miércoles, 23 de septiembre de 2020

Devanando para el imperio, de Karen Russell

 


Algunas de mis compañeras aseguran ser hijas de samuráis, pero evidentemente ahora ya no hay modo de que nadie lo verifique. El nuevo anonimato es, hasta cierto punto, un consuelo. Aquí venimos altas y esbeltas, nobles mujeres de Yamaguchi, gráciles como trazos caligráficos; bajitas y pobres, muchachas de Hida con los pies ensangrentados, con voces de cuervo, ordinarias; entregadas al Taller Modelo por nuestras llorosas madres; alquiladas por nuestros menesterosos tíos; pero en uno o dos días el brebaje que el Reclutador nos da a beber comienza a surtir efecto. Y cuanto más se van asemejando nuestros cuerpos kaiko, mayor es la desesperación con que toda obrera de este taller se empeña en reinventar su pasado. Una de las consecuencias de nuestro cautiverio en este Taller Fantasma, y de la oscuridad que encharca el suelo sobre el que trabajamos y de la borra polar que nos cubre el rostro, hermanándonos a todas bajo su manto, es que todas podemos haber sido en el pasado quienes queramos. A veces nuestras mentiras resultan bastante rocambolescas: Yuna dice que su tío abuelo conserva un retal de vela de las Naves Negras. Dai asegura que se postró de hinojos junto a su padre samurái en la batalla de Shiroyama. Nishi pretende hacernos creer que una vez viajó como polizón en el furgón de cola imperial desde la estación de Shimbashi hasta Yokohama, y que vio al emperador Meiji comiendo pastel rosa. Yo, cuando vivía en Gifu, tenía el pelo enmarañado como la cola de un burro y la boca como una habichuelita roja, pero a mis compañeras les digo que era muy hermosa.

—¿De dónde eres? —me preguntan.

—Del castillo de Gifu, quizá lo conozcáis por las famosas xilografías. Mi bisabuelo era un guerrero.

—¡Ah! Pero, Kitsune, ¿no nos dijiste que tu padre era quien hacía esas xilografías? ¿Que era el famoso artista de ukiyo-e, Utagawa Kuniyoshi?…

—Sí. Lo era, ayer.

No me andaré con rodeos: nos estamos convirtiendo todas en devanadoras. Una especie de criatura híbrida, mitad kaiko —gusano de seda—, mitad hembra humana. Hay obreras de edad más avanzada cuyo rostro está ya prácticamente cubierto por una tosca borra blanca, pero mi cara y mis muslos se mantuvieron suaves durante veinte días. De hecho, esa pelusa blanca apenas ha empezado a brotarme en el vientre. Los primeros días y noches que pasé en este taller de seda temblaba sin cesar. Nunca he sido dada a histerismos, por lo que en un principio atribuí erróneamente aquellos temblores a un simple estado de ánimo; era presa de una especie de aturdido terror, pensé. Después, aquella inquietante sensación se consolidó. Era el hilo: un color que se urdía invisiblemente en el interior de mi vientre. Seda. Metros y metros de delgado color que pronto habrían de serme extraídos por la Máquina.

Hoy, el Reclutador viene a dejar a dos obreras nuevas, dos hermanas de la prefectura de Yamagata, de un pueblo triste llamado Sakegawa que ninguna de nosotras ha visitado nunca. Son hijas de un pescador de salmón y se llaman Tooka y Etsuyo. Tienen doce y diecinueve años. Tooka lleva una trenza larga hasta la cintura y es regordeta como un bebé; Etsuyo, con su esbelto cuello y sus vigilantes ojos castaños, parece un cervatillo. Salimos de entre las sombras, y Etsuyo ahoga un grito. Tooka pregunta con voz llorosa:

—¿Quiénes sois? ¿Qué os ha pasado? ¿Qué es este sitio?

Dai cruza la habitación en dirección a ellas, y pese al terror que las embarga, las hermanas Sakegawa están demasiado somnolientas y estupefactas para eludir su abrazo. Deben de haber tomado el brebaje hace muy poco, porque les tiemblan las piernas. Etsuyo bizquea como si fuera a desmayarse. Dai desenrolla dos tatamis en un rincón oscuro y las ayuda a tumbarse.

—Dormid un poco —susurra—. Soñad.

—¿Éste es el taller donde se devana la seda? —pregunta Tooka arrastrando las palabras, adormilada en su tatami.

—Efectivamente —responde Dai. Su rostro cubierto de borra se cierne como una luna sobre ellas.

Tooka asiente, satisfecha, como dispuesta a disipar todo el terror que siente para seguir creyendo en las promesas del Reclutador, y entorna los ojos.

A veces, cuando las recién llegadas nos confían las ilusiones que las han traído a nuestro taller, me veo obligada a reprimir una amarga carcajada. Mucho antes de que la transformación en kaiko nos convirtiera a todas en imágenes especulares, ya éramos hermanas, hilábamos sueños idénticos en lechos a miles de kilómetros de distancia unos de otros, fantaseando con doradas sedas y con una «vocación imperial». Soñábamos despiertas con nuestras futuras dotes, veíamos a nuestras familias milagrosamente libres de deudas. Nos ilusionábamos con los mismos relatos sobre mujeres que trabajaban en aquellas magníficas fábricas textiles, donde las máquinas de acero traídas de Europa refulgían bajo la luz del crepúsculo Meiji. Nuestro mundo había cambiado tan rápidamente en la estela de las Naves Negras que los poetas apenas si podían seguir el ritmo de las escenas que se desarrollaban al otro lado de sus ventanas. Industria, comercio, crecimiento imparable: años antes de que el Reclutador viniera a buscarnos, nuestros sueños ya se habían anticipado a sus promesas.

Desde que llegué aquí mis fantasías se han vuelto tan sombrías como la habitación en la que me encuentro. En ellas me veo cortando al vuelo el hilo de una chica nueva, o arrancándole toda la seda de un tirón de manera que su cuerpo se desploma exánime hacia delante como una marioneta Bunraku. No he podido llorar desde la noche en que llegué, pero a menudo siento un fluido empujando en mi cráneo. «¿Es posible que el hilo emigre al cerebro?», le pregunté una vez a Dai con aprensión. Al principio, la seda tiene forma líquida. Ahora mismo la siento, siento el hilo fluyendo bajo mi ombligo. Borboteando gélidamente por las paredes de mi estómago. Bajo las mantas observo cómo se eleva en forma de dura protuberancia. Hay veinte obreras durmiendo sobre doce tatamis, en dos hileras, las cabezas a diez centímetros unas de otras, los enroscados lóbulos de las orejas como caracoles sobre hojas contiguas, y aunque siempre estamos hambrientas, todas tenemos el vientre abultado. La mаyoría de las noches apenas duermo, gimiendo por el alba y por la Máquina.

Todos los aspectos de nuestra nueva vida, desde el trabajo al sueño, a la comida y las evacuaciones, a los baños los días que podemos sacar aguas residuales de la Máquina, se desarrollan en una misma habitación de paredes de ladrillo. En el muro del fondo hay una única ventana ovalada, centrada en lo alto. A demasiada altura para poder vislumbrar gran cosa aparte de hilachas de nubes y un pájaro carpintero que para nosotras es como una celebridad cuyas apariciones siempre suscitan exclamaciones sofocadas y aplausos. Kaiko-joko, nos llamamos a nosotras mismas. Obreras del gusano de seda. A diferencia de las joko normales, no tenemos capataces ni hombres alrededor. Estamos solas en la caja de esta habitación. Dai se hace llamar supervisora del dormitorio, pero no es más que un papel que ella misma se ha adjudicado.

A todas nos trajo aquí el mismo hombre, el Reclutador de Empleados de la fábrica. Un representante, refrendado por el propio emperador Meiji, del nuevo Ministerio de Fomento de la Industria.

A todas nos contaron una versión ligeramente distinta de la misma historia.

Nuestros padres o tutores firmaron contratos, con escasas variantes en sus cláusulas, que en su mayoría prometían un anticipo de cinco yenes a cambio de un año de nuestra vida.

