lunes, 14 de septiembre de 2020

Más allá de la tormenta, de William Hope Hodgson

 


—¡Silencio! —dijo mi amigo el científico mientras yo pasaba al interior de su laboratorio. Había abierto los labios para comentar algo, pero, ante su demanda, permanecí callado unos minutos más.

Se hallaba sentado delante de su instrumento; la máquina, en esos momentos, estaba recibiendo un mensaje de una manera extraña e irregular: se paraba un poquito y enseguida volvía a ponerse en marcha a toda velocidad.
Durante una de aquellas pausas, más larga de lo habitual, no pude resistir la impaciencia que se iba apoderando de mí y me aventuré a dirigirle la palabra.
—¿Es algo importante? —pregunté.
—¡Por el amor de Dios, cállate! —respondió nervioso, casi gritando.
Me quedé desconcertado. Estaba bastante acostumbrado a sus modales cortantes y secos, sobre todo cuando se traía entre manos algún experimento fuera de lo corriente, pero aquello estaba yendo demasiado lejos, y así se lo dije.
Estaba escribiendo algo y su única réplica fue poner delante de mí varias hojas, que mostraban una escritura irregular, y pronunciar un lacónico:
—¡Lee!
Agarré la primera página y comencé a echarle un vistazo con una mezcla de enfado y curiosidad. Después de leer unas pocas líneas quedé enganchado al texto por lo que, seguramente, podríamos llamar un mórbido interés. Se trataba del mensaje de una persona que había llegado a los últimos extremos de la resistencia humana. Ésta es la transcripción del texto, palabra por palabra:
»¡Nos estamos hundiendo, John! Me sorprendería mucho que entendieras realmente lo que siento en estos precisos momentos… tú, confortablemente sentado en el laboratorio, y yo aquí, sobre las aguas, con un pie en el mundo de los muertos. Sí, estamos condenados. En nuestra situación, la palabra ayuda ha perdido ya todo su significado. Nos hundimos… continua, inexorablemente. ¡Dios! ¡Debo tranquilizarme, ser un hombre! No es necesario que te diga que me encuentro en el camarote del telegrafista. El resto de los hombres están en cubierta… o muertos en el interior de la voraz criatura que está haciendo pedazos el buque.
»No sé con exactitud dónde nos encontramos, tampoco hay nadie a quien preguntar. El último de los oficiales se ahogó aproximadamente hace una hora y el barco ha quedado reducido a poco más que una especie de rompeolas ante el cual se abaten los mares agigantados.
»Antes, hace media hora más o menos, subí al puente. ¡Dios mío! El espectáculo era horrible. Apenas ha pasado el mediodía, pero el cielo es del color del fango… ¿Lo entiendes?… ¡Barro gris! De su regazo cuelgan grandes nubarrones. Pero no esas nubes que estamos acostumbrados a ver, no, sino una cortina espesa, mohosa, abismal. Parece algo sólido, excepto cuando el terrible viento rasga sus bordes inferiores formando grandes espirales que se arremolinan frenéticamente sobre nosotros, como los tentáculos de un Horror monstruoso.
»Es difícil describir semejante espectáculo a alguien que aún está vivo, aunque la Muerte del Mar ya conoce bien tales avatares sin necesidad de mis palabras. Sabes que nadie que haya contemplado semejante visión puede pretender continuar en el mundo de los vivos. Es una estampa reservada a los condenados, a los muertos; una de las orgías infernales que el mar nos brinda… a veces; una diversión, un espectáculo maligno en el que participamos los muertos en vida, los que estamos en el borde, para regocijo de la Criatura. No tengo derecho a contarte todo esto; hablar así a una persona viva es como mancillar la inocencia con misterios infernales, como enseñarle a un niño palabras sucias. ¡Pero no me importa! Pienso describir, con toda su horrorosa desnudez, la cara mortal del mar. Los que aún no están condenados van a saber algunas de las cosas que la muerte intenta ocultar con tanto celo. Ella no sabe nada del pequeño instrumento que reposa bajo mis manos y que aún me mantiene conectado con lo vivo, aunque se apresure intentando cortar la comunicación.
