa que no terminaba de caer en el embudo. Mi padre quiso apagar la luz para que viéramos mejor la irradiación verde de la gota y me pidió que le sostuviera por un momento la estatuita desde la base. Oímos un golpe en la puerta, y una de mis hermanas abrió. Era Miguela, enviada por mi madre, que venía a preguntar si mi padre quería café. Pidió perdón, como si se hubiera dado cuenta de que estaba interrumpiendo una ceremonia importante. Creo que recién entonces, cuando vio lo que quedaba de la estatuita en mi mano, se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Retrocedió espantada, aunque consiguió salir y cerrar la puerta sin decir una palabra. Mi padre volvió a prender la luz y siguió adelante con el experimento, sin enterarse de nada, pero cuando salimos del cuartito Miguela ya estaba juntando sus últimas cosas para irse, irremediablemente. Mi madre se había incorporado de la cama y trataba, en camisón, de detenerla por el pasillo, pero Miguela sólo miraba hacia abajo y seguía cada vez más rápido hacia la calle. Cuando la puerta se cerró mi madre se dio vuelta hacia nosotros y supimos que se desencadenaría una tempestad. Una de mis hermanas alzó el pañuelo de colores, que a Miguela se le había caído en el apuro, y mi madre me hizo un gesto para que corriera tras ella y se lo alcanzara. Salí a la calle, que relumbraba con el sol de la siesta, y alcancé a verla cuando doblaba la esquina. Corrí lo más rápido que pude y cuando logré ponerme a la par le tendí el pañuelo, con un poco de temor. Miguela me lo quitó con un gesto brusco de odio y decepción y me dijo, apuntándome con el índice: El santo te va a dar lo contrario de lo que pediste. ¡Exactamente lo contrario!
Y así fue, porque mi madre, seguramente por el disgusto, rompió bolsa esa misma tarde, pero el bebé nació sano y salvo. Y yo, como temía, perdí para siempre mi reino.

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