El Reclutador recorre las zonas rurales del país en busca de obreras que estén dispuestas a abandonar sus prefecturas de origen para desplazarse hasta una nueva y lejana fábrica devanadora de seda que dispone de tecnología europea. Me figuro que ahora estará por ahí reclutando a otras. Su discurso de presentación se dirige no a la mujer en cuestión, sino al padre o al tutor o, las menos de las veces, cuando no hay solteras que procurarse, al marido. Vengo aquí en nombre de la nación, empieza. En nombre del espíritu de Shokusan-Kogyo, del aumento de la producción y el fomento de la industria. Nuestro propósito es contratar sólo a las trabajadoras textiles más habilidosas y leales, prosigue. No simplemente a campesinas —como sus hijas, podría añadir intentando camelarse a los hombres de las prefecturas de Gifu y Mié—, sino también a cultas descendientes de la nobleza. De samuráis y aristócratas. Algunos gobernadores urbanos me han rogado que instruya a sus hijas en las tecnologías occidentales. La semana pasada, el general médico del Ejército Imperial nos envió a sus gemelas de diecinueve años, ¡en tren! Hay ocasiones en las que encuentra resistencia por parte del padre o tutor, sobre todo entre los aldeanos, esos hombres de imperturbable semblante anclados en el pasado que aún hacen pasta de judías, vadean arrozales y preparan el salce con métodos ancestrales; pero el Reclutador disipa todos sus reparos: ¡Ah, ha oído hablar de las Hilaturas X o de la Fábrica Y! No, los ingenieros yatoi franceses no beben sangre de niñas, ja, ja, ja, eso es lo que ellos llaman «vino tinto». Sí, es cierto que hubo un incendio en la fábrica de Aichi, es cierto que hubo un pequeño problema de tuberculosis en Suwa. Pero nuestro taller es totalmente distinto; es un secreto nacional. Sí, a su lado incluso esa hilandería francesa perdida en Gunma, con sus paredes de ladrillo y sus máquinas de vapor, ¡se queda anticuada! Esta factoría fantasma es presentada ante el padre o tutor con gran júbilo y apremio, pues, según afirma el Reclutador, el país ha despertado a un nuevo amanecer, estamos en la Era Ilustrada de los Meiji, y ahora todos debemos desempeñar nuestro papel. La seda japonesa es un artículo de exportación mundial. La epidemia en Europa, la enfermedad de la pebrina, ha aniquilado todos los gusanos de seda y detenido permanentemente la producción occidental de capullos. La demanda es tan vasta como el océano. Hay que aprovechar el momento. Devanar seda es una vocación sagrada; su niña devanará para el Imperio.

Los padres y tutores casi siempre terminan por firmar el contrato. En público, la familia de la joko comparte a continuación una taza de te caliente con el Reclutador. Celebran su nueva profesión y el anticipo de cinco yenes a cambio de un futuro legalmente hipotecado. En privado, alrededor de una hora más tarde, el Reclutador compartirá un brindis especial con la propia chica. El Reclutador improvisa sus salones de té: el desván de una posada rural, el vestuario cerrado de una casa de baños o, en el caso de Iku, un establo de vacas abandonado.

Tras la caída del sol, llega la anciana ciega. «La guardiana del zoo», la llamamos. Viene cargando con nuestra comida hasta la reja de la puerta y desatranca la cancela de abajo. Nosotras le hacemos entrega de las madejas de seda devanadas ese día, y ella a cambio introduce por la cancela dos sacos de hojas de morera colgados de un palo largo. Nunca nos dirige la palabra, por mucho que la interpelemos a gritos. Espera quieta, pacientemente, nuestras madejas, y si su calidad y peso le parecen adecuados desliza a través de la cancela nuestra ración de hojas. Esta noche nos ha tendido también una bandeja de humeante comida humana para las recién llegadas. Unos tazones de arroz y sopa de miso con zanahorias flotantes para Tooka y Etsuyo. Pedazos de jengibre auténtico se desenhebran en el caldo, como pelos. Todas las demás nos sentamos en el otro extremo de la habitación y las observamos masticar con una candorosa nostalgia que me repugna, pese a descubrirme mirando con ansia sus largos y blancos dedos manejando los palillos, las bolas de arroz. El olor a sal y grasa que emana de sus cuencos me escuece en los ojos. Cuando nosotras comemos las hojas de morera, lo hacemos con la mirada puesta en el suelo.

Tooka y Etsuyo se beben la sopa en silencio.

—¿Estamos soñando? —oigo susurrar a una.

—¡Nos han drogado con la infusión! —exclama por fin la hermana pequeña, Tooka. Su mirada salta de unas a otras, como esperando que la contradigamos.

Han viajado durante nueve días, en barcazas y carros de bueyes, nos cuenta Etsuyo, con los ojos tapados a lo largo de todo el trayecto. Eso significa que quizá nos encontremos en algún punto al norte de Yamagata, o al oeste. O al este, dice la hermana pequeña. Aquí se recaban datos de todas las nuevas kaiko-joko que van llegando y se usan para dibujar mapas de Japón con hilos de seda sobre el suelo del taller. Pero ni siquiera Tsuki «la Hábil» es capaz de ubicar nuestro paradero.

El Taller Fantasma, así llamamos a este lugar.

Dai cruza la habitación y se dirige con amabilidad a las hermanas; luego las conduce directamente a mí. Qué alegría. La miro furibunda, con la boca llena de hojas sin masticar.

—Kitsune ya es toda una veterana —dice Dai con una sonrisa, trayendo a las hermanas pescadoras hasta mí—, ella os enseñará…

Odio esta parte. Pero es necesario avisar a las recién llegadas de lo que les espera. La sorpresa ha destrozado mentalmente a más de una.

—¿El director de la fábrica vendrá pronto? —pregunta Etsuyo con voz seria—. Creo que ha habido una equivocación.

—¡Aquí no pintamos nada! —exclama Tooka.

Ahora no tenéis otro lugar adónde ir, les digo con la vista clavada en el suelo. ¿Recordáis la infusión que el Reclutador os dio a beber antes de salir de Sakegawa? Ese brebaje os está transformando las entrañas. Los intestinos, los órganos íntimos. Dentro de poco se os hinchará la barriga. Hilaréis seda en las tripas con la misma habilidad impotente con la que digerís alimentos o exhaláis aire. La «transformación kaiko» la llama él. Un proceso revolucionario. Ni siquiera Chiyo, que entiende de sericultura, había oído nunca hablar de un brebaje capaz de convertir a una chica en gusano de seda. Creemos que podría ser una elaboración extranjera, obra de químicos franceses o ingenieros británicos. «Infusión yatoi». A menos que sea una técnica creada por el propio Reclutador.

Intento entonces esbozar una sonrisa.

En la taza tenía un aspecto maravilloso, ¿verdad? Con esa tonalidad anaranjada, como las xilografías del etéreo mundo de la princesa.

Etsuyo tiembla.

Pero ¿no hay marcha atrás? Tiene que haber alguna cura. Alguna manera de revertir el proceso, antes de que… sea demasiado tarde.

«Antes de que acabemos como vosotras», quiere decir.

La única cura que hay es temporal, y la proporciona la Máquina. Cuando os salga el hilo, lo comprenderéis…

La Máquina tarda entre trece y catorce horas en vaciar el hilo de una kaiko-joko. El alivio que produce esa liberación es indescriptible.

Estas chicas costeñas lo ignoran prácticamente todo sobre la cría del gusano de seda. En las montañas de Chichibu, les cuenta Chiyo, todo su pueblo participaba en el proceso. Setenta familias trabajaban codo con codo en un vivero: plantaban y regaban las moreras, seguían la evolución de las larvas de kaiko hasta que se convertían en crisálidas, alimentaban los gusanos de seda. El arte de la producción de seda era muy, muy ineficiente, les digo a las hermanas. Lento y costoso. Hasta que llegamos nosotras.
Procuro que el orgullo no me empañe la voz, pero me cuesta. Pese a todo, no puedo sino admirar la cantidad de seda que las kaiko-joko logramos producir en un solo día. El Reclutador alardea de habernos convertido en las máquinas más productivas del Imperio, superiores incluso a las cítaras de acero y las marmitas de hierro fundido de la Fábrica Modelo de Tomioka.