»¡Escúchate a ti mismo, John! He aprendido cosas inimaginables durante este corto período de espera. Ahora sé por qué nos aterra la oscuridad. Jamás habría descubierto de otra manera los secretos del mar y de la tumba (que, en el fondo, son la misma cosa).
»¡Escucha! ¡Ah, pero estoy olvidando que tú no puedes oír! ¡Yo sí puedo! El Mar está… ¡Silencio!… El Mar está riéndose, con una carcajada que parece salida de la boca de un asno que se quema en los Infiernos. Berrea y se mofa. Puedo escuchar su voz resonando con el eco de un trueno satánico sobre el barro gris que flota encima de nuestras cabezas… ¡Está llamándome!… Me llama y debo ir… ¡El Mar me llama!
»¡Oh! Dios, ¿eres Tú, en verdad, Dios? ¿Puedes Tú permanecer tranquilamente sentado ahí arriba ante el horrible espectáculo que se desarrolla delante de mí? ¡No! ¡Tú no eres Dios! Tú te encoges atemorizado ante esta Criatura horrenda que Tú mismo creaste en Tu vigorosa juventud. Ella es ahora Dios… y yo soy uno de sus hijos.
»¿Sigues ahí, John? ¡Por qué no contestas! ¡Escucha! Ignoro a Dios porque hay alguien más poderoso que Él. Mi Dios está aquí, a mi lado, rodeándome, y pronto estará sobre mí. Sabes lo que quiero decir. Es inmisericorde. ¡El mar es ahora el único Dios que existe! Esta verdad es una de las cosas que he aprendido.
»¡Escucha! Eso está riéndose de nuevo. Dios es eso, no Él.
»Me llamaba y subí a la cubierta. Todo era espantoso. Eso está en el combés[1]… y por todas partes. Eso ha inundado el navío. Sólo el castillo de proa, el puente principal y la popa aguantan los embates de la bestial y apestosa Criatura, que se alza entre la sibilante espuma como tres islas solitarias. Gigantescas olas se precipitan sobre el navío por estribor y por babor casi continuamente. Forman una especie de bóveda efímera por encima de la cubierta, una bóveda de agua ondulante y sombría que se alza a veinte metros sobre un horizonte estremecedor, para dejarse caer después, rugiendo. ¡Piensa en ello! Seguro que no puedes.
»Hay un aliento maligno en el aire: es la respiración de la Criatura. Aquellos que aún resisten encaramados en islotes empapados de maderas y hierros retorcidos están pasándolo horriblemente mal. La Criatura les está enseñando algunas cosas. Fui testigo del maligno aliento que surgía de sus fauces; después vine aquí abajo, a rezar por una muerte rápida.
»En el castillo de proa vi a una madre y a su hijo pequeño colgando de una barandilla metálica. Una ola gigantesca se alzaba por encima de ellos, precipitándose poco después en una rociada de espuma. Cuando pasó la embestida aún permanecían allí colgados. La Criatura sólo estaba jugando con ellos; pero, al mismo tiempo, había arrancado las manos del niño de la baranda y ahora se agarraba a los brazos de su madre con desesperación. Vi otra enorme montaña de agua que se alzaba ondulando sobre ellos. Entonces la madre se inclinó, intentando sujetar con sus brazos, como una bestia salvaje, las manos de su pequeño. Temía no poder aguantar el poco peso adicional. Oía sus gritos incluso desde el lejano lugar en donde me hallaba, los podía distinguir entre la salvaje risotada del mar. Me decía, una vez más, que Dios no es Él, sino Eso. Luego la masa de agua se precipitó sobre los dos. Me pareció que la Criatura mugía mientras saltaba sobre ellos. Rugió a su alrededor, agitándose y refunfuñando; poco después el oleaje se retiró, dejando a la vista un solo cuerpo… el de la madre. Creí distinguir sangre y agua mezcladas en su rostro, especialmente alrededor de la boca, pero yo estaba demasiado lejos y no