Se elimina: el hambre de las máquinas. Los problemas de suministro ocasionados por el minúsculo tamaño de los capullos y su irregular calidad.

Se elimina: el desperdicio de seda.

Se elimina: la cría del kaiko. La recolecta de larvas. El laborioso proceso de recogida y separación de los capullos de seda. Nosotras, las chicas-gusano de seda, integramos todos esos procesos en un único taller: nuestro cuerpo. Incesantemente, incluso durante el sueño, estamos generando hilo. Cada gota de nuestra energía, cada momento de nuestro tiempo, va a parar a la seda.

Conduzco a las dos hermanas hasta el primero de los tres bancos de trabajo.

—Aquí tenemos las pilas donde se hierve el agua —les digo—, a vapor; qué modernas, ¿verdad?

Introduzco la mano izquierda en el agua hirviendo hasta que ya no aguanto el calor. Poco después la piel de las yemas de los dedos se me reblandece y revienta, y por ellas brotan unos delicados filamentos que se agitan en el agua. El hilo verde abulta mis venas. Con la mano derecha arranco la hebra que me sale por la punta de los dedos y por la muñeca de la mano izquierda.

—¿Veis qué fácil?

Una sola hebra no tiene la consistencia suficiente para ser devanada. Hay que extraerse varias, enrollarse de seis a ocho en el dedo y frotarlas una contra otra hasta obtener el grosor adecuado; una vez conseguido, se enhebra en la Máquina.

Dai está arrollando hilo rojo en su carrete y me observa con aprobación.

—¿Nos hemos convertido en monstruos? —quiere saber Tooka.

Miro impotente a Dai; a esa pregunta no pienso responder.

Dai reflexiona antes de contestar.

Al final les habla de los juhyou, los «monstruos de nieve», unos árboles cubiertos de hielo y escarcha que hay en Zao Onsen, donde Dai se crió.

—Los «monstruos de nieve» —dice Dai sonriente, limpiándose los blancos bigotes— son muy hermosos. Es su disfraz lo que los hace hermosos. Pero, claro, bajo toda esa capa de escarcha siguen siendo árboles.

Mientras las dos hermanas asimilan esa información, las conduzco hacia la Máquina.

Es como una gran bestia de acero y madera con una docena de ojos rotantes y bocas que humean; mide veinte metros de largo y ocupa prácticamente media habitación. El carrete central es una enorme O que gira sin cesar, coronada por filas de refulgentes colmillos metálicos. Unas poleas arrastran nuestro hilo todavía húmedo y lo desplazan de izquierda a derecha hasta dejar la seda refinada. Tooka tiembla y dice que parece como si la Máquina nos sonriera. Las kaiko-joko toman asiento en los bancos de trabajo ante la gigantesca rueda, sacan los brillantes filamentos que salen por sus yemas y tiran de ellos para engancharlos en los carretes devanadores con la tensión de las cuerdas de una cítara. Una música urticante.

No hay manivelas tebiki que girar, les muestro. La acción del vapor nos ha liberado ambas manos.

—Yo diría que «liberado» no es la palabra más apropiada, ¿no? —dice Iku con sequedad. Un hilo color de loto brota de su palma izquierda y se enrosca en la clavija dentada que tiene delante Con la mano derecha controla el flujo de salida.

Y el último milagro, les digo, es que al final la seda sale de nuestro cuerpo con color. Ya no es necesario teñirla. No existe seda que se le parezca en todo el mercado mundial, se vanagloria el Reclutador. Mirando desde el ángulo apropiado, parece como si se levantara una especie de polen que se arremolina ante nuestros ojos. No hay hipérbole que describa el júbilo que provoca ese efecto.

Ninguna ha logrado adivinar cuál sería su color: Hoshi predijo que el suyo sería melocotón y salió azul; Nishi pensó que rosa y fue avellana. Yo habría apostado íntegramente mi anticipo de cinco yenes a que el mío saldría gris claro, como el pelo de mi gato. Pero al despertar, me aparté el abultado entramado del pulgar y salió un tallito verde. En mi día cero, presa del terror me sorprendió mi propia carcajada: ahí estaba aquel verde translúcido que yo habría jurado no haber visto nunca en la naturaleza, y sin embargo nada más verlo supe que era mío.

—Es como si la superficie estuviera cargada con nuestra aura —dice Hoshi, contando sílabas en los nudillos para su nuevo haiku.

No me burlo de ella por el comentario. Yo no tengo nada de poeta, pero el brillo de nuestras sedas es algo en verdad extraño. Las hermanas parecen estar de acuerdo conmigo; se diría que una de ellas está a punto de desmayarse.

—¡Valor, hermanas! —canta Hoshi.

Hoshi es nuestra poetisa laureada. Estudió en un colegio para niñas nobles y presume de haber leído todos los libros que se han escrito en el mundo. Todas convenimos en que por lo general es insufrible.

—Nuestras sedas se venden en París y en América; el mismísimo emperador Meiji las viste. El Reclutador dice que somos un tesoro para el reino.

A Hoshi los bigotes blancos ya le llegan casi a las orejas. El suyo es un optimismo inquebrantable.

—La verdad es que ésa ya era peluda cuando entró aquí —le susurro a las hermanas.

La anciana ciega llega una vez más, recoge nuestra seda, nos tiende las hojas colgadas del palo y nos abalanzamos sobre ellas. Las kaiko-joko no nos dejamos ni un pisoteado tallito siquiera; si pensáis lo contrario, subestimáis el intenso sabor de la morera, capaz de burlar a la muerte. Verde vital, como si la luz del sol te subiera la cremallera de la columna vertebral.

En otras fábricas, según tenemos entendido, hay capataces, directores y silbatos que anuncian y regulan los descansos. Aquí llevamos los relojes y silbatos incorporados en el cuerpo. El propio hilo es nuestro patrón. Hay un intervalo de quince minutos entre la orgía de morera («Llámala “la cena”, haz el favor, no seas vulgar», me ruega Dai, su saliva todavía refulgiendo en el suelo) y la regeneración del hilo. Durante ese tiempo, nos sentamos en círculo en el centro de la habitación, equidistantes de nuestro camastro y de la Máquina. Empecinadamente, devanamos a la inversa: la ciudad de Takayama. El pueblo de Oyaka. Тоku. Kiyo. Nara. Fudai. Sho. Rábanos y encurtidos. Aromas a laurel y alcanfor de Shikoku. Padre. Madre. El monte Fuji. El mar de Seto.

Todo Japón está viviendo una transformación; las kaiko-joko no somos las únicas en ese sentido. Yo fui testigo de cómo mi abuelo pasaba a ser un aparcero de sus propias tierras. Un inquilino. Era un muchacho cuando las Naves Negras llegaron a Edo. Cultivó panizo y alforfón. La mitad de la cosecha se le iba en pagar el arrendamiento; luego fueron dos tercios; finalmente, tras dos cosechas malas, adeudaba su producción íntegra. Aquel año, nuestra capital se trasladó con una ceremonial, y real, procesión desde Kioto a Edo, la actual Tokio; el mundo mudaba de nombre bajo las ruedas de los carruajes, y el joven emperador en su palanquín atravesaba las montañas como una oruga imperial.
En la primera década del gobierno Meiji, mi abuelo se vio obligado a declararse en bancarrota por culpa de la contribución territorial. En 1873 se unió a la Rebelión Cantonal en Chubu Junto con centenares de campesinos arruinados y desposeídos de Chubu, Gifa y Aichi, prendió fuego a las oficinas de los acreedores donde se guardaba registro de sus deudas. Cuando la rebelión fracasó, se colgó en el granero de casa. Fue un gesto inútil. La deuda, por supuesto, no quedaba saldada.

Mi padre heredó las deudas de su padre.

No habría dote para mí.

Cuando yo tenía veintitrés años, mi madre falleció, y a mi padre se le puso el pelo blanco y se quedó postrado en su lecho. La muerte germinó en él y empezó a cobrar altura, como espiga de grano, y mis hermanos se lo llevaron al santuario de Inoba para probar la cura de montaña.

En ese preciso momento fue cuando el Reclutador llamó a nuestra puerta.

Se presentó en casa después de un aguacero. Llevaba un paraguas londinense. Nunca había visto a nadie tan bien parecido, ni hombre ni mujer. Tenía los párpados azules, un defecto de nacimiento, dijo, pero él había conseguido sacarle a eso un extraordinario partido. Me dejó oler su frasquito de colonia francesa. Fue como si un rumor se materializara en el oscuro interior de nuestra granja. Llevaba indumentaria occidental. Y lucía —algo que me resultó sumamente atractivo— patillas hasta la mitad de la oreja y bigote.

—Mi padre está enfermo —le dije. Me encontraba sola en casa. Está en la habitación de al lado, durmiendo.

—Bueno, pues no lo molestemos.

El Reclutador sonrió y se puso en pie para marcharse.

—Sé leer —dije. Llevaba años trabajando como sirvienta en la casa de verano de una familia de Kobe—. Puedo escribir mi nombre.

—Enséñeme el contrato, —le supliqué.

Y me lo enseñó. No podría escapar de la fábrica, ni tampoco morirme, me explicó el Reclutador; y debí de mirarlo con aire un tanto fantasioso, porque recuerdo que repitió aquella orden de arraigo con voz severa, sin florituras sintácticas: «Si mueres, tu padre pagará». Me miraba muy fijamente; era abril, y reparé en unas gotas entre sus bigotes. Le devolví la mirada y solté una risita nerviosa, por lo que me avergoncé de mí misma.

—Mírala, ¡guiñando como una luciérnaga! Debes saber que esto es muy serio…

Se abalanzó sobre mí y me agarró juguetonamente por la cintura, lo que hizo que todo mi rostro se oscureciera con un rubor que yo esperaba que resultara femenino. El Reclutador, quizá temiendo que me estuviera atragantando con un rábano, me dio unas palmaditas en la espalda.

—¡Ya está, ya está, Kitsune! ¿Vendrás conmigo a la Fábrica Modelo? ¿A devanar para el reino, para tu emperador? Y para mí, también —añadió en voz baja, con una sonrisa.

Asentí con la cabeza, muy seria yo también. Él dejó que sus dedos rozaran suavemente mis nudillos al sacar el contrato.

—Se lo llevaré a mi padre, si me lo permite —le dije—. Espere aquí. No se mueva. Su enfermedad es contagiosa.

El Reclutador se echó a reír. Dijo que no estaba acostumbrado a recibir órdenes de una joko. Pero esperó. Quién sabe si me creyó.

Mi padre nunca habría firmado aquel documento. Nunca habría dado su consentimiento para que me fuera. Él culpaba al nuevo gobierno de la muerte de mi abuelo. Éste desconfiaba de los extranjeros. Sin duda habría exigido saber la ubicación de aquella fábrica. Pero yo podía trabajar, y él no. Vi a mi padre regresando a casa, curado, y descubriendo los cinco yenes del anticipo. Era la primera vez que yo sostenía un bolígrafo en la mano. Nunca en toda mi vida como hija y como hermana había sentido tanto poder. Ninguna mujer de Gifu había negociado por su cuenta un trato así. KITSUNE TAJIMA, escribí en el espacio destinado al nombre y apellidos de la futura empleada; el corazón me bombeaba en los oídos. Al devolvérselo al Reclutador, le pedí disculpas por el pulso tembloroso de mi padre.

De camino a la ceremonia del «té kaiko», me sentía tan ilusionada que apenas fui capaz de preguntarle nada inteligible sobre la fábrica. El Reclutador me condujo a una casa de huéspedes en el bosque, detrás del río Miya, que según me dijo pertenecía a una familia de comerciantes de Takayama y, en ese momento, estaba desocupada.

Algo me huele mal, supe entonces. El presentimiento resonó con tanta claridad que casi pareció independiente de mi cuerpo, como el trino aislado de un pájaro llamándome entre las copas de los árboles. Pero continué avanzando y subí por una escalera en penumbra detrás del Reclutador. La primera habitación que entreví estaba elegantemente amueblada, y sentí que mi ánimo se levantaba de nuevo, junto con mi cautela. Conté catorce peldaños hasta el primer rellano, donde él abrió la puerta de una habitación que no presentaba el refinamiento de la planta baja. Había una mesa con dos taburetes y una cama; aparte de eso, nada más. Me fijé con sorpresa en una gran mancha marrón en el colchón. Una tetera de porcelana. Una taza. El Reclutador levantó la tetera con semblante inescrutable y miró en su interior enarcando las cejas; mientras vertía el contenido, me pareció oír que algo salpicaba; luego el Reclutador profirió una maldición, se disculpó y dijo que necesitaba otro ingrediente. Lo oí subir por las escaleras. Miré entonces en el interior de la taza y vi que había algo vivo dentro —retorciéndose, muriéndose—: un grueso kaiko blanco. Sentí un estremecimiento, pero no intenté sacarlo de la taza. ¿Qué clase de ceremonial del té era aquél? Tal vez, pensé, el Reclutador quiera ponerme a prueba, ver si soy escrupulosa, débil. Algo malo se avecinaba; el hedor a un futuro funesto se adensaba por momentos permeando aquella habitación. Aquel algo malo estaba justo debajo de mis narices, levantando sus patitas arrugadas hacia mí.

Me tapé la nariz, como si me dispusiera a saltar a las aguas del río Miya desde su fangosa ribera. Sin consultar siquiera al Reclutador, apreté los ojos con fuerza y me tragué el brebaje.

Mis compañeras no dan crédito a que lo hiciera voluntariamente. Al parecer, el «té kaiko» es tan venenoso que muchos cuerpos experimentan convulsiones tras un solo sorbo. Ellas únicamente consiguieron tragárselo con la intervención del Reclutador. Tuvo que agarrarlas del cuello.

Coloqué las manos sobre el regazo y tomé asiento en el camastro. Empezaba a sentirme un tanto mareada. Recuerdo que sonreí en dirección a la puerta con una dulce vacuidad cuando él regresó.

—Pero… te lo has bebido.

Asentí con orgullo.

Entonces vi el estupor que atravesaba su rostro: había pasado la prueba, pensé tan contenta. Sólo que, en realidad, no se trataba de eso. El Reclutador rompió a reír.

—Ninguna joko —acertó a decir entre risotadas—, ni una de vosotras, nunca… —Las órbitas de sus ojos giraban hacia las esquinas de la habitación, como si lamentase que la hilaridad de la situación se me escapara—. ¡Ninguna chica se ha tomado nunca toda la tetera!

La narcolepsia empezaba ya a zumbar en mi interior, como si un enjambre de abejas estuviera adormeciéndome a picotazos. Me tumbé con una sensación culpable en la esterilla…, ¿por qué no podía incorporarme? El Reclutador pensaría que no servía para el trabajo. Abrí la boca para explicarle que me sentía indispuesta, pero no emití más que un chasquido. Mantuve los ojos abiertos todo el tiempo que pude.

Todavía entonces, seguía soñando con mi nueva y prestigiosa carrera como devanadora de seda. Bajo el gobierno Meiji, el sistema de castas se había abolido, e incluso llegué a imaginar que el Reclutador podría casarse conmigo y saldar las deudas de mi familia. Mientras lo observaba, el gentil semblante del Reclutador sufrió una completa transformación; de pronto me pareció tan inexpresivo como el tocón de un árbol. Lo último que vi, antes de cerrar los ojos, fue su cara.

Dormí durante dos días y desperté sobre un sucio tatami de este taller con los aplausos de Dai; el hilo verde había hecho erupción a través de mis palmas durante el sueño; la metamorfosis se había acelerado inusitadamente. Fue una suerte, como dijo Chiyo. A diferencia de Tooka, Etsuyo y muchas otras, no pasé por una fase de limbo, no sentí retortijones cuando se desenrollaron las tripas; no tuve tiempo para cavilar sobre aquello en lo que me estaba convirtiendo: una fábrica de seda secreta, de carne y hueso, cubierta de borra.

¿Qué pensaría Chiyo de mí si supiera lo mucho que envidio la historia de su iniciación? Si supiera que ansío lo que ella experimentó: su forcejeo, sus gritos. Que cambiaría mi recuerdo por el suyo sin pensármelo dos veces. Seguramente ahí está la prueba definitiva, irrefutable, de que, en efecto, soy un monstruo.