puedo asegurarlo. Miré hacia otra parte. Cerca de mí descubrí a alguien más, una bonita joven (con el alma encogida por el aliento de la Criatura) que se debatía en la tempestad junto a su novio, intentando llegar ambos a la relativa seguridad de la cabina de mando. Él tiraba de ella, pero la muchacha no quería seguirle. Vi que se llevaba una mano a la cabeza, donde aún quedaban los restos de alguna especie de adorno. Le abofeteó. El joven dio un grito y cayó por sotavento, mientras ella… reía, reía enseñando sus blancos dientes. Aquello era demasiado. Di la vuelta y me fui a otro sitio.
»Sobre la cresta de las olas, en el vientre de la Criatura, horribles, indecentes, contemplaba ahora retazos, imágenes. Jamás había visto nada semejante. Vi a un robusto marinero mientras era arrastrado fuera del barco. Una ola inmensa se abatió sobre él… Aquellas cosas eran como dientes. Eso tiene dientes. Los oía castañetear. Distinguí el gemido del marinero. No era más que el zumbido entrecortado de un mosquito en medio de aquella risa, pero resultaba aterrador. Siempre hay cosas peores que la muerte.
»El buque está dando extraños bandazos, como si algo lo empujase maliciosamente…
»Creo que me he dormido. No… ahora lo recuerdo. Me golpeé en la cabeza cuando el barco comenzó a dar aquellos extraños tumbos. Tengo la pierna doblada debajo de mi cuerpo. Creo que está rota, pero me da igual…
»He estado rezando. Yo… yo… ¿Qué iba a decir? Ahora me siento más tranquilo, resignado. Supongo que había perdido el juicio. Pero ¿qué es lo que te estaba diciendo? No puedo recordarlo. Era alguna cosa acerca… acerca… de Dios. Creo que he blasfemado. ¡Ojalá pueda Él perdonarme! Tú debes saber, Dios, que no estaba en mi sano juicio. Tú debes saber que me siento muy débil. ¡Quédate conmigo ahora! He pecado, pero todo Tú eres misericordia.
»¿Sigues ahí, John? El fin está muy cerca. Tengo tanto que contar… pero las palabras se escabullen, se me escapan. ¿Qué te acabo de decir? Comenzaré desde el principio. Estaba loco y… y Dios lo sabe. Él es misericordioso y ahora apenas siento miedo. Tengo un poco de sueño.
»No sé exactamente dónde estás, John. A lo mejor, después de todo, nadie ha escuchado todo lo que he estado diciendo. Mejor así. Los vivos son libres aún… yo no sé, no sé. Pero si estás ahí, John, debes… debes decirle a ella todo lo que ha pasado; pero no… no… ¡Escucha! Un torbellino de agua ruge justo encima de mi cabeza. Es como el encontronazo brutal de dos mares enormes que chocan entre sí en mitad del puente de mando y esparcen sus desechos por todo el navío. Ya falta poco… ¡y tengo que decir tantas cosas aún! Puedo oír voces en el viento. Están cantando. Parece un grandioso salmo fúnebre.
»Creo que me he adormilado otra vez. ¡Pido humildemente a Dios que todo acabe pronto! No debes… no debes contarle a ella absolutamente nada, nada, de lo que te haya podido decir, ¿lo harás, John? Creo que estas cosas no deben ser pronunciadas nunca. ¿Qué acabo de decir? Mi cabeza está cada vez más confusa. Me extrañaría mucho que realmente estuvieras escuchándome. Seguramente tan sólo estoy hablando al bramido monstruoso que ruge ahí fuera. Sin embargo, hacer esto me reconforta de alguna manera, y me cuesta creer que no estés oyendo lo que digo. ¡Escucha de nuevo! Una montaña de agua debe de haberse precipitado sobre la cubierta del buque. Se inclina peligrosamente sobre uno de sus costados… Ahora vuelve a enderezarse. Falta muy, muy poco…
»¿Estás ahí, John? ¿Estás ahí? ¡Ya llega! ¡El mar viene a por mí! ¡Fluye con rabia por los pasadizos del buque! ¡Es… es como una inmensa riada! ¡Dios mío! ¡Estoy aho-gán-dome! Estoy… aho…».

[1] Espacio en la cubierta superior comprendido entre el palo mayor y la proa

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