Muchas obreras de este taller cuentan con alguna prueba de su inocencia, algún rastro físico, en su cuerpo: una cicatriz, una marca de su valentía. Una señal indeleble del forcejeo. Algunas apartan la blanca pelusa para mostrártela: los cráteres en las manos de Dai, la abrasión de la soga en el cuello de Mitsuko. A Gin le han quedado unas líneas zigzagueantes en torno a la boca, como rayos, marcas de las escaldaduras que le dejó el brebaje al escupirlo.

¿Y yo?

Hubo un momento, al pie de la escalera, y una puerta que pude fácilmente haber abierto para volverme por los bosques de Gifu. Soy la única, de las veintidós obreras, que firmó su propio contrato.

—¿Por qué te lo bebiste, Kitsune?

Me encojo de hombros.

—Tenía sed —respondo.

Los gallos empiezan a cantar tras los muros del Taller Fantasma a las cinco de la mañana. Emiten un sonido como de luz gargarizada, muy hermoso, que yo imagino como el hilo rojo de Dai, el naranja de Gin y el rosa de Yoshi cantando en la devanadora más grande del mundo. Llevo horas aquí a oscuras, desvelada.

—Kitsune, nunca duermes. Oigo tu respiración —dice Dai.

—Algo sí duermo.

—¿Qué te lo impide? —Dai se frota el vientre con pesadumbre—. ¿Demasiado hilo?

—Es aquí arriba —digo dándome con los nudillos en la cabeza—. No puedo evitar revivir el momento: el Reclutador cruzando nuestros campos bajo el paraguas, bajo la lluvia…

—Deberías dormir —dice Dai, escudriñándome el fondo del ojo—. Está amarillento. No tienes buen aspecto.

A media mañana, algo falla. Una avería en la Máquina hace que mi carrete gire en dirección contraria y tire del hilo que sale por mis dedos a una velocidad tal que caigo de rodillas; luego me arrastra por el suelo hacia la rueda central de la Máquina como si fuera un pez enorme dando coletazos. Mis aullidos resuenan en la habitación. Con sorprendente serenidad, reparo en que la Máquina está a punto de arrancarme de cuajo el brazo derecho. Levanto el mentón y, con una naturalidad derivada por completo del terror, empiezo a girar la cabeza de un lado a otro y a dar dentelladas a ciegas en el aire; finalmente consigo cortar los hilos con mis mandíbulas de kaiko y me desplomo hacia un lado. En el dorso de mi muñeca, otro hilo se enrosca y oprime. Siento un dolor punzante en las manos y la cabeza. Dejo que se me entornen los ojos: por alguna razón visualizo la imagen del espacio bajo el arcón de cedro de mi madre, donde el reflejo verde de la luna salpicaba el suelo. De pequeña solía esconderme allí debajo y me quedaba tan profundamente dormida que nadie en aquella casa, que constaba de una sola habitación, era capaz de encontrarme. Hoy nо соrro la misma suerte: unas manos me agarran por los hombros. Oigo voces llamándome.

—¡Kitsune! ¿Estás despierta? ¿Estás bien?

—Estoy torpe, nada más. —Río nerviosa. Pero luego me miro la mano. Unos hilos cortos se extruden por la piel amoratada de mis nudillos. No son del color que debieran. No es mi verde. Es gris ceniza.

De pronto me falta el aliento de nuevo.

Al levantar la vista me espera una sorpresa peor si cabe. La seda que devané esta mañana es verde brillante. Pero el hilo más reciente, que está secándose al final de mi carrete, es negro. Negro como el mar, como el bosque en la noche, dice Hoshi eufemística. Es demasiado educada para hacer comparaciones más obvias y siniestras.

Ahogo un grito. ¿Estaré enferma? Caigo en la cuenta de que han bastado cinco o seis de esos hilos negros para tirar de todo mi peso. Parecía como si se me fueran a partir en dos los huesos antes de que el hilo se rompiera.

—¡Oh, no! —exclaman Tooka y Etsuyo. Las hermanitas de Sakegawa no andan sobradas de delicadeza que digamos—. ¡Oh, pobre Kitsune! ¿A nosotras también nos va a pasar eso?

—¿Hay algo que quieras decirnos? —me pincha Dai—. Sobre cómo te sientes.

—Me siento más o menos igual de bien que cualquiera de vosotras, a juzgar por vuestro aspecto —gruño.

A mí no me preocupa —dice Dai con excesiva ligereza, dándome palmadas en el hombro—. Kitsune necesita dormir, eso es todo.

Pero todas tienen la mirada clavada en el punto a mitad del carrete donde el verde de la seda se torna negro.

Las siguientes mañanas me dedico a remover una y otra vez el agua caliente de la pila, buscando filamentos frescos. Extraigo cientos de metros de hilo negro verdoso. Seda sucia. Horrible. Inservible para confeccionar quimonos. Tomo asiento y devano mis dieciséis horas de rigor, hasta que la Máquina extrae de mí la última hebra con una sacudida.

Mi hilo sale verde tres días de cada siete. Después, tengo suerte si saco dos tiradas verdes seguidas. Esta transformación me sobreviene sólo a mí. Ninguna de las demás obreras ha соmunicado cambio alguno en el color de su producción. Por lo tanto, debe de ser un trastorno exclusivamente mío, no fruto de la «evolución kaiko». Si tuviéramos un capataz, me pondría en cuarentena. O se desharía de mí, me quemaría como hacen en Katamura con los gusanos de seda infectados por la plaga.

¿Y en Gifu? Quizá mi padre haya muerto al pie del monte Inaba. ¿O se habrá recuperado por completo, habrá vuelto del largo viaje con mis hermanos y prorrumpido en gritos de júbilo al descubrir con asombro mi anticipo de cinco yenes? Ojalá sea así, rezo por que así sea. Mi otra vida será lo que quiera que él desee hacer con ese dinero.

Hoy se cumplen cuarenta y dos días desde que vi al Reclutador por última vez. Antes nos sorprendía sin falta con sus visitas, una o dos veces al mes. Inspecciones de trabajo, decía él, mientras garabateaba apuntes sobre el progreso de nuestras transformaciones, nuestros cambios de peso y figura, la calidad de nuestra producción de seda. Nunca ha tardado tanto en venir. Al pensar en el Reclutador, en si viene o no, me dan arcadas. El agua se me encharca en la cabeza. Me tumbo en la esterilla con los ojos muy apretados y veo el brebaje anaranjado vertiéndose en mi taza…

—Te estoy oyendo, Kitsune. Sé lo que haces. No duermes.

Es la voz de Dai. Sigo con los ojos cerrados.

—Kitsune, deja de pensar en eso. Vas a enfermar como sigas así.

—No puedo, Dai.

Hoy tengo el vientre tan repleto de hilo que no sé si podré ponerme en pie. Presiento que saldrá todo negro. Algunas ya nos vemos obligadas a arrastrarnos hasta la Máquina a cuatro patas, vencidas por el peso de nuestros torpes vientres. Huelo el agua caliente en las pilas. Un vapor denso y grasiento se extiende por la habitación. Entreabro los ojos y veo la cara de Dai, luego los cierro de nuevo con un parpadeo.

—¿Lo hueles? —le digo, con más crudeza de la que desearía—. Aquí dentro ya estamos muertas. Al menos en la escalera respiro el aire del bosque.

—Desovillando un mismo capullo toda la eternidad —gruñe Dai—. Como si tuvieras un único recuerdo. Siempre devanando en la dirección equivocada.

Dai parece dispuesta a abofetearme. Nunca la había visto tan enfadada. Dai es la madraza por excelencia, pero también es hija de un samurái, y a veces esa combinación da lugar a atenciones vehementes. Dai es tierna con las pequeñas, pero si alguna de las mayores nos desmoronamos por un cambio de humor o un problema de salud, nos increpa a voces hasta que nos estallan los oídos. Furiosa, supongo, ante su propia incapacidad para defendemos de nosotras mismas.

—Las demás también tienen un pasado doloroso —dice.

Pero nosotras dormimos, nos levantamos, nos ponemos a trabajar, algunas a rastras si no queda más remedio…

—Yo no soy como las demás —insisto, detestando la malignidad que destila mi voz pero desesperada por que Dai lo comprenda. ¿Acaso no ve la diferencia? ¿No ve que las obreras inocentes (las que fueron entregadas al Reclutador por sus padres y hermanos) producen colores puros, de tonos luminosos? Mi hilo, por contra, es de un horrible negro verdoso.

—El sueño no me limpia por dentro como a las demás. Yo escogí este sino. No puedo culpar a ningún pariente codicioso o padre incauto. Tomé el brebaje por mi propia voluntad.

—Tu propia voluntad —repite Dai, tan despacio que estoy convencida de que va a burlarse de mí; luego, sus ojos se ensanchan con una especie de alegría—. ¡Ah! Pues utilízala y deja de tomar el brebaje por las noches, en tu recuerdo. Utiliza tu voluntad para dejar de pensar en el Reclutador.

Dai me mira risueña desde arriba, como si hubiera ganado la discusión.

—¡Ya, claro, como si fuera tan fácil! —me burlo enfadada—. Dejo de pensar en eso y punto. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Mira, tengo otra solución para ti, Dai —le digo sarcástica—. No te sientes a ese banco de trabajo y deja de devanar para el Reclutador. Deja de hacer hilo en las tripas. Haz la prueba, seguro que te sientes mejor.

Luego discutimos a gritos, es nuestra primera pelea de verdad; Dai no comprende que ese recuerdo se ensamble en mi interior mecánicamente, de la misma manera que el hilo brota de nuestro cuerpo. No es algo que yo pueda controlar. Veo llegar al Reclutador; el temblor de mi mano; la tinta rubricando mi nombre en el contrato. Mi pesar: sé que nunca llegaré al fondo del asunto. Nunca escaparé de ninguno de los dos lugares, ni del Taller Fantasma ni de Gifu. Cada noche, la taza se llena de nuevo en mi mente.
—Ve a devanar para el Imperio, Dai. Haz más seda para que él la venda. ¡Organiza otra fiesta para las pequeñas! Sigue fingiendo que no somos todas esclavas.

Dai se aleja furiosa, y yo siento cierto placer malsano.

No nos dirigimos la palabra en dos días, hasta que me asalta el temor de que nuestro silencio se prolongue indefinidamente. La segunda noche, sin embargo, Dai viene a mi lado. Se inclina y me susurra que ha aceptado el reto. En un primer instante siento tanta alegría al oír su voz que no hago más que reír, sin soltarle la mano.

—¿Qué reto? ¿De qué hablas?

—He estado pensando en lo que dijiste —responde.

Me habla de la última batalla de su padre, el samurái: la rebelión de Satsuma. En el campo, dice, hay ejércitos de campesinos que protestan por «el impuesto de sangre», que se niegan a sembrar nuevos cultivos. Yo asiento con los ojos cerrados, viendo el sombrero de mi abuelo flotando sobre nuestros campos en Gifu.

—Y tienes razón, Kitsune…, tenemos que dejar de devanar. Si no lo hacemos, le estaremos entregando nuestro futuro año tras año. Hasta que exhalemos el último aliento. Esa seda nos pertenece, somos nosotras quienes la producimos. Podemos utilizar ese argumento para negociar con el Reclutador.

A la mañana siguiente, Dai anuncia que no piensa moverse de su tatami.

—Estoy en huelga —dice—. No voy a sacarme más hilo.

Al segundo día, el hilo ha hinchado su vientre hasta tal punto que le suplicamos que vuelva al trabajo. Llegan las hojas de morera, y Dai se niega a comer.

—No me cabe —dice con una sonrisa.

Tiene la cara tan abotargada que no puede abrir los ojos. Está tumbada con los brazos cruzados sobre el pecho, el vientre se le mueve arriba y abajo.

Al cuarto día, apenas me atrevo a mirarla.

—Morirás —le susurro.

Ella asiente resuelta.

Estoy escapando. Quizá él aún consiga impedírmelo. Pero lo voy a intentar.

Mandamos aviso al Reclutador a través de la anciana ciega.

Por favor, dígale que venga.

Uníos a mí —nos ruega Dai, y las demás balanceamos el cuerpo, con la mirada gacha y mortecina. Dai no se sienta a su banco de trabajo en cinco días. No come. Algunas, estoy segura, agradecen el puñado de hojas extra. (Una débil voz de fondo que no logro acallar empieza a barbotear en mi cabeza: «Cuantas más se pongan en huelga, Kitsune, más comida habrá para ti…»).

Sintiéndome culpable, aparto la ración de Dai y formo un pequeño triángulo con las hojas. Ahí está, me digo. El símbolo de la resistencia de Dai. Algo destella en una de las hojas: es un gusano de seda auténtico. Reptando con parsimonia en su viscosa y estúpida inconsciencia. Siento un vuelco en el estómago al ver todos los agujeritos que su hambre ha perforado en la verde hoja.

Durante el descanso, le llevo mi manta a Dai. Intento exprimir algo de agua de la aterciopelada hoja en su lengua, pero ella se niega a aceptarla. No rechista, pero yo aspiro el aire entre dientes: su vientre está grotescamente distendido y cubierto de protuberancias, como una cerda preñada con una camada de diez cerditos. El excedente de hilo se anuda en sus entrañas. Estrangulándola por dentro. Quizá el Reclutador pueda avisar a un veterinario occidental, me descubro pensando. Esto que le está sucediendo a Dai, sea lo que sea, se diría que sobrepasa incluso a los conocimientos de los médicos del propio emperador Meiji.

¡Ponte a devanar otra vez! —exclamo, con un grito ahogado—. Dai, por favor.

—Parece peor de lo que es. No es tan difícil parar. Tú misma lo comprobarás, espero.

Su tez ha adquirido una transparencia enfermiza. Los ojos sobresalen en su rostro consumido como si cada respiración le costara esfuerzo. Por el modo en que el hilo rojo se despliega en un visible entramado de venas bajo su piel, pronto podré vislumbrar los pensamientos que ocupan su cráneo. Dai me mira con la más valiente de las sonrisas.

—Descansa, Kitsune. No sigas envenenándote con la escalera de Gifu. Si yo puedo dejar de devanar, seguro que tú también.

Cuando Dai muere, la seda sigue empecinadamente alojada en su vientre, «robada a la fábrica», afirma el Reclutador. «Esa chica murió robando».

Tres días después de su fallecimiento, se presenta por fin el Reclutador. Se acerca en dos zancadas a Dai y le toca el vientre con un bastón. Unas cuantas nos abalanzamos sobre sus piernas, pero él nos sacude a patadas.

—Quizá aún pueda salvarse algo de seda —rezonga, haciendo un fardo con Dai.

Una gran tristeza se abate sobre todo el grupo y no nos abandona. Lo que el Reclutador se ha llevado con Dai era todo lo que nos quedaba: las nubes y las montañas de Chiyo, mi granja en Gifu, el prometido de Etsuyo. Es evidente que nunca saldremos de esta habitación; nunca podremos pasar más de cinco días alejadas de la Máquina. A menos que sigamos viviendo aquí, donde ella nos extrae el hilo del cuerpo a una velocidad que ninguna mano humana podría igualar, la seda se acumulará imparable y acabará matándonos. El experimento de Dai nos lo ha demostrado.

Ya ninguna dice una palabra sobre el Año Nuevo.

Sigo comiendo, sigo devanando, pero se diría que también yo me estoy muriendo. Mi hilo sale prácticamente todo negro. De un grosor demasiado irregular para cualquier mercado. En mi imaginación, se lo cuento a Dai, y ella me anima mucho: «Todo irá bien, Kitsune. Pero, por favor, tienes que dejar de…».

«Deja de pensar en ello»: ése fue el último ruego que Dai me hizo.

Cierro los ojos. Observo una vez más cómo mi mano falsifica la firma de mi padre. Me veo al pie de una escalera en Gifu. La primera vez que hice ese ascenso me sentí liviana, pero ahora la madera cruje bajo mis pies. Al igual que un solo capullo contiene un millar de metros de seda, yo puedo devanar en mi memoria un millar de kilómetros de aquel paso en falso.

Aun así, no estoy convencida de que tuvieras razón, Dai, de que sea algo malo, una empresa inútil, devanar una y otra vez mi memoria por las noches. Una parte de mí, mi parte humana, se mantiene viva gracias a eso, creo. Como agua que cayera a chorros sobre una herida, impidiendo que se cierre. He tenido suerte, como dice Chiyo. Cometí un grave error. En Gifu, con aquellos andrajos, tenía un poder inconmensurable. Entonces no era consciente de ello. Pero cuando regreso ahora a aquella escalera, siento la red en que me envuelven mis propias decisiones, su variedad infinita, cómo salen en espiral por mis manos, por mi hilo invisible. El remordimiento es un peregrinaje de retorno al lugar donde tuve libertad para decidir. Se ha convertido en mi santuario en este Taller Fantasma. En un umbral donde todavía existo.

Una mañana, a las dos semanas de la huelga de Dai, me pongo a hablar con Chiyo sobre el pequeño taller de seda que su familia regentaba en Chichibu. Chiyo se lamenta de los olores en el seco desván de su casa, donde las larvas de los gusanos de seda son sacrificadas en soluciones de vinagre. ¿Por qué hacen eso?, quiero saber. Nunca había oído hablar de esa parte. Pues para evitar su transformación completa, responde Chiyo. Primero, los gusanos dejan de comer. Después tejen sus capullos. Dentro del capullo, pasan por varias mudas. Les salen alas y dientes. Si se deja que las orugas crezcan, se convierten en crisálidas. Luego, esas crisálidas abren un orificio en el capullo y echan a volar, inutilizando su seda como mercancía.

Dientes y alas, alas y dientes: sus palabras resuenan una y otra vez en mi cabeza bajo el chirrido de los cables.

Esa noche, hago un experimento. Dejo que los negros pensamientos se apoderen de mí durante toda la noche. En mi interior grandes ruedas giran hacia atrás a una velocidad de vértigo, extraordinaria. Me concentro en mi sombra en la escalera, en cómo caía oblicua detrás de mí, como seda. Veo la tinta derramándose sobre el contrato, mi nombre ensanchándose monstruosamente.

Y cuando llega el alba y me arrastro hasta el banco de trabajo y sumerjo las manos en el agua hirviendo de la pila, observo que el experimento ha sido un éxito. Mis nuevos hilos son más fuertes y más negros que nunca; es una seda de una variedad desconocida, nunca hilada por nuestros vientres. Me los arranco de la muñeca y los engancho en la bobina. No hay en ellos ni una mota de verde, ni una sola hebra deshilachada. «Sin luna», observa Hoshi, apartándose estremecida. Opacos. En comparación, la medianoche en el Taller Fantasma es pálida. Bajo la vista hacia la pila con una euforia loca. Yo he hecho que salga de ese color. O sea que no soy una simple portadora, no soy una kaiko enferma; tengo capacidad para canalizar esas tinturas mentalmente y producir ese duro filamento nuevo. Puedo modificar el grosor de mi hilo, controlar su producción. Embargada por una nueva inspiración, me pongo a devanar a una velocidad que ayer mismo me habría parecido risiblemente imposible. Ni siquiera Yuna es capaz de producir tanto hilo en una hora. Hago caso omiso de los cuchicheos que se agolpan a mi alrededor en el banco de trabajo.

—Kitsune está llegando demasiado hondo; ¡mirad las rajas que se le han hecho en los dedos!

—Parecen agallas. —Etsuyo se estremece.

—Alguien debería pararla. Está llegando al hueso.

—¿Qué hila?

—¿Qué estás hilando?

—¿Qué vas a hacer con todo eso, Kitsune? —pregunta Tooka nerviosa.

—Ah, quién sabe. Habrá que ver lo que sale.

Pero yo sé lo que va a salir. Sin detenerme a pensar en cuál será el siguiente paso, mis manos echan a volar.

Hilo con tal naturalidad que apenas soy consciente de lo que hago, tarareo como en un sueño. Pero ese hilado es instintivo. Lo que exige esfuerzo, lo que requiere una concentración especial, es generar ese hilo con la densidad adecuada. Para obtenerla, tengo que seguir falsificando mentalmente la firma de mi padre, y subir una y otra vez aquellos peldaños, observar cómo se va desplegando mi error. Tengo que tomarme el venenoso brebaje y sentir cómo me quema la garganta, tumbarme en el camastro mientras el Reclutador transforma mis órganos por el bien de la fábrica, pensando solamente: «Sí, yo elegí hacer esto». Cuando esos recuerdos disparan en mi interior el atroz remordimiento, me concentro en el latido de mi corazón y en el pulso que bombea en las palmas de mis manos. Las fibras se fortalecen en mis dedos. Crece fuerte, ordeno al hilo. Ponte negro. Alárgate. No te rompas Y luego, cuando vuelvo a las pilas, descubro que mi seda tiene justo el grosor y la oscuridad necesarios. Me siento en el banco de trabajo, en mi puesto habitual. Y me embarga una gran felicidad al descubrir que puedo hacer todo eso yo sola: generar el hilo, separarlo, teñirlo, devanarlo. Esa misma intuición me dice que ahora sé cómo manipular la Máquina.

Ayúdame, Tsuki le digo, porque quiero que observe lo que estoy haciendo. Empiezo a explicárselo, pero Tsuki está desmontando ya mi carrete.

—Lo sé, —Kitsune dice—. Sé lo que te propones.

Entre Tsuki y yo ahora sobran las palabras: nuestros pensamientos van y vienen silenciosamente de un lado al otro de la habitación como en una lanzadera. Quizá el habla también асаbe siendo superflua en el Taller Fantasma. Otro paso más que las kaiko nos podemos saltar.

Entre todas manipulamos los engranajes de los alimentadores, de manera que el hilo negro discurra en forma de lazada; una vez retorcido y doblado en la gran rueda de la Máquina, vuelve disparado a mis manos. Añado nuevos filamentos, dejo la larga madeja colgando sobre mis rodillas. Tendrá la altura de un hombre, un metro ochenta como mínimo.

Muchas siguen alimentando la Máquina como si no ocurriera nada anormal. Otras, como Tsuki, vigilan de cerca los movimientos de mis dedos. En los últimos meses, cada vez que he rememorado la llegada del Reclutador a Gifu, he sentido la bilis subir a mi garganta. Parece estar compuesta de todas las amarguras: el dolor y la rabia, los agrios pesares. Pero luego, en pleno hilado, obedeciendo a un extraño impulso, me escupo un poco en la mano. Esa bilis adhiere la borra a mis dedos. Otro prodigio, uno más, de la naturaleza. Así pues, hasta la náusea del pesar puede tener su utilidad. Mentalmente, sonrío feliz a Dai. Gracias a esta cola color de eneldo, soy por fin capaz de frotar un sellador sobre mi nuevo hilo y concluir mi trabajo.

Diez horas me lleva hilar el negro capullo.

Las primeras testigos echan un vistazo y regresan corriendo a sus tatamis.

Las segundas lo admiran con recelo.

Hoshi se acerca bamboleante con su tripa repleta de seda azul y profiere un grito.

Me encuentro alzada en la mitad de la pared sur del taller antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo; luego, a la altura de la ventana del pájaro carpintero. El viscoso hilo adherido a las palmas de mis manos me pega al cristal. Por primera vez veo el mundo exterior: desde este ángulo, sólo nubes y cielo, una eternidad azul. Pronto tendremos alas, pienso, y tres metros más abajo oigo a Tsuki reír a carcajadas. Sirviéndome de mi hilo y de esa cola casera, pego el capullo a la viga de madera; poco después, estoy flotando en círculos sobre la Máquina, suspendida de mi propio sedal.

—¡Baja! —grita Hoshi, pero es la única. Fijo el capullo y luego me dejo caer, con todo mi peso sujeto de un solo hilo. El capullo oscila ahora sobre la Máquina como una bandera negra plegada, emitiendo un leve crujido. Pienso en mi abuelo colgando de aquella gruesa soga en la puerta de nuestro granero.
Más hilo negro baja espasmódicamente por mis brazos.

—Kitsune, por favor. ¡El Reclutador se enfadará! No deberías desperdiciar tu seda de esa manera… ¡Como sigas así, no te van a traer más hojas de morera! El trato es seda a cambio de hojas, Kitsune, recuérdalo. ¿Qué pasaría si dejara de darnos de comer?

Pero al final convenzo a todas las obreras para que se unan a mí. El instinto hace innecesaria lección alguna; pronto las otras descubren que también ellas pueden cambiar su hilo desde su interior y extraer fuerza de los colores y las estaciones de sus recuerdos. Antes de que empecemos a tejer nuestros capullos, sin embargo, acordamos primero que trabajaremos día y noche para hilar la seda habitual; duplicaremos nuestra producción, reservaremos el excedente de madejas. Seguidamente nos hacemos con el control de la Maquina. Pasamos los seis días siguientes desmontándola y volviéndola a montar, cambiando los engranajes y carretes para acelerar el devanado de nuestros propios y resplandecientes capullos. Cada atardecer seguimos entregando a la vigilante del zoo el numero habitual de madejas para no levantar las sospechas del Reclutador. Sólo cuando estemos preparadas para la fase siguiente de nuestra revolución lo invitaremos a dar una vuelta por nuestra planta.

A las mariposas del gusano de seda les crecen largas alas de color marfil, dice Chiyo, moteadas con motivos ancestrales en tonos bronce. ¿Tienen antenas, bocas?, le pregunto. ¿Ven algo? Quién sabe cómo veremos el mundo si nuestra huelga da resultado. Yo creo que saldremos de ella convertidas en criaturas completamente distintas. A decir verdad, no existe ningún modelo para saber qué nos depara el futuro. Tendremos que esperar a salir al exterior para saber en qué nos hemos convertido.

La anciana ciega está ciega de verdad, decidimos. Escudriña con los ojos la Máquina destrozada y recompuesta y espera con los brazos extendidos a que una de nosotras le entregue las madejas. Pero, en su lugar, Hoshi le tiende bruscamente una carta a través de la reja.

—Hoy no hay seda.

—Llévele esto al Reclutador.

—Váyase. Dígaselo.

Como de costumbre, la anciana no abre la boca. Los sacos de morera aguardan en la carretilla. Al rato da una palmada, como indicándonos que tiene las manos vacías, y aparta la carretilla de una patada. Por señas dice: sin seda, no hay comida. Su rostro no acusa tensión. En nuestro lado de la reja, oigo que algunas chasquean la mandíbula y tragan saliva. Frescos olores forestales emanan de los sacos. Pero no le suplicaremos, ¿verdad? No cederemos. Dai sobrevivió cinco días sin comer. Apretamos las caras contra la reja. Las que tienen los bigotes más largos cosquillean las ajadas mejillas de la vigilante; por fin, una sombra oscura atraviesa su rostro. La anciana ladra sorprendida y da manotazos en el aire. Sus arrugas se tensan en un rictus de miedo. Retrocede ante nuestras voces, con la invitación al Reclutador cerrada en el puño.

—NO HAY SEDA —repite Tsaiko lentamente.

El Reclutador se presenta enseguida, a la noche siguiente.

—¿Hola?

Golpetea la reja de la puerta con un palo, pero no cruza el umbral. Por un momento tengo la certeza de que no va a entrar.

—Se han ido, se han ido —gimo, balanceándome.

—¡Qué!

La reja se descorre y el Reclutador pone el pie en el suelo del taller, se adentra en nuestras sombras.

—Sí, han huido todas, todas ellas, todas sus kaiko-joko…

Entonces mis hermanas bajan colgadas de sus hilos. Caen del techo en silbantes cordeles de seda, entran balanceándose en el haz de luz y siento como si estuviera soñando: se repite como en un sueño la ceremonia de nuestra iniciación, cuando el Reclutador vertió el infectante kaiko en el anaranjado brebaje. Al ver cómo se le ensanchan los ojos y se le desencaja la mandíbula, también yo siento estupor. Aquí en el Taller Fantasma no hay espejos, y he vivido estos últimos meses convencida de que todavía teníamos aspecto de chicas, de mujeres; quizá no de reinas de la belleza, desde luego, tan peludas, blancuzcas y deformes, pero sí al menos medio humanas; sólo ahora, viendo la reacción del Reclutador, reparo en lo que nos hemos convertido durante su ausencia. Veo lo que él debe de ver: rostros blancos, con las fosas nasales tan hundidas que parecen parcialmente borradas. Enormes ojos de insecto. Columnas y codos incubando encaje para las alas. Mis músculos se tensan y, de pronto, me veo volando, arrojándome sobre la espalda del Reclutador; por un instante percibo la emoción que sentiré cuando de verdad vuele, una vez concluya nuestra transformación. Me poso sobre sus hombros y engarfio las patas alrededor de su cuerpo. El Reclutador resopla bajo mi peso y se tambalea hacia delante.

Estas alas nuestras son invisibles para usted —le digo directamente en el oído. Lo agarro del cuello con ambas manos y me inclino para susurrarle—: Y de hecho nunca llegará a verlas, puesto que sólo existen en nuestro futuro, cuando usted ya esté muerto y nosotras vivas, volando.

Luego le giro la cabeza para que contemple nuestra seda. En la ultima semana, cada obrera ha utilizado la Máquina, ya transformada, para hilar su propio capullo: cuelgan todos ellos de la pared al fondo, capullos de coral, esmeralda y azul, ordenados por tonos, como un arco iris. Mientras el resto de Japón cambia tras los muros del Taller Fantasma, nosotras colgaremos aquí juntas, escondidas contra los ladrillos. Paralizadas dentro de nuestra seda, pero hilando cada vez más rápido. Pasando a nuestra siguiente fase. Después, escaparemos. (Encerrado en su capullo, el Reclutador se pondrá azul y se ahogará).

—Y mire —le digo, contando los capullos de la pared—: veintiuna obreras y veintidós capullos. —El Reclutador repara en el saco negro, y noto que tensa el cuello—. Hemos hilado uno para usted.

Bajo la vista hacia él con una sonrisa. Da un traspié bajo mis patas, farfullando algo que, lo reconozco, no me esfuerzo mucho en comprender. La cola me pega las rodillas a sus hombros. Entre unas cuantas conseguimos ponerle rápidamente la mordaza, antes de que profiera un solo grito. Gin y Nishi bajan la reja de hierro fundido a sus espaldas.

El esbelto Reclutador pesa más de lo que parece. Tenemos que embutirlo en esa especie de calcetín que es el capullo entre cuatro. Sonrío al Reclutador y ordeno a las demás que dejen los ojos para el final, pensando que le impresionará mucho ver de cerca la velocidad a la que hilamos. Detrás de mí, incluso mientras se está llevando a cabo la agresión, algunas kaiko-joko trepan ya al interior de sus capullos. A algunas ya se las ve medio tragadas por ellos, ovillando hilos de seda sobre sus rodillas, sellando la capa exterior con cola.

Luego, nuestros métodos retroceden un poco en el tiempo, resultan un tanto anticuados. Devano los últimos hilos del capullo negro a mano. Necesito que varias kaiko-joko sujeten al Reclutador para hacerlo girar sobre sí mismo con el hilo. Lo arrollo en torno a su barbilla, sus pómulos, sus caderas. Cubrirle el bigote requiere varias vueltas. Unos hilillos de mi pelusa blanca se escapan y desaparecen en el interior de sus fosas nasales. Mira con unos ojos enormes, negros, incapaces de reconocer nada. Le susurro mi nombre, para refrescarle la memoria y ver si reconoce mi antiguo yo: Kitsune, de la prefectura de Gifu.

Nada.

De manera que sigo devanando mientras nombro, una por una, a las demás obreras del Taller Fantasma: Nishi. Yoshi. Yuna. Uki. Etsuyo. Gin. Hoshi. Raku. Chiyoko. Mitsuko. Tsaiko. Tooka. Dai.

—Kitsune —repito, cerrando el círculo. Lo último que veo antes de cubrirle los ojos es el reflejo de mi nuevo y resplandeciente rostro.

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